Aunque no está bien hablar de uno mismo, necesito presentarme como un viejo que luchó de joven contra la dictadura franquista. Uno de los episodios más serios de mi vida se dio un día en que conducía un coche con el capó lleno de propaganda “subversiva”, que había ido a recoger a una parroquia donde parecía casi seguro e inminente un registro policial. Precisamente ese día me paró la policía (por haber pisado una raya contínua). Tuve la suerte de poder escaparme con sonrisas y me quedé pensando que, de haberme descubierto, aquello hubiese supuesto la cárcel no solo para mí sino para otras gentes muy queridas. Y sé que esa suerte que tuve yo, no la tuvieron muchos otros.
Desde aquí quisiera decirles que, cuando les oímos hoy a ustedes, muchas gentes pensamos que (al menos en este campo de lo legislativo) no es eso aquello para lo que luchábamos antaño. Y me surge a veces la clásica pregunta del refrán de si “para este viaje se necesitaban aquellas alforjas…”.
A las Cortes franquistas las definían entonces con una frase bíblica (del Apocalipsis): “cuatro animales que dicen Amén…”. Hoy pensamos algunos que a nuestros parlamentos se los puede definir como “cuatro animales que se desprecian, se insultan y cometen faltas de educación”. Me recuerdan un episodio de mi infancia cuando un profesor nos decía que en clase no teníamos que pelearnos: “a pelearse después, al patio”. Y muchas veces cuando les oigo a ustedes me vienen ganas de decirles lo mismo: “si quieren pelearse, después en el patio”.
Porque esas peleas suyas, además de maleducadas son inútiles: antes del discurso de cualquier político ya saben todos los oyentes lo que votarán después. Creo que aún no se ha dado ni un solo caso en el que un congresista cambiase de opinión ante el discurso escuchado. No me negarán que entonces lo mejor sería suprimir esos discursos y entrar directamente a las votaciones: el resultado sería el mismo y nos ahorraríamos esos espectáculos bochornosos que nos dan ustedes (y a lo mejor eso hasta permitiría bajar considerablemente el sueldo de muchos parlamentarios y dedicar ese dinero a fines más sociales).
Franco intentó justificar su dictadura diciendo que los españoles “no estamos preparados para la democracia”. Y algunos de ustedes parece que se empeñan en darle la razón en ese modo de argumentar. El único programa que algunos de ustedes parecen tener, en uno y otro lado, es aquel de “váyase señor Fulano”. Luego ya, parece que todo irá bien, no por lo que hagamos sino porque lo hacemos nosotros..
Una vez oímos con gusto decir a un político: “yo no quiero derrotar a fulano con descalificaciones sino con argumentos”. ¡Hombre qué bien! Pero desde entonces no ha dado ni un argumento y ha preferido volver a los insultos y ataques personales. Y no percibe ese buen hombre que a lo mejor la gente acabara pensando: quizá se ha dado cuenta de que no había argumentos y no le ha quedado más salida que recurrir a los insultos…
Y lo peor es que todo eso no ocurre en momentos de bonanza, sino en horas históricas muy difíciles. Varios sociólogos explican que todos somos víctimas de un sistema que nos obliga a hacer lo contrario de lo que pensamos: y así, gentes de convicciones ecologistas se comportan de la manera más antiecológica; como gentes que presumen de valores sociales se comportan de manera antisocial. Y eso no por incoherencias personales sino porque somos víctimas del sistema[1].
Nuestro sistema político es hoy, en muy buena parte, efecto de un sistema económico que se asienta sobre estos dos dogmas infalibles: que la relación fundamental entre los humanos no es una relación de colaboración sino de competitividad. Y eso, porque el primer principio de toda acción humana es la búsqueda del máximo beneficio propio posible. Marcada tácitamente por estos dos principios, la política se convierte en el triste espectáculo que nos toca ver casi cada día: una pelea de patio de colegio (y de colegio “barato”, diríamos con el lenguaje de entonces).
Cuesta mucho comprender que una personalidad política de primera línea (no española en este caso) haga una declaración como esta: “la única manera de evitar una guerra mundial es que Putin pierda la guerra contra Ucrania”. ¿Cómo no comprende esa buena persona que el que Putin pierda la guerra con Ucrania es el camino más seguro hacia una guerra mundial? Tanto que se nos llena la boca hablando de la maldad de Putin, ¿aún no hemos comprendido que esa maldad está dispuesta a todo con tal de no perder una guerra, y que si ha de morir morirá matando? ¿Cómo es posible que los políticos sean hoy tan ciegos? ¿Será verdad que ellos mismos son las primeras víctimas del sistema? Y cuando oyes a políticos mundialmente conocidos pronunciar grandes bravatas patrióticas (que podrían llevar a su país al desastre) uno se pregunta también: ¿cómo es posible que no se dé cuenta de que, en el fondo, no está más que defendiendo su ego y no a su país? ¿Cómo es posible que no lo vea?
Y eso tiene lugar en unos momentos en que, como se ha dicho ya varias veces, no estamos asistiendo a una época de cambios sino a un cambio de época. Una época en la que el género humano parece estar jugándose cada día su futuro: por razones atómicas, ecológicas, y migratorias hacia países sin casi natalidad, donde las generaciones jóvenes van siendo cada vez más de mayoría inmigrante que de mayoría nativa. Y eso no puede arreglarse frenando la inmigración porque son absolutamente necesarios: mire usted, si no, de qué nacionalidad son los y las cuidadoras de nuestra multitud de ancianos e impedidos.
No sé si vale la pena seguir. Porque tampoco sé si han querido ustedes seguir leyendo hasta aquí. Pero puede ser bueno acabar con una frase de Cicerón, en un discurso político sobre una ley (para que se vea que el mundo cambia poco): “irasci mihi nemo poterit nisi qui de se prius voluerit confiteri”.
[Imagen de mostafa meraji en Pixabay]
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[1] Encontrarán ustedes esos y otros ejemplos parecidos en las páginas 553-54 del libro de Hartmut Rosa Resonancia. Una sociología de la relación el mundo, que les recomiendo mucho. Al menos podrían leerlo en el Congreso, en vez de entretenerse con el móvil, mientras está hablando un señor al que no les interesa oír porque ya saben que van a votar contra lo que él diga…
Yo no me pierdo ningún discernimiento de González Faus. Si o sí.