Manfred NolteEn una reciente entrevista en la conocida web tecnológica ‘Quartz’, Bill Gates, uno de los innovadores punteros de los últimos 40 años ha formulado una propuesta sorprendente. El fundador de Microsoft propone que aquellos robots que reemplacen a trabajadores, paguen unos impuestos iguales a los que pagaba el trabajador reemplazado. Según el magnate de la informática, “ahora mismo, un trabajador que realiza un trabajo en una fábrica e ingresa 50.000 dólares al año, paga unos determinados impuestos sobre esos ingresos. Si un robot viene a hacer la misma labor, se podría pensar en gravar al robot con un importe de impuestos equivalente”. El propietario de la mayor fortuna del planeta sostiene que estos impuestos, que serían costeados por los propietarios o los fabricantes de robots, se utilizarían para ayudar a financiar el reciclaje de la fuerza laboral sustituida. Una vez formados, los operarios sustituidos serían asignados a servicios sociales de primera necesidad, tales como la sanidad, la atención a personas impedidas, la educación u otros campos de demanda creciente poco abastecida y donde el trabajo y el calor humano asistencial o pedagógico serán insustituibles.

Gates agrega que esta iniciativa contribuiría igualmente a “frenar la velocidad del tránsito a la automatización” dando tiempo a gestionar una pauta ordenada del cambio. La propuesta de ‘un impuesto a la eficiencia’ puede sonar a anatema para la sabiduría económica convencional. La ortodoxia sostiene que desde la primera revolución industrial que sustituyó  a miles de trabajadores por maquinaria innovadora, no hizo sino reasignar los puestos de trabajo y crear oportunidades en sectores y puestos más productivos, aportando un mayor crecimiento a la economía y en consecuencia aumentando los puestos y oportunidades de trabajo. La razón es que la automatización baja los precios y beneficia a todos.

Pero el presidente de la Macro-Fundación Melinda-Bill Gates es un heterodoxo y anticipa el desencanto de la población trabajadora que interpreta el advenimiento de la Inteligencia Artificial (IA) en general y de los robots en particular como una “pérdida social neta”. Gates reclama una intervención estatal drástica para ordenar los impactos de la automatización, en contraposición a los defensores del libre mercado.

Gates vaticina que el impacto de la robótica y de la IA en las próximas décadas será exponencial y que las solas fuerzas del mercado serán incapaces de atemperar ordenadamente la velocidad de la transición. Además, el propietario de una de las mayores fortunas del planeta, advierte de la revolución social que puede alzarse ante el advenimiento radical de la automatización. El miedo no es a que todos los trabajadores se vuelvan obsoletos sino a que la automatización aumente la desigualdad entre personas. Empresarios y trabajadores de talento, personas que darán las ordenes a las máquinas, se enriquecerán mientras que los trabajadores de habilidades reducidas deberán trabajar por sueldos miserables o acogerse a las prestaciones sociales.

En opinión de Gates, la fiscalidad aplicada a las máquinas ralentizará el tiempo de la transición y siempre será mejor que un radical y tal vez violento veto social.

El filántropo yanqui no ha sido el primero en abrir la caja de los truenos robóticos. El año pasado la europarlamentaria luxemburguesa Mady Delvaux, ya propuso que los ‘trabajadores robots’ de Europa fueran clasificados como ‘personas electrónicas’. En diciembre pasado, el secretario general de UGT, Pepe Álvarez, ya propuso en el Congreso un impuesto a los robots para financiar las pensiones. También Beroit Haman, candidato a liderar el partido socialista francés, se sumó el pasado enero a idéntica iniciativa. Desde el Foro Económico Mundial, su presidente Klaus Schwab ha acariciado la idea bajo el vasto epígrafe de la ‘cuarta revolución industrial’ que se acerca como un tsunami silencioso con la irrupción de las nuevos saltos cuánticos como la inteligencia artificial, la robótica, la nanotecnología, el internet de las cosas, los ‘big data’, los vehículos autónomos, las cadenas de bloques, las impresoras 3D, la genética y la biotecnología y un largo etcétera adicional.

Como describe el Foro de Davos, la cuarta revolución industrial va a transformar los mercados de trabajo en los próximos cinco años, de tal manera que hasta 7,1 millones de empleos en las 15 principales economías desarrolladas y emergentes podrían perderse a causa de los despidos provocados por la automatización. Se prevé que las pérdidas citadas queden parcialmente compensadas con la creación de 2,1 millones de nuevos puestos de trabajo, principalmente en los nuevos campos de aplicación para las llamadas disciplinas ‘STEM’, como la informática de nueva generación, la investigación matemática, la arquitectura, la ingeniería y la tecnología de la información, la comunicación y el entretenimiento. A su vez, la OCDE calcula que el 9% de las profesiones desaparecerán en los próximos años a consecuencia de la robotización. Solo en España, y según este mismo organismo, los robots permitirán sustituir un 12% de los empleados españoles en los próximos años.

Pero volviendo a las máquinas: ¿es razonable y conducente gravar un número indeterminado de procesos de automatización, tengan o no una apariencia de robot? La medida en todo caso rompería la cadena de los precedentes. Como ha señalado Enrique Dans, experto del IE Business School, tanto en la revolución industrial, en la que el desarrollo de todo tipo de máquinas y procesos de automatización de la producción dejaron sin trabajo a gran número de obreros, como a lo largo de las décadas transcurridas desde entonces, la adopción de tecnologías productivas nunca ha sido objeto de una tasación específica, más allá del hecho lógico de que una mayor productividad y mayores beneficios acarrean un pago de impuestos más elevado. ¿Habría que desempolvar la moviola, retroceder 50 años en el tiempo y empezar a cobrar impuestos al empresario que alquila o vende una cosechadora autopropulsada que elimina cientos de trabajos agrícolas? Lo cierto es que la sustitución de personas por máquinas lleva décadas ocurriendo y nunca se pidió gravarlas, tal vez porque las máquinas del pasado no tenían los rasgos humanoides  de los robots inteligentes actuales y resultaban en consecuencia menos amenazantes. El problema de la propuesta básica de Bill Gates radica en la dificultad de diferenciar entre las nuevas tecnologías que complementen a los humanos  y aquellas otras que los suplanten.

Lo cual nos sitúa ante una primera y enojosa tarea: la de dilucidar qué es un robot, o si se quiere, qué alcance tiene la tributación de los procesos técnicos de automatización. Por eso el Parlamento europeo ya ha planteado el inicio de una legislación comunitaria para regular el auge de la robótica incluyendo el marco ético de su desarrollo y su alcance instrumental. Decisión, sin duda, oportuna y necesaria.

A continuación procede debatir el efecto que una tasa a los robots tendría sobre la competitividad y el empleo en general. La Federación Internacional de Robótica (FIR) se aventura a predecir que el impacto será muy negativo.  Según esta Federación, la automatización y el uso de robots crea nuevos puestos de trabajo al incrementar la productividad, y alude a la correlación entre densidad robótica y nivel de empleo en las naciones industriales avanzadas como es el caso de Alemania. La fabricación global de robots industriales creció un 15% en 2.015 según FIR, alcanzando un valor total de 46.000 millones de dólares. La demanda de estos seres tecnológicos para usos médicos, domésticos o personales crece vigorosamente. Una sanidad que no incorpore robots se hará aún más cara y finalmente insostenible.

La fiscalidad tropezaría ante el supuesto de que el robot incrementara o disminuyera la productividad comparativa con su sustituido humano, en cuyo caso ¿los impuestos deberían subirse o bajarse alternativamente? ¿No basta que los mayores impuestos finalistas pagado por una sociedad ya incluyan el mayor ingreso derivado de una eficiencia mayor? “¿Debemos ahora castigar con mayores impuestos a aquellos  que invierten para mejorar la cadena de producción, hacerla más eficiente o de más calidad?” Así el mayor argumento contra el gravamen a los robots sería su efecto negativo sobre la innovación. Y la tasa a los robots del Sr. Gates se traduciría en proteccionismo contra el progreso.

Agreguen a todo esto el problema que surgiría si los países del planeta no adoptaran normativas unificadas sobre la fiscalidad de las maquinas y se produjeran traslados masivos de empresas hacia aquellas jurisdicciones que no gravasen la robotización.

No todo es susceptibilidad en torno a las futuras máquinas humanas. La demografía juega a su favor. Japón ha experimentado un descenso continuo en su población desde 2010. Dado que las previsiones arrojan un declive del veinte por ciento de la población activa en los próximos 50 años, los incentivos para invertir en tecnologías de la automatización son muy altas.

Por concluir, los temores que expresan una larga lista de críticos encabezados ahora por Bill Gates, son correctos: todos debemos estar preocupados. Pero la solución es incierta y discutible. Una línea de defensa indiscutible es la educación, el reciclaje y la formación continua. En ella deben trabajar codo con codo gobiernos, empresas y sindicatos. No para asegurar empleos duraderos, empleos para toda la vida, sino para atisbar donde se hallan los puestos del trabajo del futuro y capacitarse para ellos.

Como puede adivinarse, el debate está servido y la solución no aparenta ser sencilla.

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Imagen extraída de: Pixabay

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