El papa Francisco acaba de ofrecer “a todas las personas de buena voluntad” un nuevo documento sobre la crisis climática: la exhortación apostólica Laudate Deum, que quiere ser una apostilla tanto a la encíclica Laudato si’ como a Fratelli Tutti, pues, como se recuerda al principio, “nuestro cuidado mutuo y nuestro cuidado de la tierra están íntimamente unidos” (3).
Tras una breve introducción, el papa Francisco constata que “los signos del cambio climático están ahí, cada vez más patentes” (5) y repasa algunos de los datos científicos que concluyen que “la posibilidad de llegar a un punto crítico es real” (17). Es llamativa su sinceridad cuando reconoce: “Me veo obligado a hacer estas precisiones, que pueden parecer obvias, debido a ciertas opiniones despectivas y poco racionales que encuentro incluso dentro de la Iglesia católica. Pero ya no podemos dudar de que la razón de la inusual velocidad de estos peligrosos cambios es un hecho inocultable: las enormes novedades que tienen que ver con la desbocada intervención humana sobre la naturaleza en los dos últimos siglos” (14).
Hasta aquí, nada novedoso: el cambio climático es real (y ya lo estamos sufriendo), está provocado por causas humanas y sus consecuencias pueden ser gravísimas. De hecho, “ya no podemos detener el enorme daño que hemos causado. Sólo estamos a tiempo para evitar daños todavía más dramáticos” (16). Unos daños que, como viene resaltando el papa Francisco, sufren sobre todo los más pobres, que suelen ser los que menos han contribuido a sus causas.
Entre estas causas, Francisco resalta el paradigma tecnocrático, ya desarrollado en Laudato si’, que “parte de la idea de un ser humano sin límite alguno” (21). Siendo graves los problemas asociados a la falta de recursos y a la contaminación, “el mayor problema es la ideología que subyace a una obsesión: acrecentar el poder humano más allá de lo imaginable, frente al cual la realidad no humana es un mero recurso a su servicio” (22).
No pensemos que Francisco está hablando sólo de quienes detentan el poder político o económico. Esta situación tiene que ver con nuestra propia manera de concebir la economía: “la lógica del máximo beneficio con el menor costo, disfrazada de racionalidad, de progreso y de promesas ilusorias, vuelve imposible cualquier sincera preocupación por la casa común y cualquier inquietud por promover a los descartados de la sociedad” (31). Y ¿acaso los ciudadanos no participamos de esta lógica económica del “cuanto más barato mejor”, disfrazada de racionalidad, sobriedad o solidaridad con los pobres?
Llama la atención la centralidad dada a la necesidad de dar respuesta desde el nivel político. Aunque Francisco reconoce el valor de los pequeños esfuerzos personales y domésticos por llevar una vida menos contaminante y más sostenible, no puede negar que “es necesario ser sinceros y reconocer que las soluciones más efectivas no vendrán sólo de esfuerzos individuales sino ante todo de las grandes decisiones en la política nacional e internacional” (69). La situación es tan dramática y urgente que son necesarias políticas “drásticas, intensas y obligatorias” (59), políticas “vinculantes, eficientes y que se puedan monitorear fácilmente” (59). Para quienes nos dedicamos a la divulgación de estilos de vida responsables en los niveles personal y doméstico, esta insistencia a incidir en los niveles políticos y estructurales es una importante llamada de atención.
Francisco retoma con urgencia lo que otros documentos pontificios llevan tiempo apuntando: la necesidad de una autoridad mundial dotada de medios para hacer cumplir los acuerdos tomados con vistas al bien de todos. Una autoridad que suponga reconfigurar el multilateralismo “desde abajo”, reconociendo que en aquellos lugares donde ya se está haciendo así los logros para el bien común son innegables.
Se trata por tanto de que seamos los ciudadanos quienes controlemos a los poderes mundiales y no al revés, como de hecho está ocurriendo. Algunas voces, procedentes de espectros ideológicos muy diferentes, denuncian que con la excusa del cambio climático se están acentuando la restricción de libertades y los mecanismos de control hacia las poblaciones, como ya se hizo con la pandemia de Covid. Conviene tener en cuenta estas voces, a la vez que, a la luz de la exhortación y ante un paradigma cultural que ignora los límites de la condición humana, hemos de reconocer la necesidad de límites, si es preciso, obligatorios, con vistas al bien común de todos. Límites a nuestro consumismo exagerado, a nuestra excesiva movilidad, a nuestra búsqueda de comodidades sostenidas por esfuerzos ajenos. La pregunta es ¿estamos dispuestos a aceptar estos límites?
Pero estos límites no pueden imponerse por una autoridad desprovista de legitimidad y, menos aún, por unas élites de poder más o menos visibles. La mejor manera de aceptemos estos límites necesarios es que procedan de autoridades legítimas, auténticamente democráticas y con posibilidades de control por parte de todos: «si los ciudadanos no controlan al poder político ‒nacional, regional y municipal‒, tampoco es posible un control de los daños ambientales» (38).
La exhortación repasa los avances y retrocesos de las conferencias sobre el clima, desde la de Río de Janeiro en 1992 hasta la próxima COP28 que tendrá lugar en Dubai. “Esta Convención puede ser un punto de inflexión, que muestre que todo lo que se ha hecho desde 1992 iba en serio y valió la pena, o será una gran decepción y pondrá en riesgo lo bueno que se haya podido lograr hasta ahora” (54). “Decir que no hay nada que esperar sería un acto suicida” (53).
Por eso Francisco lanza un enésimo llamamiento a la responsabilidad. “Ojalá quienes intervengan puedan ser estrategas capaces de pensar en el bien común y en el futuro de sus hijos, más que en intereses circunstanciales de algunos países o empresas. Ojalá muestren así la nobleza de la política y no su vergüenza” (60).
La exhortación concluye con un epígrafe dedicado a las motivaciones espirituales. Como ya desarrolló la encíclica Laudato si’, estamos íntimamente unidos con todas las criaturas y ello implica una esiritualidad de fraternidad universal que lleva naturalmente a la sobriedad y al cuidado. Ciertamente los seres humanos tenemos un lugar peculiar en el devenir del mundo, pero “hoy nos vemos obligados a reconocer que la vida humana es incomprensible e insostenible sin las demás criaturas” (67), con quienes estamos unidos por lazos invisibles conformando “una especie de familia universal, una sublime comunión que nos mueve a un respeto sagrado, cariñoso y humilde” (67).
Estas motivaciones espirituales, aunque referidas al final del documento, se convierten así en una condición previa: “no hay cambios duraderos sin cambios culturales, sin una maduración en la forma de vida y en las convicciones de las sociedades, y no hay cambios culturales sin cambios en las personas” (70).
¿Servirá de algo esta enésima llamada? Decir que no hay nada que esperar sería un acto suicida.
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