José Eizaguirre. “Todos deseamos un crecimiento económico sostenido”. La frase, alteza, es de su discurso en la última Nochebuena. Y continúa: “Un crecimiento que permita seguir creando empleo −y empleo digno−, que fortalezca los servicios públicos esenciales, como la sanidad y la educación, y que permita reducir las desigualdades, acentuadas por la dureza de la crisis económica”.
Así expresado es difícil no estar de acuerdo. Pero, bien pensado, hay algo que suena contradictorio. Algo incluso que suena a trampa. ¿De qué se trata? Es algo que tiene que ver con el modelo económico en el que vivimos y con cuyos principios los medios de comunicación nos bombardean.
No todos deseamos un crecimiento económico sostenido, alteza. Algunas personas hemos descubierto que nuestro nivel de riqueza material ya es suficiente. Queremos seguir creciendo, sí, en otras dimensiones de la vida: en riqueza de relaciones personales, en conocimientos y cultura, en sensibilidad y profundidad espiritual, en sabiduría de vida. ¡En todo eso no hay límites al crecimiento! Pero en lo económico, alteza, en lo material, llega un momento no solo que no es deseable más crecimiento sino que resulta perjudicial. “Señor, no me des ni riqueza ni pobreza; dame lo necesario para vivir”, rezaba hace muchos siglos un piadoso israelita (Prov 30, 8). Y últimamente el papa Francisco nos recuerda que “la sobriedad que se vive con libertad y conciencia es liberadora. No es menos vida, no es una baja intensidad sino todo lo contrario” (Laudato Si, 223).
Cada vez somos más las personas que comprobamos que menos es más, que se puede vivir mejor con menos, que es posible consumir menos y vivir mejor, incluso que es necesario salir de la sociedad de consumo. Personas que compartimos las propuestas de autores reconocidos que se postulan en defensa del decrecimiento o que hablan incluso de prosperidad sin crecimiento.
Por otra parte, “sabemos que es insostenible el comportamiento de aquellos que consumen y destruyen más y más, mientras otros todavía no pueden vivir de acuerdo con su dignidad humana. Por eso ha llegado la hora de aceptar cierto decrecimiento en algunas partes del mundo aportando recursos para que se pueda crecer sanamente en otras partes” (Laudato Si, 193). El papa Francisco nos recuerda que, ante todo, es prioritario el crecimiento económico de quienes no tienen ni lo necesario para el sustento diario. Y que para ello es necesario poner freno a quienes consumen más y más de forma insostenible. Algo que se consigue, entre otros medios, desde la política. En estos días en que tiene, alteza, la gran responsabilidad de consensuar “el diálogo, la concertación y el compromiso” −son palabras suyas− con vistas a la gobernabilidad del país, tiene una magnífica oportunidad de contribuir a concertar un compromiso que tenga en cuenta a quienes esperan de nosotros “cierto decrecimiento aportando recursos para que se pueda crecer sanamente en otras partes”.
Pero volviendo a su frase, alteza, hay que reconocer que es impecable y que a la vez encierra una trampa, por lo que viene a continuación de ella. ¿Cómo no estar de acuerdo en la necesidad de crear empleo −y empleo digno−, en fortalecer los servicios públicos esenciales como la sanidad y la educación, y en reducir las desigualdades acentuadas por la dureza de la crisis económica? ¡Todo eso es necesario y urgente! La ambigüedad de ese “crecimiento económico sostenido” queda apagada en medio del clamor generalizado por empleos dignos, servicios públicos de calidad y políticas de reducción de las desigualdades.
¿Dónde está la trampa? En la relación −me atrevo a decir “copulativa”− entre la primera parte y la segunda, como si esta −la justicia social− fuera una consecuencia directa de aquella −el crecimiento económico−. Es la conocida teoría de que para favorecer a los pobres hay que empezar por favorecer a los ricos, para que, de este modo, algo de esa riqueza se filtre hacia abajo. “En este contexto, algunos todavía defienden las teorías del «derrame», que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando” (Evangeli Gaudium, 54), nos recuerda de nuevo Francisco.
No todos deseamos un crecimiento económico sostenido, alteza, del mismo modo que es evidente que no todos desean empleos dignos para todos, ni servicios públicos de calidad, ni reducir las desigualdades.
Unos días antes de las pasadas elecciones generales, en un artículo publicado por una conocida revista que especulaba sobre a quién votarían los miembros de las familias reales, se sugería, alteza, su voto para “un partido pequeño, de corte cristiano y social” (un partido que después no lograría representación parlamentaria). Si la autora del artículo acertó en su pronóstico, he de decirle que me alegra coincidir en las mismas opciones políticas. En ese caso, no dudo, alteza, en su buen hacer para contribuir a concertar ese compromiso que los excluidos siguen esperando.
Imagen extraída de: El País