La vida en el Espíritu es la formulación que hace Pablo para definir la vida cristiana: a partir de la experiencia de encuentro con Jesucristo, con su cruz y resurrección, da inicio una forma de vida novedosa. No consiste meramente en un cambio de vida, en el sentido moral o en el sentido de estilo de vida, sino que consiste en una transformación a partir del poder del Espíritu del Jesús resucitado. Así lo dice la promesa de Jesús a los discípulos: “Y yo le pediré a Dios el Padre que les envíe al Espíritu Santo, para que siempre los ayude y siempre esté con ustedes. Él les enseñará lo que es la verdad.” (Juan 14:16-17, TLA).
La vida en el Espíritu o “andar conforme al Espíritu”, como también lo expresa Pablo (Romanos 8:1), consiste en una vida donde tiene lugar el proceso de transformación que el Espíritu opera en cada creyente y en la comunidad. Es una transformación en la cual se manifiesta, de manera actual, el poder de la resurrección, el poder de vida sobre la muerte. Este poder de la resurrección no tiene que ver meramente con una vida futura, sino con la vida presente, la vida histórica. Ese poder de la resurrección afecta el presente, pues se contrapone al modo en que funcionan las cosas en la sociedad; incluso es una amenaza contra el orden social, o para decirlo con un verso de la poeta Julia Esquivel: “nos han amenazado de resurrección“. La vida en el Espíritu es una vida afectada, transformada, por la resurrección.
Creo que para comprender mejor esta vida en el Espíritu, es necesario entender la noción de pecado. ¿Qué es el pecado? ¿Tiene sentido hablar de pecado hoy día o es un concepto antiguo que ya no dice nada? Habitualmente se asocia la idea de pecado con inmoralidades sexuales o con comportamientos “desviados de una norma”, pero esto no ayuda mucho porque produce un malentendido: suponer que es fácil saber qué es pecado y dónde se le halla. En las definiciones teológicas y las confesiones cristianas clásicas, se dice que el pecado es aquello que nos separa de Dios, que nos separa de la vida, que rompe el vínculo con el prójimo y, al final, también rompe el vínculo consigo mismo. El pecado nos aliena de todos y todo.
En la enseñanza del Nuevo Testamento el pecado es invisible. Creo que no hemos reparado mucho en esta enseñanza. El pecado no es tanto aquel comportamiento reprobable que miramos, sino algo que no es visible pero que es real y opera de manera efectiva. Por tanto, es importante superar el malentendido que asocia pecado con una “tipificación de delitos o desviaciones” (que es lo que hacen los códigos jurídicos o morales). El pecado, en cambio, tiene una dimensión de invisibilidad, de operar de manera inmanente pero sin que se le mire, como si fuera algo “natural”.
El pecado sólo se hace visible a partir de la fe. En el evangelio de Juan es muy común hablar de la fe como el acto de mirar, de abrir los ojos. Si de pronto podemos ver es porque antes no podíamos. Hay una ceguera, una imposibilidad de ver la realidad del pecado en la sociedad, que se termina cuando tiene lugar esa experiencia espiritual del encuentro de los discípulos de Jesús: se les abren los ojos, pueden mirar lo que se les revela por medio de Jesús, es decir que sus ojos pueden ver la presencia de Dios (Juan 1:39, 12:45; 14:9). El “poder ver” a partir del seguimiento de Jesús es una experiencia espiritual: viene dado por la gracia.
Y es por la gracia, la gracia del perdón, que se puede ver el pecado o los efectos del pecado. Previo a esa experiencia no es posible, porque el pecado no es visible: estamos ciegos espiritualmente a su realidad, a su operación y consecuencias. Pablo lo explica muy bien en la carta a los Romanos, cuando plantea que podemos caminar en el Espíritu porque “no hay ya ninguna condenación” (8:1ss). Y, en razón de esa nueva condición de “no condenados” se puede comprender el pecado, dice Pablo, como “la injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad” (Romanos 1:18). Es importante la expresión de Pablo, sobre el “encarcelamiento” de la verdad, porque apunta a la manera como el pecado se invisibiliza, de manera que la verdad queda prisionera y no se la puede encontrar fácilmente.
Creo que esto se puede comprender mejor con un ejemplo contemporáneo: me refiero a la homofobia. Sabemos que la homofobia se refiere a una serie de prácticas, actitudes y posicionamientos que rechazan y excluyen a personas que no se ajustan a las normas de la heterosexualidad. Las personas homosexuales (y de otras identidades de género) padecen la homofobia como marginación, acoso, desigualdad, rechazo, como una violencia, naturalizada desde la posición que defiende la “vida normal”. Precisamente porque la homofobia forma parte de una polémica viva en la actualidad, lo comento como ejemplo del pecado invisible o la dimensión invisible del pecado.
Esto se comprende mejor si hacemos la analogía con otros “pecados invisibles” como el racismo o el machismo. Es importante reconocer la “estructura invisible” o el orden que hace posible su “no visibilidad”. Así, por ejemplo, el racismo no es algo que se pueda mirar, en la medida en que forma parte de un orden y se vive inmerso en él. La gente racista no se mira a sí misma como racista (“yo no les discrimino, sólo que no les quiero en mi país y no les quiero junto a mis hijos”). Si pensamos en el ejemplo histórico del apartheid en Sudáfrica (sistema legal entre 1948 y 1993, que discriminaba a personas negras, indias o “de color”), hemos de tener presente que dicho sistema se sostenía por las creencias, prácticas y actitudes que consideraban “normal” dicho orden social. La iglesia reformada holandesa apoyó el régimen del apartheid y no fue sino hasta 1992 que reconoció el apartheid como pecado. El racismo no se veía desde adentro de la posición dominante de los blancos. Los blancos no veían nada mal en ese orden. Era lo “natural”. Incluso, se podían hacer excepciones que, como premio a servicios especiales prestados al gobierno, otorgaban a los negros el título de “blanco honorario” o cuando hubo que hacer negocios con japoneses, se les daba ese título a personas asiáticas. Todo este relato del apartheid nos permite visualizar “lo invisible” del pecado, dicho casi como un oxímoron. Costó mucho, y a muchas personas, lograr abolir el apartheid y fue necesario visibilizar aquello que no era visible. Desde la perspectiva de la fe cristiana, esto se formula así: el racismo se deriva del pecado, hay algo pecaminoso en la práctica del racismo.
Me parece que lo mismo pasa con la práctica del machismo y con la práctica de la homofobia (o la práctica del patriarcalismo y la heteronormatividad): operan como algo que penetra y atraviesa muchas ideas, gestos, decisiones, prácticas, emociones y actitudes que tienen como consecuencia la violencia sistemática contra mujeres o personas de identidad de género no heterosexual. Es la dimensión invisible del pecado, “la injusticia que aprisiona con injusticia la verdad”, el pecado que produce heridas y muerte, el pecado que rompe los vínculos y que instituye un mundo injusto, donde unos dominan y oprimen a los otros, pero es el pecado que logra instituir esa realidad como algo “natural”, incluso como algo legitimado por la religión.
Aquí es donde opera el poder de transformación del Espíritu de Jesucristo, porque abre los ojos. A partir de la experiencia de perdón sin límite del Padre de Jesús es posible una nueva mirada: el reconocimiento del pecado que está allí, en las creencias y prácticas que producen injusticia y cuyo fruto es la muerte (exclusión, rechazo, marginación). Pero no sólo se mira el pecado que era invisible, sino que se mira algo más importante: las posibilidades de un mundo nuevo, sin exclusiones, un mundo reconciliado, que en el lenguaje del Nuevo Testamento se llama Reino de Dios, nueva creación. Un sueño. El sueño de Dios, del que siempre nos habla Jesús por medio de sus parábolas y su vida. Y uno siente, entonces, que puede levantarse y trabajar por ese mundo, que puede tener nuevas fuerzas para contribuir a la transformación del mundo, conforme a la voluntad de Dios. Y no lo hacemos por nuestras solas fuerzas o ideas, sino que lo hacemos sostenidos, atravesados por el Espíritu de Jesucristo, que como dice Julia Esquivel, nos hace “Vivir muriendo / Caminar esperanzados / Y saberse resucitados”.
[Artículo publicado originalmente en Cristianismo Protestante/Imagen extraída de Pixabay]