Retiro en la ciudad 2024
Sábado
El silencio de Dios es tiempo de aprendizaje
Introducción
Hoy, respecto de la fe en Dios y como sociedad, estamos en algo así como un tiempo invernal. Niebla, frialdad, silencio, oscuridad. Ante esta situación al cristiano se le pide un acto de fe, es decir, una decisión personal fruto de una transformación de la propia persona capaz de generar un estilo de vida y un compromiso a largo plazo.
Para sobrevivir en este inhóspito paraje hay que ir al interior, allá de donde brota lo que nos nutre y da calidez, encontrarnos con el misterio de Dios. Su silencio evita que lo podamos moldear según nuestros intereses y nos dispone a captar quién es este Otro y a qué horizontes de vida nos abre. Así, nos prepara para hacer una opción de confianza en Él.
…aprender a acoger el silencio
Pronunciamos demasiadas palabras, cotidianamente estamos inmersos en un soliloquio interno, producto de nuestros deseos, proyecciones, heridas, sentimientos, memorias agradables y recuerdos penosos. Todo este monólogo interior nos separa de la realidad, de las cosas, de los otros. Las mismas palabras que nos sirven para actuar en el mundo nos separan de él, aun así cuando nos disponemos a silenciar esta palabrería, emerge «lo que es».
Hay otra manera de evadirnos de «lo que es»: la dispersión. Esta es, quizás hoy, la mayor miseria de las personas. Estamos en muchos lugares y en ninguno, innumerables «cosas buenas» solicitan nuestra atención, nos complace responder y así, mareados por tantas demandas, empezamos por perdernos a nosotros mismos y acabamos por no saber quiénes somos.
Una de las claves de la vida espiritual es la capacidad de atención; esta nos salva de tanta palabra innecesaria y de la dispersión. Solo mediante la atención vemos las cosas tal y como estas son. Hoy, Sábado Santo: un sepulcro, un cuerpo enterrado, unos discípulos miedosos, el dolor de una madre, unas autoridades satisfechas, un pueblo confuso; y a nuestro alrededor mucho comercio y muchas personas que ignoran a Dios. No hay que hacer elucubraciones, solo mirar. Mirar para ser receptivos. Estar atentos y esperar pacientemente a que este silencio nos hable. Acoger el silencio.
…aprender a disfrutar el silencio
El silencio inicialmente nos incomoda, nos introduce en un espacio desconocido y sentimos que no estamos controlando. Sin embargo, necesitamos atravesarlo para que nos deje transformados. Una travesía que enriquece nuestras personas de diferentes maneras.
El silencio habla. Deja aflorar las preocupaciones y las emociones básicas, y al expresarse me van diciendo quién soy, cómo soy y cómo me gustaría ser.
El silencio me hace presente mis acciones y evita que justificaciones del propio ego las maquillen.
El silencio me revela al otro, con su estilo de vida diferente al mío, sus capacidades que no son las mías, sus deseos que pueden ser muy diferentes a los míos. Así la palabra del silencio me ensancha interiormente.
El silencio construye. Necesitamos el silencio para elaborar toda esta riqueza recibida, para seguir este crecimiento personal a lo largo del tiempo evitando que su fuerza se diluya. El silencio me permite identificar el siguiente paso a dar , porque solo la obra consolida aquello que ha germinado interiormente y evita que se quede en una ensoñación o en fantasías del propio ego.
El silencio es actuación, porque él también hace sentir aspectos personales que no puedo silenciar. No puedo reprimir los sentimientos egoístas, las reacciones de mezquindad, las intenciones sinuosas, etc. pequeñeces que también son parte de mí y que si son silenciadas me seguirán condicionando, en la penumbra. Tengo que escucharlo y discernir cómo sanarlo.
El silencio nos abre a lo esencial: estamos solos ante Dios, solos cuando Él nos habla y solos tenemos que responder, no podemos escapar a esta condición humana. Y el silencio nos hace conscientes de esta relación que nos constituye.
El silencio se convierte entonces en atención a la realidad, humildad, comprensión del esencial, ofrenda de confianza, gozo de saberse criatura amada.
…aprender a encontrar a Dios en el silencio
Cuando hacemos silencio y dejamos que la realidad nos hable, nos damos cuenta de que el mundo sigue creándose, que estamos inmersos en una realidad natural y Dios está abarcándolo todo. El aire que inspiro y exhalo, las pulsaciones que hacen latir el corazón, la energía que permite moverme, el paisaje que me serena, el encuentro con el otro que me consuela, hiere o estimula, todo es un contacto con Dios. Todo lo que me rodea. Soy desborda de Dios.
Al hacer silencio dejo que la vida me muestre el impulso de Dios que dinamiza todo desde dentro. Los acontecimientos se suceden y esperan mi aceptación, pero no me siento forzado a aceptar la realidad tal y como se presenta. Dios incita mi corazón a dar una respuesta positiva hacia Él sin coaccionar mi libertad. Siento el hálito de Dios que me mueve a transcenderme a mí mismo, a mí misma, avanzando hacia nuevos horizontes, y siento la libertad responder.
El silencio me hace sentir que soy amado, amada, y que el amor que recibo hace desaparecer la angustia de vivir, el miedo a las reacciones de los otros, la inseguridad al actuar. En el silencio acojo esta fuerza de amor que actúa a través del amor de las personas que me rodean y sobre todo, en el suave impulso que me dirige hacia una intimidad más grande con Dios. Dejo que me llene y que pase, a través de mí, hacia los demás.
…a encontrar a los hermanos y hermanas en el silencio
El silencio no es mutismo. Este puede ser un arma de quien se complace en su yo, prepara la respuesta agresiva, niega información sensible, domina o sencillamente ningunea.
El auténtico silencio engendra la palabra que crea comunidad porque no juzga. A menudo nuestra palabra quiere ayudar y tiene una apariencia de legitimidad, pero junto con esa buena intención se infiltra el espíritu de rencor y de maldad. En cambio, cuando descubrimos que Dios no ha creado el prójimo como yo lo hubiera hecho; que es diferente, que no ha sido creado a imagen mía, sino de Dios, entonces nuestro silencio reconoce en el otro un hermano o hermana y nuestro silencio pronuncia palabras de vida.
El silencio nos libera. Silencia mis pretensiones de dominio, las proyecciones con las que justifico mis posturas o los intereses que busco obtener. Y esto me permite reconocer el otro en su alteridad y, por tanto sus derechos. Entenderlo crea comunidad y es motivo de gozo.
El silencio permite llevar el fardo de los otros, el estilo de Cristo es un estilo de apoyo. No hay persona que no cargue debilidades, limitaciones, manías. El silencio me permite llevar estas cargas, y la principal de todas es la libertad del otro. Esta va al encuentro de nuestra tendencia a señorear sobre el prójimo. Dejar que Dios dé su imagen a la persona y nosotros hacer de apoyo de su profunda naturaleza, calidades, talentos, debilidades y rarezas. Soportar su realidad de criatura, aceptarla y alegrarnos.
[Imagen de Peter Nguyen en Pixabay]
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Artículo escrito por Laura Rius y Pau Vidal sj