Kiko Lorenzo. Si yo fuera «el poder» y no tuviera escrúpulos -pero sí intereses bien definidos- desplegaría toda mi violencia contra los que cuestionan mi legitimidad o mi falta de ética. Incluso contra cualquiera capaz de evidenciar mis abusos o, simplemente, con quien actúa de forma distinta a como espero que se haga.
Primero, pondría en duda la validez de todos los argumentos que no fueran los míos. De forma sosegada en un principio, desacreditaría lo evidente y tildaría de demagógica cualquier apelación a los valores. Tacharía de ingenua toda expresión alternativa o incluso acusaría de vándalos a quienes se atrevieran a pensar distinto.
Más tarde, apelaría al miedo. Me encargaría de buscar ejemplos claros de que cualquier expresión de comunidad es en el fondo la anulación del individuo. Sembraría el pánico a la diferencia. Demostraría las barbaridades de las que «cualquiera somos capaces», encubriendo así lo que yo mismo podría llegar a hacer.
Exigiría el desánimo como religión, como imaginario compartido. Celebraría cada fracaso como si de un acto sagrado se tratara.
Y camparía a mis anchas demostrando, con cada uno de mis actos, que todo miedo es poco, que todo fracaso era esperable y que cualquier atisbo de esperanza no era más que autoengaño o una falsa superioridad moral.
Y si nada de esto sirviera, pasaría al ataque. Al más terrible y mediocre de los ataques, al más repugnante posible. Y tildaría de culpables a quienes en realidad son víctimas de mi existencia.
Pero si hay alguien contra quien mostraría que mi capacidad de ejercer violencia es infinita, es contra quienes osan alzar la voz en defensa de las víctimas. Pues para mí, en la guerra, todo vale; y la guerra es parte de mi negocio.
Incluso, llegaría a acusar de tráfico ilegal a quienes osan defender a aquellas personas que se juegan la vida en el Mediterráneo. Y haría todo lo posible para que se las juzgara con «todas las garantías legales»… pues aunque carezca de ética, apelo constantemente al orden.
Y sin duda alguna, me agarraría a casos del pasado en los que personas concretas actúan de manera despreciable para desacreditar a organizaciones completas. Y para desprestigiar cada una de sus acciones y a cada uno de sus miembros. Esto lo haría en nombre de la verdad y de la transparencia.
Extendería así la sombra de la sospecha sobre cualquiera que no digiera con naturalidad mis preceptos y mostraría satisfecho una sonrisa complacida pues vería cómo ejércitos enteros a mi servicio, despedazarían con sus editoriales cualquier síntoma de esperanza.
Y en ese momento me sentiría inexpugnable. Me sabría «todopoderoso», sin fisuras.
Puede que entonces, regodeándome en mi impunidad, cometiera el error de sentir que al fin todo estaba conseguido.
Porque quizá en ese preciso momento habría olvidado que siempre… SIEMPRE habrá personas imprescindibles, dispuestas incluso a pagar un precio elevado por ser lo mejor que podemos llegar a ser.
«El mayor espectáculo es un ser humano esforzado luchando contra la adversidad; pero hay otro aún más grande: ver a otro ser humano lanzarse en su ayuda». Oliver Goldsmith.
Imagen extraída de: Pixabay