Javier Vitoria. El día 3 de mayo de 2018 a las 14 horas ETA dejó de existir. Pero deja tras de sí cincuenta años de barbarie y terror. El balance más contundente de su sangrienta historia son las 855 vidas arrebatadas, desde aquel fatídico 7 de junio de 1968 en el que cometió su primer asesinato: el guardia civil José Antonio Pardines Arcay. ETA ha sido la encarnación vasca de una de esas identidades culturales fuertes, que Amin Maalouf ha calificado de «asesinas».
Todas las expresiones de la barbarie etarra son los efectos mortíferos de su idolatría de la patria vasca. Hace más de treinta años, los obispos de las iglesias del País Vasco nos alertaron sobre el grave riesgo de convertir la patria en ídolo:
«La patria y el pueblo son también nobles realidades que pueden ser exaltadas (y degradadas al mismo tiempo) a la categoría de ídolos. El sentimiento patriótico moviliza muchas energías que pueden ponerse al servicio de la construcción o de la destrucción. Pero cuando la patria o el pueblo se convierten en un ídolo, despiertan tarde o temprano las energías destructivas.
Coexisten entre nosotros idolatrías patrióticas de signo vasco y de signo español. Muchos discursos patrióticos podrían pasar perfectamente por discursos religiosos si el nombre de la patria concreta que se evoca fuera sustituido por el nombre de Dios. El patriotismo exacerbado conduce a sobreestimar los valores propios, subestimar los ajenos y a crear entre los miembros de un mismo pueblo castas de ciudadanos. En suma, la patria es un ídolo cuando es amada con fervor religioso y este amor excluye o dificulta el amor a todos los pueblos que constituyen la familia de Dios».
Hace dieciséis años Izaskun Sáez de la Fuente publicó un riguroso estudio en el que verificaba empíricamente la observación episcopal acerca de la idolatría patriótica de signo vasco. El título del trabajo es suficientemente elocuente: «El Movimiento de Liberación Nacional Vasco, una religión de sustitución». Todavía hoy, a pesar de la desaparición de ETA, en el País Vasco hemos de enfrentarnos con el «dios Patria» y recordar a sus víctimas, si queremos recorrer los costosos caminos de la paz y la reconciliación.
No quiero ignorar la idolatría patriótica de signo español, a la que también aludían los obispos vascos. Entre nosotros también existen síntomas de sacralización del consenso constitucionalista y estatutario, que dificultan el entendimiento fraterno entre los diferentes pueblos de España. Sin embargo, ambas sacralizaciones no son equiparables ni por su entidad, ni por sus estrategias ni por sus efectos mortíferos.
Y añadiré una reflexión más sobre las proclividades idolátricas que también encierra la versión habermasiana del «patriotismo constitucional», que tan de moda se puso en España hace unos pocos años. Los aires restrictivos que recorren Europa en relación con los emigrantes y los refugiados llevan a pensar que nos encontramos ante las perversiones de este patriotismo de «identidades frías». El dios de «la fortaleza» (cf. Dn 11, 37-38), con sus estrategias de defensa y seguridad, su poder intimidatorio y sus liturgias de exaltación y devoción ha sido entronizado en la Europa laica, democrática y rica. Sus «sacerdotes» -políticos y mercaderes- sirven a los intereses sagrados de un estilo de vida vicario, en el que los ciudadanos de la Unión Europea, juntamente con los de otras sociedades ricas, ejercen la función de representar al resto de la humanidad en el disfrute de los bienes materiales de la tierra, mientras se muestran indiferentes ante el lento holocausto de la pobreza y la miseria, que la mayor parte de sus habitantes padecen. Los Derechos Humanos son solamente los derechos de los ciudadanos de «la patria constitucional» europea. El derecho a la fraternidad se conculca frecuentemente en nombre de este ídolo.
En todos los casos la «fratría» queda malherida por la lógica cainita de los «patriotismos». Desde hace años estoy convencido de que hemos de revisar nuestros deberes con «patria» y sustituirlos por los de la «fratría». Al menos así debiera ser entre los cristianos. Para nosotros, realidades e instituciones tan “sagradas” como la propiedad privada, la familia y la patria están subordinadas a los intereses de esa Fratría Grande, formada por hombres y mujeres de toda condición y de diversas identidades culturales y religiosas, que tiene a Dios como Padre, a Jesús de Nazaret como Primogénito y al Espíritu como Fraternizador. Solo Dios puede ser nuestra Patria y Hogar.
Una confesión personal para terminar. Mi sentimiento patriótico es más bien débil. Amo a mi «patria» chica. En algunos de sus lugares geográficos, no en todos, he encontrado el calor de las relaciones familiares y amistosas que me han permitido vivir; y la lumbre de los paisajes y las calles por donde transité, acompañado por historias y personas que hicieron vivible mi vida. Pero hay espacios más allá de las fronteras de mi tierra vasca, donde vivo la misma experiencia del calor y la lumbre, que me permite seguir viviendo mi aventura humana. No forman parte de mi patria, pero sí de mi «fratría» chica. ¿Patria o fratría? Mis afectos decantan mi respuesta.
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