Manfred NolteLos vocablos ‘sostenible’ y ‘sostenibilidad’ han alcanzado un gratificante estadio de difusión, si bien no siempre suscitan adhesiones unánimes de los responsables políticos y  sociales. La sostenibilidad  se inscribe en el contexto de los retos medioambientales globales, desde el meteórico crecimiento de la población, la explotación descontrolada de los bienes naturales o ‘comunes’, y el incontestable cambio climático, sin olvidar la problemática del desarrollo orientada a la superación de la pobreza de los más desfavorecidos del planeta.

Codo a codo con las progresivas evidencias empíricas, la sostenibilidad se erige en un postulado de carácter ético como reacción ante un doble asalto a los activos naturales o bienes comunes: siendo estos activos propiedad de todos los ciudadanos del planeta, se saquean por unas minorías y siendo intemporales se esquilman en el momento presente en perjuicio de futuras generaciones. El concepto de ‘desarrollo sostenible’ se interpreta así como aquel que satisface las necesidades de hoy sin comprometer los recursos y viabilidad de las generaciones venideras.

Trasladado al mundo de la producción, surge la llamada ‘economía verde’ con vocación de representar el nuevo paradigma sostenible de hacer negocios. El Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente conceptúa a la economía verde como aquella que conduce “al bienestar humano y a la equidad social al tiempo que reduce de forma significativa los riesgos medioambientales y la escasez ecológica”. Su web ofrece sugestivas guías de divulgación sobre la materia.

La fiscalidad siempre ha jugado un papel esencial en materia de sostenibilidad. La protección medioambiental mediante la utilización de instrumentos fiscales está generalmente introducida en los ordenamientos jurídicos occidentales, y en menor medida en los de los países de desarrollo medio o pobres. En la OCDE, el club de los países ricos del planeta, se aplican 375 impuestos de este tipo además de otros 250 directamente relacionados. Más allá del componente recaudador, la imposición afecta a las conductas. De igual forma que un impuesto sobre el tabaco disuade del consumo de cigarrillos, unas tasas adecuadas pueden desalentar el uso excesivo de las fuentes de energía perniciosas para el medio ambiente.

Ahora, en un informe[1] publicado la semana pasada titulado ‘El precio correcto de la energía: de los principios a la práctica’, el Fondo Monetario Internacional aboga con gran vehemencia por aquel tipo de políticas que algunos han calificado como un ‘giro verde’ de la fiscalidad. El libro señala pautas concretas a 156 países, entre ellos España, para determinar los efectos colaterales adversos del uso de las energías tradicionales y fijar un precio fiscal a esos daños que puedan quedar reflejados en el coste futuro de los combustibles fósiles. A modo de estimación media, los impuestos energéticos deberían experimentar, según el Organismo multilateral, un alza aproximada del 50 por ciento. El estudio del FMI ofrece una guía práctica a los países analizados sobre como cuantificar los aspectos nocivos del uso de la energía y las acciones fiscales correctivas correspondientes sobre el carbón, el gas natural, la gasolina y el diesel.

En la mayoría de países, la mayoría de los precios de la energía están mal calculados porque no reflejan los daños medioambientales, en particular los referidos al calentamiento global, la contaminación atmosférica y diversos efectos secundarios procedentes del usos de vehículos de motor, tales como las diseconomías derivadas de las congestiones de tráfico y los accidentes provenidos del mismo. Además, ahondando el absurdo conceptual, la energía no solo está insuficientemente gravada sino que, como elemento esencial del desarrollo, disfruta de una subvenciones y subsidios desmesurados. Según el FMI los subsidios anuales a la energía ascienden a 1,9 billones de dólares, de los cuales Estados Unidos lidera el ranking con unos incentivos pre o post-impositivos de medio billón de dólares anuales. La consecuencia es inmediata: unos precios artificialmente bajos fomentan el consumo excesivo de energía y cercenan los incentivos y la innovación hacia la búsqueda de fuentes sustitutivas. La directora del Fondo, Cristina Lagarde lo expresa así: “los subsidios a la energía son malos para el planeta, malos para la economía, malos para los presupuestos públicos y malos para la equidad social”.

La reforma no tiene porqué implicar un aumento de la presión fiscal. Lo que se sugiere es un trasvase de fuentes tradicionales a un sistema cuidadosamente diseñado de imposición de la energía equilibrando el esquema recaudatorio, reduciendo impuestos directos y aumentando los indirectos sobre el uso de la energía. En el medio plazo, el FMI cuantifica las ganancias medioambientales de su propuesta  reduciendo las emisiones de carbono un 23%, salvando el 63% de las vidas humanas que hoy son sacrificadas por la contaminación y aumentando los ingresos en un 2,6% del PIB planetario.

Al día de hoy, institucionalmente, pocos países están por la labor. Los países en desarrollo y emergentes pobres porque se quieren cobrar sus atrasos y los ricos porque temen el frenazo brusco de las economías que una decisión de este calado podría producir. Pero, en el futuro, en una sociedad sostenible, la proclamación de estas alertas serán consideradas como precursoras y visionarias.



[1] IMF(2014): “Getting Energy Prices Right: From Principle to Practice”.

http://www.imfbookstore.org/ProdDetails.asp?ID=GEPRPPEA

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Imagen extraída de: Sinapse energía

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Manfred Nolte
Doctor en Ciencias Económicas. Profesor de Economia de la Universidad de Deusto. Miembro del Consejo de Gobierno de la misma Universidad. Autor de numerosos artículos y libros sobre temas económicos preferentemente relacionados con la promoción del desarrollo. Conferenciante, columnista y bloguero. Defensor del libre mercado, a pesar de sus carencias e imperfecciones.
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