En este artículo quiero pensar la dimensión performativa de la Pascua. Ese es el objetivo. Pero antes de entrar en el campo del lenguaje de estas líneas, ¿por qué pensar todavía la resurrección de Jesús? Porque ella es misterio, es decir, siempre podemos decir algo más en torno a ella. Y más todavía es un misterio fascinante, es decir, es un acontecimiento que nos cautiva –o debería cautivar– porque en ella nuestra propia vida se ha transformado para siempre. Es por ahí por donde entra la performatividad. Dicho eso, conversemos un momento en torno a la idea central de este artículo.
El concepto de performatividad hunde sus raíces en referentes teóricos fundamentales de nuestro siglo tales como L. Austin, R. Barthes, J. Derrida o J. Butler, los cuales reconocieron que existen palabras o lenguajes que tienen la capacidad de transformar (per-formar) a los sujetos, a los entornos, territorios y a la historia en sí misma. Las palabras producen, construyen y crean. De ahí la expresión tan contenida en el decir corriente de que el lenguaje produce realidad. La producción de sentidos, de lenguajes, de culturas es una cuestión fundamental en la estructura humana porque son esas construcciones las que ayudan a organizar el mundo, sobre todo cuando las experiencias críticas llegan a golpear la puerta.
Por ejemplo, la filósofa Andrea Soto Calderón (2020) habla de la performatividad de las imágenes en cuanto ellas, las imágenes, tienen una potencia, un poder que modifica los soportes por medio de los cuales los sujetos dicen y miran el mundo. Por su parte, el teólogo colombiano Alberto Ramírez (2015) afirma que el lenguaje de la revelación divina se puede comprender desde la pragmática y la performatividad. Ramírez (2015) declara que hoy podemos utilizar estos conceptos en la teología gracias al giro lingüístico en la filosofía y en las ciencias humanas. Gracias a estos desarrollos epistémicos, la teología fue comprendiendo que el lenguaje y la palabra es el modo de comprender tanto la acción de Dios como la respuesta humana a esa revelación. Y es desde ahí desde donde comprendemos la performatividad porque en ella reconocemos un lenguaje que posiciona al ser humano en actos de transformación. En palabras de Ramírez (2015): “en ese sentido, la palabra acontece, llega al mundo como una experiencia que introduce en el mundo algo nuevo”. Y, en otro momento, el mismo Ramírez (2015) afirma: “la condición performativa del lenguaje muestra una nueva realidad”.
Por lo tanto, y teniendo estos elementos en el horizonte de comprensión, ¿en qué sentido la Pascua de Jesús es performativa?, o ¿por qué podemos hablar de performatividad pascual? Teólogos como Adolphe Gesché (2013), Jean Daniel Causse (2006) o Élian Cuvillier en conjunto con el mismo J. D. Causse (2015) han insistido, la resurrección de Jesús se puede comprender desde la irrupción de un nuevo lenguaje o de un nuevo decir en la aurora del nuevo primer día de la semana. Este lenguaje puede comprenderse de muchas maneras: la Palabra ha sido resucitada, el resucitado habla a la comunidad, el decir pascual tiene impactos en las vidas de hombres y mujeres concretos. Lo que a mi entender vincula todos estos elementos es la dimensión performativa del lenguaje, es decir, la resurrección que irrumpe en medio del lenguaje y con el lenguaje transforma a los sujetos. La Pascua transforma, nos constituye en nuevos sujetos o se produce una nueva subjetividad al decir de Causse (2006). Con la resurrección Dios confirma su Palabra-Jesucristo. Con la resurrección abrazamos al Dios que da vida, otro signo de transformación. Quizás esto es lo más sanador-salvífico de la Pascua: aprender a tomar conciencia de que en la resurrección Dios se compadeció y tuvo misericordia del Cristo y, en él, de cada uno de nosotros y nosotras. Sin duda este es el mayor signo de performatividad acontecido en la Pascua y es tal porque desde él y desde el Espíritu que sostiene toda performatividad nosotros estamos llamados a transformar cada territorio, estructura y vida, transformación operada desde el Resucitado.