Manfred NolteConcluía una columna anterior con la gratificante constatación de que las nuevas generaciones –como media- disfrutan de más altas cotas de bienestar que las generaciones más longevas, especialmente en comparación con los ‘baby boomers’, el colectivo de personas que nacieron al término de la Segunda Guerra Mundial, entre los años 1946 y 1964.

Un cercano lector se suma a esta conclusión pero se cuestiona si siendo esto así, las generaciones actuales son más felices que las de sus mayores. Es difícil, si no imposible, confirmar o negar la validez de esta hipótesis como trataremos de probar. Más aun, si estudiamos el nexo entre bienestar y felicidad desde un punto de vista económico, sin invadir ámbitos de disciplinas como la psicología, las ciencias de la salud, la religión , la sociología, la antropología u otras más, que ofrecen sus propias nociones de felicidad. El budismo, por ejemplo, sitúa el origen de la felicidad en un estado de la mente y en alcanzar la sabiduría. Una mente bien entrenada consigue la riqueza espiritual, equivalente a la felicidad con un coste bajo o nulo. Pero esto es traspasar el perímetro económico convenido.

El cometido de indagar si felicidad y prosperidad son aproximadamente la misma cosa, y consecuentemente, si una mayor prosperidad aporta mayor felicidad, abre de lleno –aunque no se identifique enteramente con él- otro interrogante de análogo significado para nuestras vidas: ¿puede el dinero comprar la felicidad? Al hablar de dinero, nos referimos en sentido amplio al patrimonio, incluso al patrimonio público social. De aquello y de esto van las líneas siguientes.

En términos estrictamente económicos un concepto asimilable al de felicidad ha sido el de utilidad. El utilitarismo es una escuela de pensamiento del siglo XVIII representada por Jeremy Bentham y John Stuart Mill según la cual las acciones humanas son buenas, eficaces, valiosas y justas en tanto que son útiles, entendiendo la utilidad como bienestar y, en consecuencia, único criterio de felicidad. Acciones, bienes y servicios útiles conducen al ideal del bienestar social a través de condiciones de vida dignas para todos los ciudadanos.

Posteriormente, los marginalistas, desarrollaron a mediados del XIX una nueva hipótesis en el ámbito de las preferencias del consumidor . La utilidad proporcionada por un bien crece menos que proporcionalmente con su uso, hasta llegar a un punto en que unidades sucesivas de ese bien producen utilidades negativas. Pero sobre todo, y este es un mensaje crítico, la utilidad no es comparable entre sujetos, lo que impide el progreso de un análisis cardinal. El valor es, para los marginalistas, subjetivo.

Partiendo del axioma de que no cabe gestionar aquello que no se puede medir, en plena crisis de 1929, con el colapso de la economía americana, el economista Simon Kuznets introdujo una herramienta simplificada para evaluar la reconstrucción del desastre de Wall Street y la recuperación del bienestar: el valor final de los bienes y servicios producidos en un año, en otros términos, el PIB. Debido a su sencillez, y a pesar de las advertencias de su creador, el PIB ha sido generalmente utilizado por la inmensa mayoría de los regidores políticos para determinar la trayectoria del bienestar en sus respectivos países. De tal modo que PIB, renta, dinero y bienestar, aunque conservan su autonomía didáctica tienden a solaparse en su influencia sobre la felicidad del individuo y de la sociedad, hasta el día de hoy. La evolución del índice, que reflejó durante décadas una elevación decisiva de la riqueza y de los niveles de vida mundiales, demostraba que el dinero era capaz de comprar la felicidad (Sarracino, 2013). Cuanto mas rica es una sociedad –en términos absolutos- mas recursos puede asignar a todo tipo de bienes constitutivos de aquello que se llama ‘nivel de vida’. La utilidad quedó así orillada.

El salto siguiente residía en hallar un metodología que evaluase la felicidad individual como tal, algo que hasta el momento quedaba fuera de alcance de la economía. La nueva herramienta de investigación tuvo que apoyarse en un sistema de encuestas. La felicidad humana se entendería y mediría escuchando lo que dicen las personas. A los efectos de la investigación empírica, las encuestas siguen diferentes técnicas, que varían desde una simple pregunta ‘en general ¿cómo de feliz se siente con su vida?’ a otras múltiples, acompañadas en su caso de escalas de autosatisfacción (del 0 al 10). Tabuladas las respuestas pueden determinarse áreas de bienestar subjetivo para personas en circunstancias comparables.

De los resultados de las encuestas se han ido infiriendo con el tiempo elementos generales y correlacionados en relación al termino felicidad, dando lugar a la aparición de índices sectoriales o nacionales de bienestar o felicidad, auspiciados cada vez con mayor empaque por organizaciones civiles y públicas multilaterales. Estos estudios pretenden medir de forma promediada y agregada la felicidad de los distintos países.

Un estudio alternativo al PIB comisionado en su día por el Presidente Sarkozy y dirigido por los economistas Amartya Sen, Joseph Stiglitz, y Jean-Paul Fitoussi, produjo una gran sensación. La Unión europea produce un estudio titulado  ‘European Quality of Life Survey’. La OCDE presenta anualmente desde 2.007 su  ‘Índice de calidad de vida’  (‘Better Life Index’). El Instituto ‘Legatum’ publica un ‘Índice de prosperidad global’ (Global Prosperity Index’), una sofisticada interpretación de indicadores económicos y no económicos. Destacan igualmente  el ‘Índice de desarrollo humano de Naciones Unidas’ (‘The United Nations’ Human Development Index’) y la reivindicación del Reino de Bhutan de su concepto de ‘Felicidad nacional bruta’ (GNH—‘gross national happiness’). Y finalmente el informe de felicidad global “World Happiness Report,” de Naciones unidas que declara a los países escandinavos como los países mas felices del planeta, mientras que sitúa en África a los más desventurados.

Los factores generalmente aceptados que contribuyen a mayores cotas de felicidad en todos estos estudios incluyen, con algunas diferencias, variables tales como los niveles de educación, la esperanza de vida, el acceso a los servicios de salud y de protección social, la libertad política, la fe en las instituciones publicas y ausencia de corrupción, los espacios de ocio, la calidad del trabajo, los niveles de PIB, la generosidad ciudadana y el grado de polución medioambiental.

Volviendo al ámbito del bienestar subjetivo, la Academia ha aceptado un determinado número de conclusiones, si bien con la cautela derivada de la imposibilidad fáctica de medir la felicidade, agregarla y mucho menos compararla.

La evidencia empírica más general(Sacks y otros, 2.010) es que a mayores rentas corresponde como regla una mayor felicidad, aunque no de forma proporcional. La llamada ‘paradoja de Easterlin’ (Easterlin, 1.995, Clark y otros, 2008; Di Tella & MacCulloch, 2008) se refiere a la observación de que el progreso económico de un país conduce su felicidad hasta un punto de máximo en el que inflexiona o se vuelve estacionaria, a pesar de que pueda seguir progresando. Un ejemplo notable usado por Easterlin es el de Estados Unidos entre 1.973 y 2.004, en el que a pesar de doblarse el PIB las calificaciones de felicidad permanecieron fijas.

La correlación positiva entre prosperidad y felicidad es particularmente obvia para la rentas bajas y muy bajas. Al menesteroso que malvive con su salario mínimo o inferior, una súbita mejora salarial o patrimonial le procura como efecto impacto una apreciable elevación de su nivel de felicidad. Lo mismo cabe aplicarse a pueblos y naciones enteras. De ahí que la reducción o erradicación de la pobreza en el mundo agregue la evidencia del argumento empírico a la bondad de un deseable objetivo de política social.

Kushlev, Dunn & Lucas (2015) han evaluado la relación del dinero con el estado de ánimo. Concluyen que los individuos con rentas más altas experimentan menos incertidumbre y desasosiego diarios, aunque no aumenten su nivel de bienestar.

Settle (2014), Does Money Truly Buy Happiness? A Study of 56 Countries’ Levels of Happiness and the Contributing Factors’, se centra el los factores que contribuyen a la felicidad en 56 países. Los resultados reflejan una correlación significativa entre dinero y felicidad, al tiempo que otros factores como la salud o la religiosidad juegan un papel imprescindible en su definición.

La ‘teoría de la autorrealización’ gradúa las necesidades humanas según la pirámide de Maslow. El rango cubre desde las necesidades fisiológicas y de supervivencia hasta el sentimiento de amor y pertenencia culminando con el de autorrealización (Maslow, 1970). La relación entre dinero y felicidad es muy directa en los niveles inferiores de la pirámide pero decrece a medida que se asciende de nivel.

La teoría ‘comparativa social’ argumenta que la satisfacción vital depende de cómo se comparan los individuos en su entorno social. En otras palabras, la renta relativa es mas importante que la renta absoluta.

La ‘teoría de la adaptación’ se basa en la idea de la adaptación hedonística, que sugiere que aunque el individuo reaccione positivamente a mejoras en sus condiciones de vida, rápidamente banaliza la conquista logada, con lo que la correlación dinero-felicidad puede ser mas valida en el corto que en el medio o largo plazo. Un ejemplo ilustrativo de la teoría se refiere a los ganadores de la lotería que retornan a su nivel de felicidad inicial una vez pasada la euforia del premio (Brickman y otros, 1978).

Un factor adicional cabe hallarse en las diferencias genéticas de los ciudadanos. Diversos estudios llevados a cabo (Lykken & Tellegen, 1996; Weiss y otros. 2008) sostienen la idea de que la genética puede jugar un papel relevante en el nivel subjetivo de bienestar y felicidad.

Una importante línea de investigación se ha dirigido a afrontar la cuestión de si el ‘modo’ en que gastamos nuestro dinero es un factor que influye sobre el nivel de felicidad experimentado. Un gasto ‘social’ o altruista, gastando en ‘los demás’ ha evidenciado (Dunn y otros,2008) impactos mas positivos en el bienestar que el gasto egocéntrico.

En resumen: ¿se corresponde una mayor felicidad con mayores niveles de renta y de bienestar económico? La respuesta es incierta en tanto no aparezcan nuevas máquinas en el mercado que nos permitan medir la felicidad individual, sumarla y compararla. Como Immanuel Kant, en otro orden de cosas, tendremos que dar un salto de lo esencial y ontológico a lo moral y práctico. Dado que es difícil, si no imposible, medir y comparar la felicidad, la política económica deberá remitirse a patrones conquistados o reivindicados con el paso de las generaciones y la modernización y equilibrio de las sociedades. Lo que llamamos Estado del Bienestar puede ser una aproximación políticamente válida de la felicidad estándar atribuible a la ciudadanía.

felicidad

Imagen extraída de: Pixabay

T'AGRADA EL QUE HAS LLEGIT?
Per continuar fent possible la nostra tasca de reflexió, necessitem el teu suport.
Amb només 1,5 € al mes fas possible aquest espai.

Groc esperança
Anuari 2023

Després de la molt bona rebuda de l'any anterior, torna l'anuari de Cristianisme i Justícia.

Manfred Nolte
Doctor en Ciències Econòmiques. Professor d'Economia de la Universitat de Deusto. Membre del Consell de Govern de la mateixa Universitat. Autor de nombrosos articles i llibres sobre temes econòmics preferentment relacionats amb la promoció del desenvolupament. Conferenciant, columnista i blocaire. Defensor del lliure mercat, malgrat les seves mancances i imperfeccions.
Article anteriorTernura y dinero
Article següentUna Església necessitada de profundes reformes

DEIXA UN COMENTARI

Introdueix el teu comentari.
Please enter your name here