Una vez más, hemos llegado al tiempo de la Cuaresma, la época en que la Iglesia nos llama a reflexionar sobre nuestras vidas y a reformar aquellos rincones del alma donde tenemos una necesidad. Es tiempo de preparación para celebrar la gran fiesta de Pascua, la resurrección a una nueva vida por parte de Jesucristo y para nosotros mismos. Dada la situación política y moral de mi país, los Estados Unidos, se me ha ocurrido una manera diferente de acercarnos a esta tarea anual que nunca nos gusta hacer. Se me ha revelado últimamente el Donald Trump interior que debe dar paso al Jesús interior. Creo que es una conversión a la que todos somos llamados por el Espíritu, sin importar nuestros puntos de vista políticos o naciones de origen o residencia.
¿El Trump interior? ¿Qué es lo que posiblemente tendríamos en común con ese hombre? Pues, ¿qué es lo que vemos aparte de su política? (No quiero tocar sus puntos de vista. Hablo solamente del hombre como hombre). Vemos alguien sumamente egoísta, capaz de hacer o decir cualquier cosa. Insulta a todos los que no están de acuerdo con él e incita a sus secuaces para que persigan a sus enemigos. Como un niño, no soporta a los que no se ajustan a él, a los que no son “leales”, a los que dicen “no” a sus deseos. Es un hombre de excesos, de comida, de rencor, de venganza. Dice que quiere un gobierno que respete la Constitución y las leyes, pero intentará convencer al Tribunal Supremo de que estas cosas no se aplican a él personalmente ni a lo que pueda hacer como presidente. Es un racista extremo, con planes de reunir a todos los inmigrantes en campos de concentración antes de deportarlos, de usar el Ejército para buscarlos y arrestarlos, de prohibir a todos los musulmanes la entrada al país. Usa la religión y el sistema legal como armas de venganza. Nunca acepta la responsabilidad de nada y jamás pide perdón. Es un hombre sin moral, sin escrúpulos y sin compasión. Es un narcisista y ha roto todas las reglas de interacción civil y las barreras que hemos puesto para evitar matarnos unos a otros. Repito. ¿Qué es lo que tenemos en común con él?
Creo que todos tenemos algo en común. Lo que hace Trump es expresar una parte de nuestra naturaleza caída que no queremos admitir ni reconocer. Cuando alguien nos hace algo que consideramos injusto, ¿cómo reaccionamos? Nos enojamos, queremos pelear, empezamos a jurar o gritar insultos, planeamos la mejor manera de vengarnos. Nos quejamos con nuestros amigos, buscando simpatía o apoyo. Otra emoción que no nos gusta admitir es el racismo, el deseo de estar “con los míos” y excluir a los que no caben, los diferentes, que son más pobres, con otro color de piel, menos educados o que hablan otro idioma. También nunca estamos contentos con lo que tenemos. Siempre buscamos algo más: otra pareja, más sexo, un poco más dinero, más y mejor comida, los últimos teléfonos. Y cuando no alcanzamos ese algo más, empezamos a echarle la culpa a los demás. Cuando no me dan un trabajo mejor pagado, será la culpa de Fulano. No acepto la responsabilidad de mis errores y faltas porque siempre es otra persona la que me ha maltratado u ofendido. “Me han robado lo que merezco”. Si profundizamos en nuestro carácter, descubrimos debajo de la superficie nuestro Trump interior.
Según San Agustín de Hipona y varios filósofos romanos y griegos, la naturaleza humana está llena de vicios. Compartimos el mismo instinto de supervivencia. Cuando nuestra supervivencia se ve amenazada, reaccionamos con todas nuestras fuerzas. Lo vemos tanto en individuos como en colectivos, en Israel o Ucrania. En esos momentos se suspende la moral por el bien mayor de nuestra existencia. Hay problema cuando ese instinto controla nuestra vida, incluidas las personas que nos rodean. Pronto descubrimos que es imperativo luchar con todo y con todos. Eso también forma parte de nuestro Trump interior. Todo el mundo se convierte en enemigo, yo y el grupo al que pertenezco nos sentimos amenazados, y es el momento de construir fortalezas. ¡Defender por encima de todo! Nuestro Trump interior puede resultar peligroso. Aparecen dictaduras y salen atrocidades como hemos visto en Auschwitz, Gaza y Bucha.
Por el contrario, tenemos también un Jesús interior. Podemos llamarlo “conciencia” o Espíritu Santo, o sentido moral, pero el hecho es que todos los que fuimos bautizados, todos los que creemos que existe algo dentro de nosotros que nos separa de los animales, todos los que aceptamos una humanidad común, vivimos con algo interior que nos susurra “Eso no está bien”. Nuestro Jesús interior nos conduce a la paz interior, siempre y sin falta. Nos lleva a una compasión sincera para los que sufren de enfermedades, de la soledad, de la falta de comida o vivienda, de la falta de comprensión familiar, del abuso y el maltrato. Abrimos los brazos a recibir los “perdidos” como hizo el padre del Hijo Pródigo y no con brazos entrecruzados para juzgar y ametralladoras. Hasta en las situaciones cuando nosotros mismos nos sentimos más desesperados, cuando estamos también sufriendo, se enciende esa chispa dentro de nuestra ánima que nos calienta y nos ayuda a alcanzar y tocar a los demás. Dejamos de pensar en el “yo” y comenzamos a pensar en “nosotros”. No importan clases sociales, educación, razas, lenguas, nacionalidades o ninguna otra clasificación que construimos para separarnos los unos de los otros. La humanidad común, el Jesús interior que nos llama, puede demoler barreras, edificar puentes, y crear unidad.
En uno de sus ejercicios espirituales claves, San Ignacio de Loyola presenta desde su imaginación una gran batalla en que las fuerzas de Jesús combaten contra las de Satanás para ganar almas para Dios. Sin embargo, las armas del ejército de Jesús son la bondad, la justicia y la pobreza de espíritu. Sus soldados se hacen débiles para que la fuerza de Dios, de Jesús, se empodere del campo de batalla. Podemos imaginar la misma batalla esta Cuaresma, pero entre nuestro Trump interior y Jesús interior. La primera cosa es reconocer que somos capaces de seguir el mismo rumbo y los mismos impulsos que impulsan a Donald Trump. Podemos ser tan egoístas, tan testarudos, tan crudos, tan ciegos, tan abusivos, tan llenos de ira, tan vengativos, tan irresponsables como él. Si no lo admitimos, hemos perdido ya la batalla. Además, si intentamos luchar sólo con nuestras propias fuerzas y nuestras armas, acabaremos con heridas graves. Será cuando permitamos que nuestro Jesús interior tome poder, cuando confiemos en el amor y la misericordia de Dios, cuando nos pongamos la armadura de Jesucristo, que saldremos ilesos y listos para compartir esos grandes dones con los demás que todavía están en medio de la lucha.
[Imagen de James Chan en Pixabay]
Ser dos vegades bo és ser bobo. M’agrada la trum peta.