Juan Pablo Espinosa Arce. La reflexión sobre el rol de la la mujer en el ámbito eclesial ha crecido y se ha profundizado en los últimos años gracias a que ellas mismas han ido ganando lugar en los otros ámbitos de la sociedad. Un solo caso reciente: en Chile, y durante los últimos tres meses, se han realizado marchas, tomas de Universidades y otras acciones en las cuales los movimientos feministas han sido los protagonistas. Y aquí es donde debe aparecer la pregunta desde nuestra opción creyente: ¿Qué le dice el Dios de Jesús a las actuales situaciones sociales, culturales, humanas? Podemos decir que su ascenso en la vida social, su creciente protagonismo, ha sido un verdadero “signo de los tiempos” que nos ha interpelado también como hombres y mujeres a reflexionar sobre los conceptos y actitudes adoptamos hacia las mujeres y un llamado a acercarnos a la mirada que Dios tiene sobre la humanidad.
Nuestros conceptos nos ayudan a mirar la realidad, pero también pueden volvernos ciegos a ella. En efecto, las palabras nos ayudan a designar o “señalar” distintas realidades: objetos, hechos, situaciones, etc. Necesitamos colocarle nombres a las cosas; de otro modo, no podemos conocerlas, indicarlas, mencionarlas. Pero las palabras traen consigo una carga semántica, un significado que a veces, en vez de ayudarnos a ver mejor la realidad, opacan nuestra visión. Es así como muchos conceptos utilizados para definir alguna realidad en vez de ayudarnos a ampliar nuestra comprensión, la limitan.
Desde la fe se ha intentado comprender lo que es el ser humano. Para ello se ha recurrido a nociones que permitieran articular una hermenéutica correcta de lo que es el hombre y la mujer. Se habló del hombre como “alma aprisionada”, como “animal racional”, también como un compuesto de “materia y forma”. Ninguno de estos conceptos podía dar cuenta a plenitud de lo que es el ser humano. La humanidad siempre es un más. No podemos caer en una suerte de dictadura de los conceptos o de las categorías. Las categorías deben ayudarnos a pensar la realidad pero, a la vez, deben permitirnos abrir otras formas de pensamiento. Por ello, hay un concepto que permite abrir la mirada en una dimensión holística. Esta conceptualización aún no la hemos podemos dimensionar ya que lo hemos pedido prestado a Dios, que siempre escapa a nuestras lógicas. El concepto al que nos referimos es el de persona. Y decimos que ha sido prestado porque en un principio se utilizó para designar la realidad divina. Desde ahí se ha aplicado para comprender al ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios.
Dicha connotación del imago Dei debe permitirnos, a su vez, reflexionar sobre la calidad de la vida que hombres y mujeres poseen. En términos de una de las principales teóricas del género, la filósofa estadounidense Judith Butler, es necesario pensar cuáles son nuestras “estructuras de apoyo” en lo social, lo cultural y también lo eclesial. Pensar estructuras de apoyo es una invitación a comprender cómo nuestras prácticas deben generar sistemas de cuidado, de bienestar, de felicidad e integración. Como sostiene Judith Butler (2017), “el propio futuro de mi vida depende de esta condición de apoyo, de manera que si no tengo tal sostén, entonces mi vida queda establecida como algo tenue, precario”. La vida de hombres y mujeres debe pensarse en términos de bienestar. Si no lo hacemos, estaríamos naturalizando prácticas de marginación, violencia y exclusión.
La mirada del hombre y de la mujer desde el concepto de persona va más allá de los conceptos masculino y femenino que solemos usar que están cargados de estereotipos que pueden avalar los prejuicios. De hecho, de los estereotipos presentes en la sociedad emergen prejuicios específicos hacia ciertos grupos y las conductas discriminatorias hacia éstos. Por ello, al hacer el simple ejercicio de redactar una lista con las características que atribuimos al estereotipo masculino y al femenino podemos darnos cuenta que hemos ido adjudicando ciertos atributos y negándole otros a cada uno. Esto habla de una verdadera “lógica de contrarios” donde lo masculino y femenino se distribuyen aptitudes y desde las cuales se desprenden funciones y labores específicas que determinan las actitudes que tenemos hacia el otro u otra.
La aplicación del concepto de género a las ciencias sociales desde los años 70 del siglo pasado viene a darnos una mano a la hora de mirar la realidad. En este sentido, el concepto de género puede ser entendido como una “herramienta metodológica” para comprender las relaciones entre grupos de individuos y que nos ayuda a identificar problemas de investigación e iluminar áreas de cuestionamiento que antes no habíamos visto. Gracias a los estudios de género y feministas hemos podido darnos cuenta de la relación de subordinación y de desigualdad de poder que ha habido entre hombre y mujer en la sociedad. El concepto de género nos ayuda a diagnosticar la realidad, a darnos cuenta de algo que no siempre veíamos, pero no necesariamente la transforma. Sólo una renovada mirada sobre la dignidad del hombre y la mujer puede ayudarnos a transformar la realidad que los estudios de género nos descubren.
La perspectiva de Dios sobre el hombre y la mujer mira más allá de lo que podemos ver nosotros. Uno de los errores de mirar al ser humano desde la fe ha sido verlos en retrospectiva, desde el pasado. Es verdad que el pasado puede ayudarnos a reconocer nuestro origen común, nos ayuda a saber lo que somos hoy. Pero debemos decir que el pasado arrastra también nuestras limitaciones y prejuicios propios de épocas pasadas. Hoy en día, hemos avanzado en la reflexión sobre las relaciones entre hombres y mujeres y nos damos cuenta de cosas que para otra época eran “válidas”, pero no para nosotros hoy.
¿Por qué Dios no nos dijo desde el principio toda la verdad sobre nosotros? Esto se entiende por el concepto de revelación progresiva. Dios ha ido enseñándonos de acuerdo a nuestro propio desarrollo como humanidad, de a poco. Esta es su pedagogía: mostrarnos la verdad desde nuestras posibilidades y limitaciones. Sin embargo, Jesús nos ha dado una “clase magistral” en la que nos ha otorgado todos los elementos para que podamos ver nuestra realidad desde la mirada de Dios. “Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo […]” nos dice la carta a los Hebreos (1, 1-2).
Desde Dios, la comprensión de las relaciones entre el hombre y la mujer se hace más profunda; y esto porque la perspectiva de Dios es una perspectiva de futuro, un proyecto hacia el cual caminar. Esto explicaría el que aún no podamos vivir plenamente este tipo de relaciones, pues estamos en camino hacia ellas. Es nuestro futuro. Pero además nos alienta, porque Dios nos quiere decir que el pasado no es el criterio para mirar la realidad, sino que es el proyecto que Dios tiene para nosotros, manifestado en Jesucristo. Esto nos ayudaría a entender mejor muchos ámbitos de nuestra esfera social.
La justicia, que todos anhelamos, es un proyecto de Dios para nosotros, hacia el cual debemos caminar. No se trata de ajustar lo que hacemos para volver a un estado de “justicia original”, sino que somos nosotros los que tenemos las posibilidades para construir y caminar hacia esta justicia. Como sostiene la teóloga feminista argentina Graciela Dibo (2013), las mujeres con Jesús han sido enderezadas –utilizando la imagen neotestamentaria de Lucas 13,10-17– por la justicia con la que Dios en Jesús ha actuado en ellas. En la justicia aparece la relación de la misericordia con la cual Dios actúa con hombres y mujeres. Por estas claves debe circular una renovada lectura y una nueva hermenéutica de lo que entendemos por hombres y mujeres en la lógica de Dios. En palabras de Graciela Dibo (2013) “el cuerpo femenino como texto sagrado abierto al diálogo de significados con el texto sagrado de la Biblia leído e interpretado a la luz de la fe, en interacción social e intertexualidad de género”. Desde la comprensión auténtica de la lógica de Jesús, que acoge a todos, sobre todo a los marginados por sistemas de exclusión, podremos comenzar una renovada reflexión y práctica social, eclesial y cultural sobre nuestra humanidad.
La distancia temporal no sería un impedimento, sino una posibilidad: aún podemos caminar hacia este futuro que Dios nos promete. La libertad no es algo que tenemos que recuperar, sino algo que podemos construir y que se va ampliando en la medida que profundizamos en la perspectiva de Dios. Por ello es necesario superar las dicotomías entre hombre y mujer, nacidas de los estereotipos, es posible si miramos a Jesucristo, el “Primogénito de toda la creación” (Col 1,15). Como Primogénito es el principio. Es paradójicamente como principio, el fin, la plenitud de todo. No nos asustemos porque esta mirada de Dios nos supere. Así ha sido siempre. Traigo de nuevo lo que decíamos al principio. A veces nuestros conceptos para comprender la realidad en vez de ayudarnos a ver mejor, nos ciegan más. Dios mira más lejos que nosotros, y viene a hablarnos desde la plenitud para que nuestro presente lo encaminemos a este futuro prometido. Y seguir profundizando significará incluso cambiar a veces estructuras sociales y hasta eclesiales sujetas a estereotipos que miran al hombre y a la mujer desde el pasado y no desde el futuro de Dios.
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