Estoy en Pamplona mientras escribo este texto. Es mediodía y he perdido la cuenta de cuántas veces han repicado las campanas desde que me levanté. Nunca he sabido distinguir si tocan a misa, a ángelus, a alzada, a fuego o a muerto, como decía mi abuela Sole. Pero acabo de leer en el periódico que un hombre ha asesinado a su mujer en Sevilla y de repente me he preguntado, como Hemingway -al que tanto le gustaba esta ciudad-, ¿por quién doblan las campanas? ¿Acaso tañen por todas y cada una de las muertas víctimas de feminicidio? Por desgracia, aunque la violencia machista en este país clama al cielo, me temo que no. La Iglesia institucional calla. Este año toca ecología, economía y refugiados –que está muy bien, no digo yo que no–. “Las injusticias que afectan a las mujeres para el próximo milenio, oiga, que no damos abasto”, pensarán muchos para sus adentros. Pero resulta que cada año en el mundo 66.000 mujeres son asesinadas por razón de género; que más del 50% de los homicidios de mujeres en el mundo son feminicidios; y que solamente en lo que va de año en España nos faltan 93[1], 48 de ellas asesinadas a manos de sus parejas o ex parejas (1.296 en 17 años).

Y el silencio, señores y señoras, también nos hace cómplices, más aún como creyentes. “Creí, por eso hablé” (2 Corintios 4,13). Así está escrito en esas Sagradas Escrituras que tan a menudo se enarbolan sin crítica y sin contexto y que tan a menudo se obvian cuando no convienen… ¿En qué nos convierte pues callar ante la discriminación de la mitad de la humanidad –en la que me incluyo–? ¿Acaso la mística de ojos abiertos que tanto pregonamos frente a ciertas injusticias puede tener excepciones cuando se trata de las mujeres? ¿Cómo cerrar los ojos y enmudecer ante la violencia sexual, la feminización de la pobreza, la infrarrepresentación de las mujeres en los puestos de decisión y de poder o la brecha salarial de género? ¿Cómo obviar la invisibilización de las mujeres en los libros de historia, la cosificación de los cuerpos femeninos en los medios de comunicación, la doble jornada o la falta de acceso a la educación de las niñas? ¿Cómo ignorar el feminicidio como fenómeno global, el acoso callejero, la vulneración de los derechos sexuales y reproductivos, la ablación, la precariedad y la discriminación laboral? ¿Cómo desoír los gritos ensordecedores de tantas y tantas violencias?

Hace tiempo, un alumno de una escuela de la Compañía de Jesús, me preguntó lo siguiente: ¿Cómo puedes ser creyente y feminista? Yo le contesté que con mucho conflicto. Pero cuando me asaltan las dudas siempre pienso en aquello que tanto gritamos durante el 15M: “No nos representan”. Y a mí no me representa el arzobispo de Granada ni el de Donostia ni el de Alcalá de Henares ni esos que se abrazan a la inmovilidad de la moral y que nos quieren “casadas y sumisas” mientras llevan zapatos de Prada o llegan en coches deportivos al Vaticano.

No soy teóloga. Si discierno sobre mis creencias, me topo con multitud de “afectos desordenados”, pero ¿quién no los tiene? Aun así, creo, y lo hago más allá de ascensiones y sepulcros vacíos (incluso a riesgo de ser acusada de herejía). Porque aunque todo eso desapareciera, es probable que mi fe no se tambaleara un ápice. Porque creo en aquel Jesús “del madero”, en el carpintero que revolucionó el status quo y que echó a los mercaderes del templo; creo en el Jesús histórico, en el hombre que encarnó fe y lucha por la justicia hasta las últimas consecuencias; creo en el compañero, amigo, maestro…, en el que hablaba con las mujeres y se rodeó de ellas, tratándolas con dignidad y como iguales (Jn 4, 27). Creo en el “profetismo insumiso” del que habla Rafael Díaz-Salazar, y creo en Dorothy Day, en Simone Weil, en Ignacio Ellacuría, en el Padre Solalinde; en el trabajo de mis compañeros y amigos jesuitas y en el de l@s compas de la HOAC y de la JOC; en las religiosas de todos los tiempos (desde Teresa de Jesús a Carol Gilberth, Jackie Hudson o Ardeth Platte) que subvierten el orden patriarcal de esta institución respaldando proyectos como Territorio Doméstico, Proyecto Esperanza o Católicas por el derecho a decidir. Creo en esas mujeres y hombres que se dejaron y se dejan el pellejo por esa “idea buena” que nos instiga a construir otro mundo posible, más justo, igualitario, diverso… también para nosotras. Y visto así, ahora le contestaría a aquel alumno parafraseando ese maravilloso poema de Pere Casaldàliga que tanto me gusta: “Tengo fe de guerrillera y amor de revolución y entre Evangelio y canción sufro y digo lo que quiero”.

Y hoy desde esa fe me sublevo ante tanta campanada inútil, ante este ruido vacío que repiquetea en mi cabeza sin decir nada. Hoy me sublevo ante esa Iglesia encubridora y animo a romper el silencio, a que tomemos conciencia de que la violencia machista, en todas sus manifestaciones, es un problema social que nos compete a todas y a todos.

En México, para describir una situación nefasta, se utiliza la expresión “esto no es de Dios”. Sin duda alguna, seguir mirando hacia otro lado tampoco lo es.

***

[1] Datos obtenidos de Feminicidio.net.

[Imagen de cocoparisienne en Pixabay]

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Investigadora, docent i crítica audiovisual. Doctora en Comunicació Audiovisual i Publicitat. Responsable de l'Àrea Social i editora del blog de Cristianisme i Justícia. Està especialitzada en educomunicació, periodisme de pau i estudis feministes i és membre de diverses organitzacions i associacions defensores de Drets Humans vinculades al feminisme, els mitjans de comunicació i la cultura de pau. En (de)construcció permanent. Mare.
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