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¿Por qué no renuncia Francisco?

Esta es la pregunta que, de una u otra manera, se vienen haciendo, desde hace unos meses, muchas personas, católicas o no; y, de manera particular, a partir de su ausencia al Viacrucis del Viernes Santo, 29 de marzo, en el Coliseo romano, una de las celebraciones más conmovedoras de la Semana Santa. Dicha celebración contaba, en esta ocasión, con un plus de interés: el texto había sido redactado por el mismo Francisco. Y, sin embargo, las más de 25.000 personas que iban a seguir presencialmente el Viacrucis fueron  informadas, pocos minutos antes de iniciarse, que el Papa no participaría en el acto. Tal decisión se había adoptado —según unas fuentes— como “medida de precaución” y, según otras, por prohibición médica. Era una inquietante noticia —una más— sobre la debilitada salud de un anciano de 87 años, precedida de una participación llena de altibajos en las celebraciones de la Semana Santa: el Domingo de Ramos permaneció en silencio. El jueves, en la llamada Misa Crismal, predicó durante 22 minutos, y, además, lo hizo con voz firme, El jueves, 28 de marzo, día en el que se hace memoria  de la última cena de Jesús, lavó los pies a doce mujeres y, ahora, se ausentaba de este acontecimiento.

He aquí el contexto en el que, a la vez que han reaparecido las preocupaciones sobre el estado de salud del papa Bergoglio, ha rebrotado la pregunta que encabeza estas líneas. Francisco, hace unos años, se vio obligado a tener que desplazarse en silla de ruedas. En aquella ocasión se le preguntó por una posible renuncia. Él respondió que la Iglesia no se gobernaba con las rodillas, sino con la cabeza. De acuerdo. Pero lo que se viene viendo estos últimos meses, sin invalidar su anterior respuesta, parece estar mermando de manera notable —si no se asiste a una rápida recuperación física— su capacidad de gobierno. Quienes deseamos que  se recupere pronto y siga al frente de la Iglesia católica, no lo queremos al precio de tener que ver —como sucedió en los últimos meses del pontificado de Juan Pablo II— a un papa incapacitado para ello. Sería difícilmente soportable repetir el lamentable error cometido en tiempos del papa K. Wojtyla.

Sostengo lo dicho, consciente de lo mucho que hay en juego en estos momentos en la Iglesia católica y consciente de que un cambio de Papa puede bloquear o ralentizar la reforma estructural y sistémica en la que, por voluntad de Francisco, estamos metidos. Quizá, por eso, es muy probable que quiera aguantar —si la salud no se lo impide— hasta el final del próximo Sínodo Mundial del mes de octubre y, como máximo, hasta el verano de 2025. Indico esta posible última fecha porque es el momento en el que diez comisiones de expertos, teólogos y miembros de la Curia vaticana le han de presentar propuestas operativas sobre, entre otros asuntos, cómo “escuchar el grito de los pobres” y cuáles han de ser los “criterios para la selección de candidatos al episcopado” o sobre cómo ha de ser la presencia de la Iglesia “en el espacio digital”. También sobre cómo se ha de proceder para que se sigan abordando sinodalmente —es decir, conjuntamente, bautizados y responsables eclesiales— las “cuestiones doctrinales, pastorales y éticas controvertidas”. E, igualmente, sobre cómo tratar las “cuestiones teológicas y canónicas relativas a formas específicas de ministerios”, incluyendo la posibilidad de que las mujeres puedan acceder al diaconado, entendido —así lo espero— como un ministerio ordenado.

Vistos los muchos años y la precaria salud de Francisco, parece que le va a ser muy difícil culminar el programa de reforma reseñado, renuncie o no al papado. Por ello, creo que esta es una tarea que va a tener que llevar a término su sucesor, en el caso de que el elegido participe de dicho proyecto reformador. Si así no fuera —es decir, que su sucesor se decantara por otras opciones— se evidenciaría, de nuevo, que la asignatura pendiente y más importante de reforma es la que el mismo Francisco llamó, en el inicio de su pontificado, la “conversión del papado”. Y con ella, del episcopado y de los curas. A estas alturas de la historia ya no es de recibo seguir dando por bueno un modelo de gobierno absolutista y monárquico. La Iglesia necesita —como ya se acordó en el Sínodo Mundial de 1969— una Ley Fundamental que esté por encima de las arbitrariedades y autoritarismos de los papas, de los obispos y de los curas; y del discurso que todavía los funda. El papa Bergoglio ha denunciado lo peligroso que es este miura, pero no parece haber ido más lejos de la denuncia. Probablemente, porque es un  problema que se tendrá que lidiar en un Concilio Vaticano III que, ¡ojalá¡ sea el primer Sínodo Mundial de todos los católicos, no solo de los obispos.

Mientras esperamos tamaño “milagro”, urge ir haciendo posible dicha “conversión” también aquí, entre nosotros, empezando por poner en su sitio a los obispos y curas absolutistas y monárquicos; en particular, a los que lo son sin reparos. Francisco bastante ha hecho denunciando el problema y no cerrando las puertas a las aportaciones y decisiones que van en esta dirección.

Imagen de Websi en Pixabay

Warao

Sentada frente a la puerta del mercado que da a la inmensidad del río Amazonas, una mujer con aspecto de edad avanzada pide limosna sin aspavientos. Tiende delante de sí un paño y espera que quienes pasan reparen en ella y a lo largo del día depositen sus monedas. «Warao», me dice Marita cuando descubrió la pregunta en mi mirada. «Del Delta del Amacuro, en Venezuela», digo en voz alta casi sin darme cuenta. Frente al mercado, un paseo algo elevado sobre una pequeña bocana del puerto de ribera nos sirve como mirador privilegiado ante la inmensidad del Río Negro (así se llama a su paso por Manaos, antes de unirse al Solimoes y dar lugar al río Amazonas). La desmesura de aguas que tengo ante mí atrae como imán mi mirada. A su paso por este punto alcanzamos a contemplar muy lejana la otra orilla. “Por este punto, lleva más agua que todos los ríos de Europa juntos”, leí en una curiosa descripción del río que explica el motivo para su color negro en la acidez especial de sus aguas. Las embarcaciones, diversas en tamaño, formas, colores y velocidad, se adentran o abandonan el refugio por la bocana sin interrupción. Otra vez vuelvo la mirada hacia la fachada en la que la mujer warao descansa. Allí permanece como si el tiempo corriera a su favor.

Más tarde, durante la comida, una espléndida tortilla de papas en honor al visitante, Marita me habla de los albergues y las casonas donde tratan de llevar su vida comunitaria los migrantes warao. El alcohol, las drogas arrasan la vida de este pueblo migrante en Manaos. Han atravesado más de mil kilómetros de selva para llegar desde su original Delta del Amacuro a la capital económica del río más caudaloso del mundo. Ariseche, la amiga religiosa y educadora, también del Equipo Itinerante, me habla de niños y niñas warao en las escuelas. Ella es sateré, un pueblo del tronco lingüístico tupí que ha conseguido un reconocimiento legal de sus tierras aunque ahora, me cuenta, «hay que defenderlas: se ponen barreras para no dejar pasar a quienes vienen a hacer daño: narco, tala, oro».

Cuando anochece, el olor del mercado junto al puerto, los ruidos de la ciudad me acompañan. La inmensidad sobrecoge. También el desconcierto ante otra víctima más de la pesadilla en que se ha convertido Venezuela para sus pueblos. Esta noche, desde una ciudad haitiana fronteriza con R. Dominicana, me llega el mensaje de una voz amiga: «Estamos bien. Nos llegan noticias confusas de Puerto Príncipe. Parece que los alemanes y los norteamericanos empiezan a evacuar sus embajadas». También las familias haitianas, sus jóvenes, están en los caminos, en los ríos, en las carreteras. Me habla de vidas encerradas en sus casas ante el temor que producen los tiroteos, los secuestros, las pandillas.

Estamos casi a la misma distancia desde Quito o desde Brasilia. Me detengo un rato a contemplar un colorista mapa que luce en las paredes de la vivienda del Equipo Itinerante. Manaos está, efectivamente, en el corazón de la Amazonía. La atmósfera húmeda, alimentada por el calor y el río, se suma a los ruidos, los olores y los mosquitos para hacerte sentir parte de un hogar desmesurado y abrumador. Los rostros reflejan la diversidad de la humanidad que arriba a la costanera de la ciudad desde todo el globo. Cuando la carretera nos eleva un poco sobre alguna colina, las edificaciones apenas se dejan ver bajo la vegetación tenaz que trata de recuperar el territorio. Todo tu cuerpo se siente parte gozosa y, a la vez, sufriente de esta tierra exuberante y casi amedrentada por el depredador que nos habita.

Piero, venezolano, coordinador de la red de Centros Sociales de los jesuitas de América Latina y el Caribe, nos cuenta que unos trescientos venezolanos entran cada día en Boavista, al norte de Brasil. Habla del arco minero, ese inmenso territorio venezolano entregado a mafias y narcoguerrillas que han encontrado en la explotación ilegal de las minas de oro una fuente inmensa de ingresos. «Se ha duplicado la extracción», asegura un tanto parsimonioso Piero. Nos habla de territorios propios de los pueblos originarios, muchos de ellos teóricamente protegidos como parques naturales, que están siendo devastados por minas al aire libre. Los indígenas se ven abocados a trabajar en los proyectos, entregarse a las mafias o abandonar sus territorios. «Y el pronóstico no es bueno», asegura Piero. «Si las próximas elecciones no dan posibilidad a una transición política, otros dos millones de venezolanos buscarán su futuro fuera del país». De hecho, ya lo están buscando. Flavia, del Servicio Jesuita a Migrantes y Refugiados, que vive en Sao Paulo, acota: «No solo en Boavista. No solo en Manaos. En todas las ciudades de Brasil». Se refiere a la presencia de comunidades warao, como la señora sentada frente al mercado, junto al puerto de Manaos, provenientes del oriente venezolano, el Delta del Amacuro. «Por todo el país», insiste Flavia. En privado, Piero me confiesa: «No era consciente de la migración indígena venezolana hacia Brasil desde el oriente. Nosotros somos más conscientes de la emigración hacia el Caribe, hacia Trinidad y Tobago y de ahí hacia el norte». Me vuelve la imagen de la señora, con la vista sobre el río, sentada frente a la puerta del mercado mientras espera una limosna.

Por qué y cómo

Una noche de otoño estuve hablando con Joan. Él y su esposa tienen una hija que se ha puesto enferma de una enfermedad de las que requieren mucho tiempo de atención por parte de la familia. Estuvimos compartiendo con Joan los sufrimientos, las desesperaciones y las esperanzas que conllevan la enfermedad.

Cuando nos despedimos, me sorprendió que en la larga conversación que mantuvimos, Joan no hubiera hecho ninguna de las dos preguntas que salen tan a menudo en este tipo de situaciones: «¿Por qué me ha tenido que pasar a mí?»; y «¿Si Dios existiera, por qué permitiría esta enfermedad?». Pensé que estuvo bien no dar vueltas sobre estos porqués: así tuvimos todo el tiempo para reflexionar, no sobre los porqués sino sobre los cómos. Pudo clarificarse y serenarse sobre cómo acompañar a su hija enferma, cómo trabajar la relación con su esposa, cómo acompañar a los otros hijos que están afectados e implicados en la enfermedad de la hermana, cómo encontrar espacios para descansar de un problema tan absorbente, cómo salir adelante en su vida profesional…

La situación de Joan –y la de tantos otros Joans o Joanes que sufren por enfermedades inexplicables de sus hijos– me hace pensar en unos versículos de la carta de san Pablo a los cristianos de Corinto:

«Los judíos quieren ver señales milagrosas y los griegos buscan sabiduría; pero nosotros anunciamos a un Mesías crucificado. Esto resulta ofensivo a los judíos, y a los griegos les parece una tontería; pero para los que Dios ha llamado, sean judíos o griegos, ese Mesías es el poder y la sabiduría de Dios. Pues lo que en Dios puede parecer una tontería es mucho más sabio que toda sabiduría humana; y lo que en Dios puede parecer debilidad es más fuerte que toda fuerza humana» (1 Cor 1, 22-25).

La sabiduría paradójica y escandalosa de Joan y de san Pablo consiste en:

  1. No querer –como «los griegos»– identificar las culpas/causas de acontecimientos malos: ni las inmediatas (¿por qué a mí?, ¿qué he hecho yo para merecerlo?) ni las remotas (¿por qué Dios lo permite?).
  2. No quedar paralizados –como «los judíos»– esperando un milagro: esperando un Dios mago que haga el prodigio de hacer desaparecer las enfermedades que requieren nuestra paciente atención.
  3. Y sentirse acompañados y apoyados por Jesús de Nazaret, que quiere a los humanos desde dentro, porque se ha hecho solidario de todos ellos hasta la muerte en cruz.

De hecho, cada acontecimiento es el fruto de miles de causas, muchas de las cuales no podemos identificar ni eliminar. Lo que sí podemos hacer es ir identificando en cada momento los cómos: las actitudes y acciones que permitirán que la gente implicada sufra lo mínimo y tenga la máxima paz.

Y es que el Dios de la tradición bíblica nos invita a no perder el tiempo buscando porqués y determinando con una vana sabiduría qué es el bien y qué es el mal (Gn 2,15-17). En realidad, buscando los porqués de lo que pensamos que es un mal («los griegos») o invocando fuerzas que lo supriman («los judíos») perdemos la energía para averiguar cómo hacer que aquella situación sea algo más buena de lo que nos parecía al principio. Dios gasta sus energías haciéndose solidario de nuestra historia humana. En Jesús, comparte nuestra condición humana hasta el final y nos enseña cómo amar a los que más sufren.

Joan –Joans y Joanes–: gracias porque amando a vuestros hijos enfermos, nos enseñáis cada día a amar como Jesús.

[Imagen de Enrique en Pixabay]

Luis Argüello: cien días de confianza

En el afrontamiento del drama de la pederastia eclesial y en el modo de alentar o torpedear la necesidad de una nueva forma de convivencia entre todos nosotros la cuestión de fondo de la ley de amnistía se juega la valoración que pueda merecer su gestión.

Confieso que me hubiera gustado haber escrito estas líneas sobre mons. L. Argüello, el nuevo presidente de la Conferencia Episcopal Española, con un mayor conocimiento del que me aportan las informaciones en los medios de comunicación social o algunas de sus declaraciones públicas. Me he encontrado con él en un par de ocasiones, que no han pasado de ser protocolarias. Pero sí conozco a algunos buenos amigos que —nada sospechosos de incurrir en proclividades populistas o frentistas— han tenido la suerte de hablar con él, largo y tendido, en diferentes ocasiones, y que, por ello, le conocen mucho mejor que yo. Me permito resumir, en concreto, algunas de sus impresiones. Me parece que es de justicia, y como necesario contrapunto, a no pocos calificativos y comentarios —tanto a favor como en contra— que he podido escuchar y leer en estas horas, anteriores y posteriores, a su elección. Luego, añadiré a lo dicho por estos buenos amigos otro asunto, a partir del cual también habrá que evaluar su gestión, dejando al margen, como he indicado, muchos de los descalificativos —y también, desmedidas alabanzas— que vengo escuchando.

“Luis Argüello, me dicen, no es la alegría de la huerta, pero es una persona hábil, un excelente comunicador y, en su juventud, estuvo muy cercano al Partido Comunista de España, además de haber sido profesor universitario (apunto yo, creo que de derecho administrativo). No es un carcamal indeseable, sino —como ya se ha adelantado— una persona hábil, que sabe por qué caminos transita la política de este país, tanto la de la derecha como la de la izquierda y que, pásmate, se siente muy cercano a todo lo que supone el movimiento de juventud, la espiritualidad y la teología que se mueve alrededor de Taizé”. Por cierto, comento por mi parte, se trata de un movimiento postconciliar y ecuménico que, poco o nada, tiene que ver con otros más recientes que se están poniendo de moda estos años, como, por ejemplo, Hakuna y similares.

“Además, prosiguen, L. Argüello no es, en absoluto, de extrema derecha, sino —como casi todos los obispos— un conservador. Pero se entiende que muchos colegas suyos se hayan decantado por él, frente al ‛meteorito’ (así se le llama en los mentideros eclesiásticos) que es el cardenal Cobo. Su elección ha sido más que previsible, sabiendo que el cardenal de Madrid había dicho, por activa y por pasiva, que no quería meterse en el berenjenal de la presidencia porque bastante tenía con gobernar la diócesis de Madrid”.

“Por lo dicho y escuchado, no se le puede comparar con Mons. A. M. Rouco, aunque, seguro que nos provocará más de dos o tres disgustos. Hace ya unos meses que se pronunció en contra de la amnistía, pero no se le ve —de ninguna manera— que vaya a hacer el caldo gordo —como lo hizo A. M. Rouco a la derecha política española— propiciando que la Conferencia Episcopal Española aprobara un texto para negar el pan y la sal a otros nacionalismos que no fueran el suyo, es decir, el español”. Dicho documento —apunto, de nuevo, por mi parte— fue “Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias” (2002). Su aprobación provocó el inmediato desmarque de una parte de los obispos vascos y catalanes del tiempo. “No parece —concluyen estos buenos amigos— que L. Argüello sea tan estúpido como para hacer algo semejante. Y no lo va a hacer porque no es, de ninguna manera, un talibán, a pesar de la imagen que están presentando de él algunos medios de comunicación”.

Hasta aquí la confidencia. Pero, cerrado este apartado, me adentro, ahora, por mi cuenta, en ofrecer una breve referencia a otro asunto, a partir del cual también habrá que ir evaluando su gestión al frente de los obispos españoles: es el referido al afrontamiento de la pederastia eclesial. Creo que es muy importante que clarifique cómo va a entender e implementar, a la luz del Informe “Para dar luz II” de la Conferencia Episcopal Española (2023), que la pederastia eclesial es, comparativamente con la existente en otros ámbitos e instituciones sociales, “cuasi residual”. También creo necesario que aclare si va a propiciar un esclarecimiento —por supuesto que, externo e independiente— sobre los criterios en los que se sustentan las enfrentadas cifras del Informe Cremades & Calvo Sotelo (“denuncias creíbles”) y las de la misma Conferencia Episcopal (“casos probados”). Y, finalmente, si —una vez debidamente resuelto este último asunto— va a impulsar una autocrítica y reforma eclesial a fondo al estilo, por ejemplo, de la propiciada por la Iglesia alemana o si, por el contrario, va a dar la callada por respuesta.

En el afrontamiento del drama de la pederastia eclesial y en el modo de alentar o torpedear la necesidad de una nueva forma de convivencia entre todos nosotros —la cuestión de fondo de la ley de amnistía— se juega la valoración que pueda merecer su gestión. Yo, de momento, y aunque no haya sido mi candidato preferido, estoy dispuesto a darle los —políticamente correctos— cien días de confianza.  

Amanecer… es…

Decía San Vicente Ferrer que “el momento más oscuro de la noche, es justo el instante antes del amanecer”. Durante la vigilia pascual, hombres y mujeres, jóvenes y no tan jóvenes, nos desplazamos, en medio de la noche, para escuchar un relato que nos invita a hacer memoria de la historia de un pueblo, que a través de un largo recorrido, atravesó muchas noches. De la belleza de la creación, a la nueva alianza con Abraham; del camino recorrido durante el éxodo al desarraigo en el exilio, de la voz de los profetas y al compás de los cánticos de los salmos, Dios va acompañando a su pueblo en medio de la penumbra y las incertidumbres, recordándoles con amor, que a pesar de todas las tribulaciones, Él va tejiendo amaneceres nuevos, pero para ello, es necesario ponerse en marcha, salir a lo desconocido, dejar nuestras (pocas) certezas y nuestras (muchas) inseguridades. A lo largo del recorrido de estas historias, llegamos a la Buena Noticia, a un Evangelio que nos anuncia que la resurrección de Jesús acontece en medio de la obscuridad y que la intervención de Dios es radical: la muerte no tiene la última palabra, Jesús está vivo y en medio de nosotros. Por ello, Pascua es una lección de vida, y la Resurrección de Jesús, una lección de fe, o en todo caso, una invitación a creer. ¿Y qué es lo que creemos? Creemos firmemente que Dios anuncia amaneceres resplandecientes para todos y para todas: Dios anuncia un mañana para el pueblo de Gaza así como para el de Ucrania, sin olvidar a todos los otros países que están en guerra o viviendo en regímenes autoritarios, obligando a toda su gente a vivir en el exilio forzado, buscando una tierra prometida. Dios anuncia mañanas luminosas para las madres buscadoras de los desaparecidos en México, así como justicia para las mujeres víctimas de feminicidio. Dios promete un porvenir digno para las infancias violentadas, para las minorías rechazadas, para todas las personas que se convierten en migrantes atravesando fronteras, para todos los empobrecidos y los excluidos de la tierra, los anawim de hoy, de nuestra casa común. Sin olvidar nuestros dramas personales o familiares, Dios va aclarando el camino gracias a la presencia de tantas personas que nos van aluzando, transformándose en el quinqué de nuestras vidas, resguardando la llama de nuestra esperanza. Si creemos en Jesús y si en esta Pascua hemos renovado las promesas de nuestro bautismo, estamos llamados a tomarnos su Evangelio en serio, a ser profetas de esperanza, a salir a los cruceros de la vida, a las orillas del mundo, a poner manos a la obra y pies en marcha, a ser fermento, ahí donde se encuentran los caminos de Dios con las realidades de la humanidad.

Que la fe en la resurrección sea nuestra fuerza discreta para transformar este mundo: con audacia colectiva, con mirada renovada, con paso firme y constante, traspasando las fronteras de este mundo y del otro que está por venir, con esperanza lúcida y fecunda, confiando y afirmando, a pesar de todo y contra todo, que la muerte no tendrá la última palabra en nuestra historia.

Que podamos hacer resonar con fuerza, todos los días, en lo cotidiano y en lo rutinario, las palabras que en alguna ocasión Leonardo Boff compartió:

Para los cristianos y las cristianas,
la hierba no creció sobre la sepultura de Jesús.
A partir de la crisis del viernes de la crucifixión,
la vida triunfó.
Por eso la tragedia no puede escribir el último capítulo de la historia,
ni de la Madre Tierra.
Este lo escribirá la vida en su esplendor sola.

¡Felices pascuas de resurrección!

[Imagen de Christoph Schütz en Pixabay]

Resurrección

Nos han enseñado que Jesús murió y resucitó. Lo sabemos y lo celebramos cuando el ciclo litúrgico así lo dispone. Y saberlo llena el apartado “que pasará después de la muerte” de nuestra concepción teórica de la vida. O quizás no es así, y saber la resurrección de Jesús no elimina el escepticismo ante lo que encontraremos después del último acto de nuestra vida: morirnos. Para algunos, la resurrección es ánimo para soportar, como sea, los sufrimientos que inevitablemente representa el vivir. Otros encuentran coraje en el apoyo mutuo habiendo aceptado la idea de la definitiva finitud humana. Reacciones como estas, o semejantes, tenemos los humanos ante la oscuridad de la muerte.

Y es que la resurrección no es una realidad sencilla, como bien lo demuestran los relatos de los evangelios, donde todo lo que se describe es el desconcierto, miedo, impotencia, incredulidad de los humanos ante este hecho del cual no se dice nada más sino que es un hecho. Un acontecimiento, pero que una vez ha tocado la conciencia humana tiene el potencial de transformar totalmente la vida de la persona, como así sucedió con los discípulos.

¿Dónde podemos aferrarnos para que también acontezca en nosotros una tal transformación y pasar de saber la resurrección a confiar en ella?

Los mismos evangelistas, que compusieron sus escritos con una intencionalidad muy definida, muestran que el camino hacia la resurrección es el estilo de vida de Jesús. Y tanta es la prioridad temporal de este modo de vivir sobre la experiencia de resurrección que incluso el evangelio de Marcos inicialmente acababa con el solo anuncio de la resurrección “buscáis Jesús de Nazaret, el crucificado: ha resucitado, no está aquí” (Mc 16, 6). Años después en el apéndice se añadieron las apariciones.

Es cómo si nos quisiera decir: no pretendas una descripción de lo que es indescriptible, más bien recorre el camino y conocerás el desenlace final.

Cuando es la vida la que importa, e importa de manera tal que hace daño la degradación de la misma en los otros y en la propia persona provocada por la infinita gama de egoísmos y violencias, nace el deseo procurarla para todos. Y en la realización existencial de este compromiso es cuando van diluyéndose las capas más superficiales y egocéntricas del propio yo y emergiendo la vida nueva.

Un proceso en el que la orden de los factores es determinante, ¿cómo creer que Dios es impulso de vida nueva sino es experimentando que se te está deshaciendo la vida ? ¿Cómo cimentar la propia vida en el amor sino es amando a pesar de todo? ¿Cómo comprobar que Dios no abandona nunca sino en momentos de abandono? ¿Cómo conocer que hay Alguien que sostiene la entrega de la propia vida si esta no se entrega del todo?

Y quizás esta necesidad de pasar por un proceso es lo que cuesta a la mentalidad contemporánea, habituada a obtener resultados directamente, eliminando mediaciones. Broncearse sin sol, correr sin las molestias de transitar calles, hacer un camino sin cargar mochilas, etc. Hemos hecho la vida humana material mucho más práctica y confortable pero esto mismo no nos permite ir más allá de esta.

En cambio, pasando por la pasión es cuando el mensaje de la resurrección abre a una nueva certeza “Él va delante vuestro a Galilea; allá lo veréis, tal como os dijo” (Mc. 16,7). Cuando sostenemos, a pesar del tedio del tiempo y la aspereza del terreno, un vida de seguimiento fundamentados en su palabra nos encontramos con un inmenso anhélito impulsor de vida. Este puede emerger en la conversación con un compañero o compañera de camino, en un encuentro comunitario, en la fracción del pan, en la fatigosa tarea en favor de los otros, al afrontar las propias dudas y perplejidades, en… Es lo que podemos observar en los relatos de las apariciones. Entonces experimentamos que se abre un horizonte nuevo que nos llama a seguir avanzando aunque nunca podamos llegar a un lugar y el andar siempre necesite discernimiento.

En definitiva, la resurrección con un lenguaje sencillo nos dice que el Misterio de la Realidad, que le ponemos el nombre de Dios, se ha acercado a nosotros y a la complejidad de nuestro vivir humano en la persona de Jesús y el desenlace de su vida nos permite confiar en este misterio que es Misterio de amor. Vivimos sostenidos, y a pesar de las dentelladas del mal y del sin sentido tampoco nuestra vida se deshará en el vacío.

Aprovechemos la celebración de este domingo para expresar nuestro acto de fe y pedir la gracia de ser fieles al estilo de Jesús al estamos ciertos que “no abandonarás mi vida en medio de los muertos, no dejarás ver a tu fiel la corrupción” (Salmo 16, 10).

[Imagen de NoName_13 en Pixabay]

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Artículo escrito por Laura Rius y Pau Vidal sj

El silencio de Dios es tiempo de aprendizaje

Retiro en la ciudad 2024

Sábado

El silencio de Dios es tiempo de aprendizaje

Introducción

Hoy, respecto de la fe en Dios y como sociedad, estamos en algo así como un tiempo invernal. Niebla, frialdad, silencio, oscuridad. Ante esta situación al cristiano se le pide un acto de fe, es decir, una decisión personal fruto de una transformación de la propia persona capaz de generar un estilo de vida y un compromiso a largo plazo.

Para sobrevivir en este inhóspito paraje hay que ir al interior, allá de donde brota lo que nos nutre y da calidez, encontrarnos con el misterio de Dios. Su silencio evita que lo podamos moldear según nuestros intereses y nos dispone a captar quién es este Otro y a qué horizontes de vida nos abre. Así, nos prepara para hacer una opción de confianza en Él.

…aprender a acoger el silencio

Pronunciamos demasiadas palabras, cotidianamente estamos inmersos en un soliloquio interno, producto de nuestros deseos, proyecciones, heridas, sentimientos, memorias agradables y recuerdos penosos. Todo este monólogo interior nos separa de la realidad, de las cosas, de los otros. Las mismas palabras que nos sirven para actuar en el mundo nos separan de él, aun así cuando nos disponemos a silenciar esta palabrería, emerge «lo que es».

Hay otra manera de evadirnos de «lo que es»: la dispersión. Esta es, quizás hoy, la mayor miseria de las personas. Estamos en muchos lugares y en ninguno, innumerables «cosas buenas» solicitan nuestra atención, nos complace responder y así, mareados por tantas demandas, empezamos por perdernos a nosotros mismos y acabamos por no saber quiénes somos.

Una de las claves de la vida espiritual es la capacidad de atención; esta nos salva de tanta palabra innecesaria y de la dispersión. Solo mediante la atención vemos las cosas tal y como estas son. Hoy, Sábado Santo: un sepulcro, un cuerpo enterrado, unos discípulos miedosos, el dolor de una madre, unas autoridades satisfechas, un pueblo confuso; y a nuestro alrededor mucho comercio y muchas personas que ignoran a Dios. No hay que hacer elucubraciones, solo mirar. Mirar para ser receptivos. Estar atentos y esperar pacientemente a que este silencio nos hable. Acoger el silencio.

…aprender a disfrutar el silencio

El silencio inicialmente nos incomoda, nos introduce en un espacio desconocido y sentimos que no estamos controlando. Sin embargo, necesitamos atravesarlo para que nos deje transformados. Una travesía que enriquece nuestras personas de diferentes maneras.

El silencio habla. Deja aflorar las preocupaciones y las emociones básicas, y al expresarse me van diciendo quién soy, cómo soy y cómo me gustaría ser.

El silencio me hace presente mis acciones y evita que justificaciones del propio ego las maquillen.

El silencio me revela al otro, con su estilo de vida diferente al mío, sus capacidades que no son las mías, sus deseos que pueden ser muy diferentes a los míos. Así la palabra del silencio me ensancha interiormente.

El silencio construye. Necesitamos el silencio para elaborar toda esta riqueza recibida, para seguir este crecimiento personal a lo largo del tiempo evitando que su fuerza se diluya. El silencio me permite identificar el siguiente paso a dar , porque solo la obra consolida aquello que ha germinado interiormente y evita que se quede en una ensoñación o en fantasías del propio ego.

El silencio es actuación, porque él también hace sentir aspectos personales que no puedo silenciar. No puedo reprimir los sentimientos egoístas, las reacciones de mezquindad, las intenciones sinuosas, etc. pequeñeces que también son parte de mí y que si son silenciadas me seguirán condicionando, en la penumbra. Tengo que escucharlo y discernir cómo sanarlo.

El silencio nos abre a lo esencial: estamos solos ante Dios, solos cuando Él nos habla y solos tenemos que responder, no podemos escapar a esta condición humana. Y el silencio nos hace conscientes de esta relación que nos constituye.

El silencio se convierte entonces en atención a la realidad, humildad, comprensión del esencial, ofrenda de confianza, gozo de saberse criatura amada.

…aprender a encontrar a Dios en el silencio

Cuando hacemos silencio y dejamos que la realidad nos hable, nos damos cuenta de que el mundo sigue creándose, que estamos inmersos en una realidad natural y Dios está abarcándolo todo. El aire que inspiro y exhalo, las pulsaciones que hacen latir el corazón, la energía que permite moverme, el paisaje que me serena, el encuentro con el otro que me consuela, hiere o estimula, todo es un contacto con Dios. Todo lo que me rodea. Soy desborda de Dios.

Al hacer silencio dejo que la vida me muestre el impulso de Dios que dinamiza todo desde dentro. Los acontecimientos se suceden y esperan mi aceptación, pero no me siento forzado a aceptar la realidad tal y como se presenta. Dios incita mi corazón a dar una respuesta positiva hacia Él sin coaccionar mi libertad. Siento el hálito de Dios que me mueve a transcenderme a mí mismo, a mí misma, avanzando hacia nuevos horizontes, y siento la libertad responder.

El silencio me hace sentir que soy amado, amada, y que el amor que recibo hace desaparecer la angustia de vivir, el miedo a las reacciones de los otros, la inseguridad al actuar. En el silencio acojo esta fuerza de amor que actúa a través del amor de las personas que me rodean y sobre todo, en el suave impulso que me dirige hacia una intimidad más grande con Dios. Dejo que me llene y que pase, a través de mí, hacia los demás.

 …a encontrar a los hermanos y hermanas en el silencio

El silencio no es mutismo. Este puede ser un arma de quien se complace en su yo, prepara la respuesta agresiva, niega información sensible, domina o sencillamente ningunea.

El auténtico silencio engendra la palabra que crea comunidad porque no juzga. A menudo nuestra palabra quiere ayudar y tiene una apariencia de legitimidad, pero junto con esa buena intención se infiltra el espíritu de rencor y de maldad. En cambio, cuando descubrimos que Dios no ha creado el prójimo como yo lo hubiera hecho; que es diferente, que no ha sido creado a imagen mía, sino de Dios, entonces nuestro silencio reconoce en el otro un hermano o hermana y nuestro silencio pronuncia palabras de vida.

El silencio nos libera. Silencia mis pretensiones de dominio, las proyecciones con las que justifico mis posturas o los intereses que busco obtener. Y esto me permite reconocer el otro en su alteridad y, por tanto sus derechos. Entenderlo crea comunidad y es motivo de gozo.

El silencio permite llevar el fardo de los otros, el estilo de Cristo es un estilo de apoyo. No hay persona que no cargue debilidades, limitaciones, manías. El silencio me permite llevar estas cargas, y la principal de todas es la libertad del otro. Esta va al encuentro de nuestra tendencia a señorear sobre el prójimo. Dejar que Dios dé su imagen a la persona y nosotros  hacer de apoyo de su profunda naturaleza, calidades, talentos, debilidades y rarezas. Soportar su realidad de criatura, aceptarla y alegrarnos.

[Imagen de Peter Nguyen en Pixabay]

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Artículo escrito por Laura Rius y Pau Vidal sj

La «happycracia» de un cristianismo sin Cruz

Se acerca la Semana Santa. En este tiempo las cristianas y los cristianos celebramos los acontecimientos más centrales de nuestra fe, con toda su densidad, esperanza y hondura. Sin embargo, resulta éste un tiempo «extraño» para nuestra cultura, que la identifica de manera generalizada como «vacaciones de primavera» o «tiempo de procesiones». No resulta fácil tampoco hallar espacios donde celebrarla desde una teología y espiritualidad actualizada, que conecte con las propias vidas y la realidad que nos atraviesa en sus múltiples dimensiones. Quizá por esta razón son cada vez las personas y grupos que se «autogestionan» sus propios «modos de hacerlo». Desde mi experiencia, las celebraciones de Semana Santa suelen pivotar entre dos extremos: un «dolorismo sacrificial», que lo impregna todo o «la happycracia de un cristianismo sin Cruz», incapaz de sostener la «esperanza enlutada» del Evangelio. Por eso, sin duda, una de las celebraciones que vivimos estos días que más me suele «chirriar» es especialmente la del Viernes Santo, por la deformación que hemos hecho, y se sigue haciendo, de la Cruz de Cristo. Desde ese «chirrido» escribo estas reflexiones:

El misterio que celebramos el viernes santo es la expresión máxima de la vulnerabilidad y la ternura de Jesús de Nazaret, entregada hasta el extremo en la tarea de aliviar el sufrimiento de los últimos y últimas. Una vulnerabilidad que es rechazada y se mantiene fiel e incondicional (Jn 13,1-15) y que tiene repercusiones sociales y políticas. Por eso la vida de Jesús se le hace insoportablemente molesta a quienes «hacen de su fuerza la norma de la justicia» (Sb 2,1-17). La condena de Jesús revela un Dios afectado y posicionado no sólo favor de las víctimas, sino a merced de sus verdugos, en máxima solidaridad y cercanía con «los sin poder». Revela, no un Dios impasible, sino vulnerable, para el que lo humano nunca es un atajo. Un Dios que no resuelve nada, pero que sostiene en todo y cuya esperanza emerge como aliento y respiro en las noches oscuras de la violencia y la injusticia en nuestro mundo. La muerte de Jesús no fue tampoco accidental ni casual, como tantas muertes de tantas personas inocente hoy que son también, de algún modo, «crónicas de una muerte anunciada». No olvidemos que Jesús no murió, sino que a Jesús «le arrancaron de la tierra de los vivos» (Is 53,8).

Necesitamos liberar la interpretación de la Cruz del carácter sacrificial y necesario «en sí mismo» del sufrimiento; es un lastre que heredamos deformado de la teología de San Anselmo. Dios no es un vampiro que reclama la sangre de una víctima para reparar el pecado y otorgar la redención a través de los sacrificios humanos. Como hace años escribía Leonardo Boff, a la Cruz hay que mirarla siempre desde dos lados: el de los crucificadores y el de las víctimas. Por el lado de los crucificadores, la Cruz es muerte: «maldita sea la Cruz». Los cristianos nos hemos acostumbrado demasiado a aquello de «Salve Cruz, única esperanza», y hemos olvidado que hay cruces que no son cristianas, sino legitimadoras del dolor y la injusticia que recae sobre las vidas de los últimos y últimas. Por eso todos los años al vivir la liturgia del Viernes Santo nos tendríamos que preguntar: ¿a quién adoramos? ¿A la Cruz o a Aquel que se pone en el lugar de los crucificados y crucificadas de la historia para que no se repita nunca más ese sufrimiento, esa violencia, esa injusticia? Porque no es lo mismo. Sólo ellos y ellas pueden hacer que la Cruz sea redentora y liberadora.

Por eso, como nos reveló la teología de la liberación hace años, nuestra vida tiene sentido si libremente la entregamos día a día a la faena de bajar de la Cruz a los crucificados y crucificadas, y eso siempre tiene el precio de la Cruz, ya sea cruenta o incruenta. Así fue en Jesús (Filipenses 2,5-10) y a ello remite también nuestro bautismo (Rm 6,2-11). Por eso el Dios vulnerable que se nos revela en la Cruz nunca nos va a ahorrar dolor, pero sí nos otorga lucidez. Nos impide caer en espiritualidades evasivas, depura nuestras imágenes de Dios, demasiado burguesas y lights, que no soportan la prueba del fracaso, la oscuridad o el silencio. El Dios crucificado en Jesús nos muestra que la encarnación no es un truco, sino que es irreversible. El Dios «venido en carne» no ataja nada, ni nos exime de nada, pero nos muestra su fidelidad hasta el fin, de forma no fácilmente comprensible desde nuestros esquemas exitosos.

En el cuerpo vulnerado y crucificado de Jesús Dios nos muestra la densidad más honda de su misterio. Dios está en la Cruz en su máxima solidaridad y cercanía con las víctimas. En ella se nos muestra impotente pero creíble. El gran teólogo y místico Bonhoeffer, desde el campo de concentración donde murió, escribió: «Dios, clavado en la Cruz, permite que lo echen del mundo. Dios es impotente y débil en el mundo y sólo así está Dios con nosotros y nos ayuda. Sólo un Dios que sufre puede ayudarnos» (Resistencia y sumisión). Más recientemente, la teóloga feminista Elizabeth Johnson nos recuerda también que: «El símbolo del Dios sufriente expresa la solidaridad compasiva hasta el extremo de un Dios incrustado en lo humano, que no suple nada pero que nos sostiene desde lo más hondo, ayudando a encarar el dolor y el sufrimiento» (La que es).

Por eso lo que celebramos estos días es que el Dios mayor, en el Crucificado, se nos revela como un Dios menor, afectado y vulnerado por amor hasta el extremo. Al hacerlo nos recuerda que la gran pregunta del cristianismo no es «¿dónde está Dios?», sino «¿cómo está y qué podemos hacer con Él y por Él?» La contemplación de los textos del Evangelio de estos días nos abre a un gran misterio, que nada tiene que ver con la happycracia ni el optimismo ingenuo. Dios está en la Cruz generando esperanza, una esperanza que no está reñida con la oscuridad y que no pasa por encima de los desgarros ni los despojos, ni mira hacia otra parte, sino que se adentra a través de las losas que aplastan la vida. Por tanto, contemplar la Cruz y los crucificados nos desvela una vez más que el Dios vulnerado de Jesús no nos saca de la historia, pues no lo hizo ni con su propio hijo (Rm 8, 23-37), sino que ahonda profundamente en ella sosteniéndola desde abajo y desde adentro, asumiendo y encarando plenamente lo humano, sin ensoñaciones ni idealizaciones ingenuas: Jesús muere porque los hombres y las mujeres matan. Vivir el Viernes Santo desde esta perspectiva nos invita a ir a por la vida, como solía decir Toni Catalá, con un «cierto pesimismo cariñoso» que nos remite siempre al compromiso de bajar de la Cruz a los crucificados y crucificadas y a no escamotear la consecuencia de ello en nuestra vida, ni la herida de nuestra propia vulnerabilidad. Desde ahí nos es también desvelada la esperanza enlutada del Evangelio que nos hace testigos de ella en los infiernos, las utopías y las distopias humanas.

[Imagen de yueshuya en Pixabay]

Pasión de Jesús y pasión del mundo

Retiro en la ciudad 2024

Viernes

Pasión de Jesús y pasión del mundo

Introducción

Jesús inició su vida pública poniéndose en la fila para recibir un bautismo de conversión, comió con los pecadores, recorrió el país rodeado de gente pobre, tocó los enfermos, se acercó a los marginados, amó a todos y acabó la vida en esta tierra colgado entre dos malhechores. Jesús, fiel al Padre, nada se reservó, lo dio todo. Su pasión es el momento en el que la divinidad se esconde, hasta tal punto que es condenado como blasfemo.

El dolor personal

Nuestra experiencia

El instinto y nuestra sociedad nos llevan a rehuir el dolor y mantenernos en la búsqueda del placer. Sin embargo, en nuestras vidas el dolor no lo podemos negar, ni buscar paliativos que lo endulcen, ni menos justificarlo intentando controlarlo, sino que tenemos que darle voz, tal y como se hace presente. Cuando lo afrontamos siempre nos conduce a ver la realidad de una manera diferente. Por este motivo, cuando se presenta, es el momento de afrontar el dolor.

Jesús no se murió, lo mataron como a un criminal. Lo juzgaron prescindible y se mofaron de Él, pero Él no cayó en la trampa de responder con la misma violencia. Aunque en nosotros tienen lugar con una medida sumamente menor, insultar, despreciar o aprovecharse son tristemente comportamientos que se dan en las relaciones humanas. Son expresión de la soberbia humana, de la mediocridad del mal, por eso mismo cuando se presentan, es el momento de resistir.

Lo que más cuesta es la absurdidad del dolor. En momentos de roturas radicales, desgracias inesperadas, muertes inexplicables, el ser humano cuestiona Dios. Todo y el enorme sufrimiento que esto supone, en este cuestionamiento la persona se da cuenta de que quizás el Dios en el que creía era un ídolo y se abre poco a poco al Misterio de la Realidad, al Dios vivo. Por esta incomprensible razón, cuando se hace presente, son momentos de soportar la absurdidad del dolor.

«Mi enfermedad me otorgó el derecho a la inversión completa de todos mis hábitos» y «poco a poco me liberó». «Me permitió volver a mí mismo, consciente de que nunca como en los periodos más dolorosos de mi vida, en el punto álgido de mi enfermedad, he sentido tanta felicidad». Diríamos que son palabras de un fiel religioso, y, en cambio, es el testimonio de Nietzsche.

En momentos de sufrimiento personal, la tentación es renegar en bloque de la fe vivida. Es comprensible, pero es el momento de afrontar, resistir, discernir y confiar.

La experiencia de Jesús

Ante tanta agresividad, persecución y tortura, Jesús encuentra la fortaleza interior y la creatividad para cambiar la lógica de la venganza, para imaginar un futuro diferente. La actitud no-violenta, generosa hasta el extremo, no es pasividad deshumanizante, a pesar de que nos lo parezca.

La actitud de Jesús, hoy, es acogida incondicional de la inevitabilidad del mal en el mundo, que cae brutalmente sobre él como un aguacero, que lo aplasta, lo desfigura, lo aniquila. La manera con la que Jesús responde a la persecución, al juicio injusto, el encarcelamiento y la tortura, es vivir el mal, asumirlo, atravesarlo.

Ofreciendo amor y perdón desde el lugar más inesperado, más impensable, más imposible: el patíbulo, la cruz, la tortura más brutal que el imperio Romano había ideado. Hoy, con razón, nos preguntamos, ¿cómo puede una cruz ser símbolo de algo esperanzador?

Jesús vive aferrado, a la confianza en Dios Padre y a la vez experimenta una total incomprensión y vive la noche oscura más total. Qué paradoja. Como sostener estas dos experiencias: ¿Confianza y abandono? Hay que contemplar Jesús pronunciando ambas frases: «Padre en tus manos confío mi espíritu» y también «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

El dolor de los otros

Nuestra experiencia

Solo cuando se afronta el dolor personal se puede percibir la realidad del sufrimiento que nos rodea. Entendemos a quién está pasando por el sufrimiento por el cual ya hemos pasado.

Pero esta conciencia está amenazada por la indiferencia. Poco a poco, a pesar de saberlo, consignas de la sociedad actual como «todo es muy complejo», «¿yo qué puedo hacer?», «siempre ha estado así», «tengo derecho en una vida como es debido» hacen borrosa nuestra memoria y, acabamos volviéndonos insensibles ante el dolor del otro.

Para evitar la indiferencia hay que pararse. Mirar honestamente el rostro de quienes sufren. Hacerse cargo de su dolor, porque al hacernos cargo de su sufrimiento nos damos cuenta de que el otro es un hermano o una hermana.

Es entonces cuando interiormente se percibe una llamada a hacer todo lo que se puede para que el otro viva. Que viva el vulnerable, el marginado, el enfermo, el hambriento, el violentado, el etiquetado, quien es «raro», quien está a mi lado… Somos responsables, y en este sentido podemos decir que el ser humano es dios para el ser humano.

Al dar respuesta existencial a esta llamada es cuando sentimos que nos realizamos como humanos. No es un tópico. Recordemos momentos en los que hemos sentido que la propia vida tenía sentido, y veremos que están íntimamente relacionados con prestar ayuda a otros.

Esto ya lo expresó Isaías «partir al hambriento tu pan, y a los pobres sin hogar recibir en casa, cuando veas a un desnudo le cubras, y de tu semejante no te apartes. Entonces brotará tu luz como la aurora, y tu herida se curará rápidamente. Te precederá tu justicia, la gloria de Yahvé te seguirá» (Is. 58, 7-8).

Quizás en evadirnos de esta responsabilidad hacia el dolor del otro se encuentra la raíz de tanta insatisfacción y malestar que cargan las sociedades actuales.

Por eso, esta mañana necesitamos parar y preguntarnos qué espacio tiene en mi vida el dolor de los otros.

La experiencia de Jesús

Cuánto más autocentrado nos parecería que Jesús tendría que estar, atravesado por un dolor indecible, resulta que es capaz de escuchar y acoger los dos ladrones que le hacen compañía. Sale de sí mismo, no queda ensimismado. Tiene un diálogo, una conversación espiritual de gran profundidad. Les ofrece un camino, el camino, puesto que él es el camino, la verdad y la vida. Uno de los ladrones lo comprende, el otro parece que no.

Jesús nos convoca ante el dolor del mundo, en comunidad, al pie de la cruz. “Aquí tienes a tu hijo, aquí tienes a tu madre”. Qué gran misterio, qué paradoja: el germen de comunidad y de fraternidad surge a los pies de la cruz, allá donde hay más dolor y oscuridad. El cuidado, la ternura, el consuelo surgen del dolor compartido, como una pequeña semilla que solo puede crecer en y por la calidez de la comunidad. Los vínculos de la comunidad de seguidores de Jesús tienen que ser tan fuertes y tan poderosos como los vínculos familiares, los vínculos de la maternidad y la filiación (hijo, madre). Solo así el dolor es soportable, llevadero, asumible.

Cuántos dolores sufridos en soledad son tan pesados que acaban destruyendo el ser humano. Personas crucificadas por la injusticia, la desgracia, la guerra, el olvido, la miseria, el hambre. Contemplando Jesús camino del Gólgota quizás nos surge un pequeño deseo, una pequeña luz, frágil, pero cierta: podría ser que un día podamos vivir en paz, ojalá que un día no haya ningún dolor sin acompañar, que no haya ninguna muerte sin llorar, que no haya ningún sufrimiento sin consuelo.

Esta comunidad engendrada a los pies de la cruz, es buena noticia, porque es la que vive acompañando día a día a los crucificados de este mundo, los consuela y junto con ellos y ellas imagina y construye alternativas a nuestro sistema brutal y destructor. Engendra un mundo de sororidad en el que un día ya no habrá víctimas, ni violencia. Contemplando Jesús en cruz, contemplando los crucificados hoy, se nos convoca a bajarlos de sus cruces. Tantos autores, pintores a lo largo de la historia han retratado el momento del descendimiento de la cruz, símbolo de la ternura y la cura de la fragilidad y la vulnerabilidad de la humanidad crucificada. ¿Dónde me sitúo yo en esta escena?

[Imagen de Manuel Selbach en Pixabay]

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Artículo escrito por Laura Rius y Pau Vidal sj