Estamos asistiendo a las guerras del fin de la globalización postmoderna, aquella impulsada por los intereses anglosajones en el mundo. Hasta no hace mucho, el dominio mundial correspondía a las estructuras de poder que Estados Unidos heredó de su imperio hermano, el inglés, tras la Segunda Guerra Mundial (SGM). Aquella guerra pasó el testigo del dominio marítimo mundial desde el ámbito netamente Británico al estadounidense, compartiendo ambas potencias su control sobre los territorios que se asomaban a sus costas. Esto lo hicieron siguiendo la doctrina de Mackinder llamada Heartland. Una potencia marítima, para poder controlar el mundo, debe rodear y, en lo posible, controlar el «área pivote» del mundo, el corazón del planeta geográficamente que es el cento de Asia. Para ello, primero ha de controlar los mares y después establecer una zona de colchón que presione ese pivote. De este modo, Gran Bretaña, a lo largo del siglo XIX estableció puntos de control y dominio que cercaran el heartland global, aunque lo hizo de manera imperfecta, por lo que su dominio no pasó de ser meramente marítimo. 

El área pivote es muy importante porque congrega la mayor cantidad de recursos conocida, ya en el siglo XIX, y más aún hoy. Esa área, que coincide casi completamente con lo que hoy es Rusia, cuenta con entre el 25% y el 50% de los recursos energéticos y estratégicos mundiales y no es posible sostener un imperio marítimo como el de Estados Unidos sin controlar esos recursos, de ahí que tras la SGM el impulso fue, de un lado evitar que Estados Unidos quedara reducido a ser «una isla frente a las costas de Asia» (Mickinder dixit) y, de otro, rodear con ejércitos propios, o arrendados, a Rusia, entonces la Unión Soviética. La política «inteligente» en congruencia de la teoría del heartaland, fue impedir que la URSS y China tuvieran intereses comunes, esto propició la apertura de China en los años 90 a la globalización capitalista, convirtiéndose en la fábrica del imperio americano y sirviendo, durante dos décadas a sus intereses, lo que ayudó también a la caída de la URSS y al proyecto de desmembramiento del heartland. Este proyecto salió bien hasta 2014. El imperio anglosajón consiguió cercar el área pivote mediante guerras proxy, revoluciones de colores y golpes de estado. 

Si hacemos una somera enumeración tenemos la integración en la OTAN de los antiguos miembros del Pacto de Varsovia hasta hacer frontera con Rusia y su aliada Bielorrusia: los bálticos, Polonia y ahora Finlandia y Suecia. En el flanco sur consiguió poner de su lado a Turkía durante varias décadas, influir en Georgia hasta provocar una intervención Rusa, el conflico de Armenia y Azarbaian, la reorientación de los estados musulmanes exsoviéticos, la invasión de Irak y Afganistán con el corolario de la guerra en Siria mediante el proxy anglosajón, el Estado Islámico. Esta guerra en Siria fue el detonante para que Rusia decidiera que era hora de intervernir para impedir quedar rodeada, porque la caída del régimen sirio supondría poner en jaque el difícil equilibrio de poder en Turkía, que podía caer, por simpatía, en una inestabilidad donde los hijos de Clinton (de ambos esposos), podrían tomar el poder y ser un ariete defintivo en el flanco sur ruso. Rusia frenó al Estado Islámico, proxy anglosajón, y arruinó los planes imperiales.

La política de cercamiento de Rusia, imprescindible para el sostenimiento de un imperio marítimo con escasos recursos (escasos para seguir siendo un imperio) tenía como guinda del pastel a Ucrania. Desde la disolución de la URSS, fue intervenida por agencias estadounidenses que sentaron allí sus reales. Un país dividido casi por la mitad geográfica y poblacional entre rusos étnicos y ucranianos, era una pieza fácil de cobrar, solo había que azuzar las diferencias y esperar que dieran fruto. Victoria Nuland fue la ejecutora del plan: financió a los grupos nazis para que pusieran fuerza en las calles, sobornó a cuantos fue necesario y financió (cinco mil millones dice que le costó el asunto) a los que propugnaban una Ucrania «limpia». Esto condujo al golpe de estado del Maidán, en 2014 y la subsiguiente guerra del Dombás, donde Rusia intervino para impedir la masacre de la etnia rusa mayoritaria en la zona. Además, Rusia se anexionó Crimea, zona vital para controlar el Mar Negro y cabeza de puente para una invasión a Rusia (ya hubo una guerra de Crimea que Gran Bretaña perdió), ante lo que Ucrania no pudo hacer nada porque entonces no contaba con un ejército suficiente para responder a Rusia. 

La guerra del Dombás pronto se convirtió en una guerra de trincheras. Ucrania creó una línea defensiva desde Bajmut, pasando por Avdeevka y llegando a Ugledar, que ponía un límite a las milicias del Dombás apoyadas por Rusia. Era imposible que una de las dos partes venciera y se llegó a los acuerdos de Minsk (I y II) en 2015. Estos acuerdos establecían que el Dombás seguiría siendo territorio ucraniano, pero con una gran autonomía, respetando su lengua y cultura. Los acuerdo fueron firmados, además de Ucrania y Rusia, por Francia y Alemania. Pero la parte occidental nunca los cumplió y hasta 2022 la guerra siguió de manera más o menos latente, con bombardeos sistemáticos sobre la población de Donets desde la cercana Avdeevka, una fortaleza ucraniana a diez kilómetros de la capital del Dombás. 

Cuando Rusia invadió Ucrania el 24 de febrero de 2022, hacía meses que venía pidiendo a la OTAN que desistiera de integrar a Ucrania en la organización. La seguridad internacional es indivisible y nadie puede aumentar su seguridad, como argumentaba la OTAN, a costa de la seguridad de otro actor geopolítico, en este caso Rusia. Pero nadie hizo caso y siguió con los planes de integración de Ucrania en la Alianza. Esto supone una amenza existencial para Rusia. Si Ucrania entra en la OTAN, Rusia estaría atada de pies y manos, porque se activaría el artículo 5 en caso de invasión. Y Rusia tendría motivos para invadir si Ucrania despliega en su territorio misiles estratágicos con carga nuclear o implanta cazas de combate con capacidad nuclear. La seguridad mundial en materia nuclear se basa en la DMA (Destrucción Mutua Asegurada) que fue lo que impidió que durante la guerra fría alguien tuviera la intención de lanzar un ataque nuclear, la destrucción hubiera sido mutua y no hay vencedores. Digamos que no había incentivos para iniciar una guerra nuclear. Pero, con misiles nucleares dispuestos en el Dnieper el tiempo necesario de respuesta de Rusia sería superior al del lanzamiento de estos misiles y Rusia habría perdido la guerra aún antes de iniciarla. Sencillamente: Rusia no puede permitir que se instalen misiles nucleares tan cerca de su territorio, es cuestión de supervivencia como estado independiente. Precisamente, era esto lo que propugnaba el thing tank estadounidense Rank Corporation en un informe de 2019: «Estresar y desequilibrar a Rusia: Evaluación del impacto de las opciones que le impondrían costes«. El informe puede leerse en línea (lo he descargado aquí) y no deja lugar a dudas. Este grupo semiestatal estadounidense, en 2019, propugnaba dos escenarios plausibles para «estresar y desequilibrar» a Rusia. El primero era que Ucrania entrara en la OTAN, con lo que Rusia estaría vencida a medio plazo; el otro, que Rusia invadiera Ucrania, plan que considera el informe el óptimo, porque conseguirían aislar y desengrar a Rusia en una guerra larga de desgaste, lo que llevaría a la caída de Putin y al desmembramiento de Rusia, pudiendo acceder así a sus inmesos recursos.

Este plan venía gestándose desde 2004, cuando Nuland consiguió poner en el poder de Ucrania a un antirruso y comenzar con la política de desrusificación de Ucrania. Y se confirmó en abril de 2022 cuando impúdicamente, tanto Merkel como Holand reconocieron en público que los acuerdos de Minsk fueron una estrategia para ganar tiempo y crear en Ucrania un ejército capaz de hacer frente a Rusia. Lo que se ha visto comprobado con los hechos. Lo que no acaba de comprenderse en la posición de la Unión Europea, ya sin Gran Bretaña. Sus intereses objetivos no coinciden con los anglosajones en este conflicto. Más allá de la retórica propagandista, Rusia no ha tenido ni tiene intención de invadir Europa, tampoco podría hacerlo militarmente. Al contrario, en 2004 solicitó formalmente Putin la integración de Rusia en la OTAN, de modo que se pudiera crear un espacio europeo de seguridad común. Tras la negativa y la ampliación de la OTAN, Rusia advirtió de que esa política desestabilizaba Europa, pero siguió con los proyectos comunes con Alemania para seguir suministrando recursos energéticos a bajo precio, lo que ha permitido a Alemania ser la potencia económico hegemónica de la UE. No se entiende que Alemania se haya dejado arrastar a este despropósito que está destruyendo su capacidad industrial y la está reduciendo a un mero títere de los intereses anglosajoneg (tragándose el sapo de la destrucción por parte de Gran Bretaña del gaseoducto que le aportaba el gas barato ruso). Estos intereses sí pasan, siguiendo la doctrina del heartland, por aislar a Rusia y dividir a la Europa continental, único modo en el que un imperio marítimo reducido a una isla como Gran Bretaña puede subsistir. El interés de Gran Bretaña siempre ha sido dividir a Europa y lo están logrando. Hemos pasado de eje París-Berlín al eje Londrés-Varsovia-Kiev para dirigir Europa. El suicidio de la Unión Europea está servido, es solo cuestión de tiempo que pase a ser un apéndice de Gran Bretaña o un territorio yermo entre el imperio anglosajón y Rusia.

Estados Unidos ha conseguido que sea la Unión Europea quien sostenga esta guerra contra Rusia, mientras prepara su guerra contra China, verdadero objetivo de este conflicto. China es la retaguardia estratégica de Rusia, si cae China cae Rusia y viceversa. Por eso, la «inteligente» política estadounidense de las décadas precedentes ha sido sustituida por una confrontación directa que ha unido a China y Rusia en una alianza que está gestando una nueva geopolítica multipolar, con los BRICS con medio para extender un modo de relaciones internacionales ajeno a los intereses del imperio anglosajón. Están creando una zona económica propia que respeta los intereses de las partes y que resulta ganadora para todos los partipantes. Mientras que Estados Unidos se empeña en mantener bajo su dominio a todos cuantos pueda por los medios habituales: presiones, golpes de estado, magnicidios y el resto del manual de intervención. Xi Yinping dijo en el útimo Congreso del Partido Comunista Chino que en 2027 China estará preparada para la guerra, pues necesita incrementar sus capacidades armementísticas para hacer frente a la OTAN del Pacífico, el AUKUS (organización supuestamente defensiva integrada por Australia, Reino Unido y Estados Unidos, a la que se sumen Japón, Korea del Sur y Filipinas, de momento) una organización que establece un cierre frente a las costas de China con la intención de contenerla dentro de la doctrina del heartland. Lo que no tenemos muy claro es si a Estados Unidos se le va a atragantar esta contienda, por eso quiere dejar el trabajo contra Rusia a la Unión Europea.

No sabemos cómo acabará esto, pero sí tenemos claro dos cosas: 1, si Rusia pierde la guerra, la perdemos todos, pues su doctrina nuclear dicta que se usarán las armas estratégicas en caso de peligro de desaparición de Rusia y es un peligro cierto si Rusia sufre una derrota estratégica en Ucrania. Y 2, se está creando un nuevo mundo que supone el declive imparable de la globalización neoliberal postmoderna que es el modo del imperio anglosajón en el siglo XXI.

[Imagen de PublicDomainPictures en Pixabay]

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Amarillo esperanza
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Bernardo Pérez Andreo
Doctor en filosofía (Universidad de Murcia) y Teología (Facultad de Teología San Vicente Ferrer de Valencia). Profesor Ordinario de Teología en el Instituto Teológico de Murcia OFM. Desde 2010 coordina el Máster Universitario en Teología (On line) en la Universidad de Murcia y dirige la Línea de Investigación en Teología en el Programa de Doctorado en Artes y Humanidades de dicha Universidad. Trabaja en dos líneas de investigación: una sobre la relación del cristianismo con la sociedad posmoderna y la otra sobre el Jesús histórico y el cristianismo primitivo. Dirige la revista del Instituto Teológico de Murcia, Carthaginensia. Su último libro: La revolución de Jesús. El proyecto del Reino de Dios (PPC, Madrid, 2018).
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