Mi pie sabe lo que hace…
Es tiempo de ver todo lo que nace
sin huir de lo que muere.
Eso es lo que lo hace estar vivo,
el paso que va con el viento.
Gilles Vigneault, “Les chemins de pieds”
Tenía 24 años cuando mis papás y mis hermanos me ofrecieron ir a Montreal como un regalo para perfeccionar el inglés, aprender un poquito de francés y vivir una experiencia intercultural. Había finalizado mis estudios de licenciatura en la facultad de derecho y estaba terminando un voluntariado en una zona indígena al sur de mi país con los Hermanos Maristas. Al regresar a México, me esperaba un trabajo como abogada en el campo del derecho laboral. Lo que tenían que ser 6 meses fuera de mi país, se convirtieron en 7 años y medio de una experiencia maravillosa. Fue la primera vez que tomé un avión sola y que atravesaba una frontera sola; mis papás nos habían llevado muchas veces a Estados Unidos pero siempre íbamos en familia. Montreal me recibió con menos 10 grados en plena primavera y una pequeña nevada, era la primera vez que veía la nieve. Todo era nuevo y diferente: la gente, el idioma, el clima, la comida, los olores, la manera de entrar en relación con las personas. El francés, al principio, era ruido en mi cabeza, no entendía nada, pasé 3 meses sin hablar (imagínense, yo que estoy hecha de palabras para dar y regalar), escuchando atentamente a la gente… No podía expresarme ni compartir lo que veía y lo que vivía. Eso me enseñó a tener los oídos bien atentos y a ser paciente. Hasta que un buen día, todas las palabras empezaron a fluir y mis amigos québécois pasaban horas enseñándome frases, canciones, dichos…, mostrándome y adentrándome en su cultura; un verdadero regalo. Y en ese intercambio, yo les iba compartiendo mi cultura, mis historias, de dónde venía y quién era en ese momento.
En Montreal, poco a poco me fui haciendo una joven adulta: tomaba clases de francés en una escuela comunitaria, trabajaba como mesera para pagarme mis cosas, postulé para una maestría y me aceptaron, presenté un proyecto y una congregación religiosa me dio una beca para pagarme la maestría; viví en un proyecto comunitario de más de 10 jóvenes estudiantes y profesionistas vinculados a una parroquia en un presbiterio, viví con una roomate, viví sola, trabajé en pastoral social y en defensa de derechos humanos, y ahí conocí el mundo del catolicismo social. Esa gente tan buena y comprometida acompañaron mi proceso de maduración en la fe y en el compromiso social cristiano. Evidentemente, pasé por todos los procesos migratorios habidos y por haber: de turista me convertí en estudiante internacional, y de estudiante, en trabajadora con una visa federal canadiense, llenando papeles, pagando el trámite y esperando la respuesta de migración, sabiendo que mi proyecto de seguir quedándome, dependía del agente federal en turno.
Aprendí a gustar del silencio y la soledad del invierno a menos 40 grados, de ver renacer la vida en la primavera; de pasar de un día para otro a 40 grados con un factor de humedad muy pegajoso en el verano, de ver cómo los árboles se vestían con tantos tonos de anaranjado y rojo indescriptibles en pleno verano indio del otoño. Durante esos años en los que no existían todavía los smartphones, tenía que comprar una tarjeta en la única tienda latinoamericana del barrio de la Petite Patrie y por 5 dólares podía hablar 3 horas a México. Mis papás me escribían de puño y letra y sus cartas hoy son un gran tesoro, en una de ellas mi mamá me decía: “Mi amor, sigue siendo feliz y trabajando en lo que te gusta, pero ya sabes que en el momento que las cosas y la vida dejen de maravillarte, o te sientas cansada o harta, es el momento de decir ‘voy de nuevo a mi casa’, donde lo único que te pedimos es que estés cerca de nosotros siendo feliz”. Esas palabras siempre me recordaban el amor presente en mi familia y el privilegio del que venía.
En Montreal, gracias a mi trabajo en pastoral social descubrí el mundo de las migraciones: los solicitantes de asilo y los refugiados, las diásporas latinoamericanas que llegaron huyendo de las dictaduras, los trabajadores agrícolas temporales (campesinos mexicanos y guatemaltecos explotados en los campos de las afueras de Montreal), un sinfín de personas que se vieron forzadas por la situación de sus países, a dejarlo todo, y a empezar de nuevo en otro lugar.
Mis años en Montreal también tuvieron algunos momentos de soledad, su buena dosis de nostalgia, y sus múltiples preguntas que me llevaban a escudriñar mi corazón sobre qué hacía ahí cuando las cosas se ponían difíciles; de escuchar comentarios del tipo “Si no te gusta, regrésate a tu país”, “Tú qué vas a saber si no eres de aquí. No opines”; de algunas veces ser mirada de manera condescendiente simplemente por el hecho de ser mexicana. Sin embargo, siempre había gente que decía “Ella no nació aquí, pero se ha hecho como nosotros, habla nuestro idioma, canta nuestras canciones, manifiesta y trabaja con nosotros. Ella es de aquí sin dejar de ser mexicana”. Esos 7 años y medio me enseñaron que el mundo es muy vasto, que muchas religiones y culturas pueden convivir serenamente si un estado da un marco que lo permita y si desde la infancia la gente aprende que son herederos de una historia migratoria que ha construido su país. Después, la vida, los estudios y otros proyectos me trajeron a Francia hace 13 años. Habría mucha tela de donde cortar sobre lo que han sido estos años en la Ville Lumière en donde trabajo en migraciones y en interculturalidad y en donde me convertí en mamá…, pero esa es otra historia. En este 2023 cumplí 20 años fuera de México, en 4 años más, habré pasado el mismo tiempo en mi país de origen que fuera de él, y cuando pienso en ello, me doy cuenta de que estos años se fueron en un abrir y cerrar de ojos. Lo que quisiera recalcar es que toda mi historia migratoria ha tenido un hilo conductor: la libertad. Libertad para moverme, para pedir una visa y tener medios (económicos, sociales y culturales) para pagarla, para hacer estudios y trabajar, para poder decidir si me quiero quedar en los que han sido mis países de adopción, o bien, si me quiero regresar al país que me vio nacer.
Les comparto este pedazo de mi historia porque el pasado domingo, 24 de septiembre, se celebró la 109ª Jornada Mundial del Migrante y Refugiado con el tema de “Libres de elegir si migrar o quedarse”. Este año el papa Francisco nos invita a un «análisis atento de todos los aspectos que caracterizan las diversas etapas de la experiencia migratoria, desde la partida hasta la llegada, incluyendo un eventual regreso; analizar las causas más visibles de la migración forzada así como a reconocer en el migrante no sólo un hermano o una hermana en dificultad, sino a Cristo mismo que llama a nuestra puerta«.
La migración, forzada o escogida, así como la movilidad humana son un fenómeno mundial que nos interpela de manera cotidiana. Basta pensar que tan solo hace unos días, la isla de Lampedusa fue otra vez el foco de atención por la llegada de 7000 personas migrantes, la misma isla donde hace 10 años el papa Francisco nos hablaba sobre la globalización de la indiferencia, y en donde nos exhortaba a «no acostumbrarnos al sufrimiento del otro».
Lampedusa es un lugar donde la vida y la muerte van de la mano, y al mismo tiempo, donde tanta gente se organiza para poder dar una acogida digna a las personas que llegan. En una isla de 20 km2, 7000 personas nos parecen muchas; en el Estadio de Francia, 80.000 personas que se reúnen para ver la copa mundial de rugby, no nos parecen tantas. Líbano tiene una población de más de 5 millones de habitantes y ha acogido un millón de refugiados sirios y casi 200000 de otras nacionalidades; Francia ha acogido casi 600000 refugiados, teniendo una población de 67 millones; sin olvidar a Turquía, con 3 y medio millones de refugiados.
Todos estos números nos ayudan a poner en perspectiva nuestra capacidad de acogida, pero también a preguntarnos cuáles son las condiciones que permiten que las personas no estén obligadas a migrar y a decidir libremente quedarse en su país o emprender la ruta migratoria. Una de esas condiciones es el acceso a una vida digna, lo que significa tener servicios públicos de calidad (salud, escuela, recreación), instituciones sólidas, democracia, respeto a los derechos humanos, paz social, trabajo digno y bien remunerado, red de familia y amigos, posibilidad de vivir una espiritualidad plena, entre muchos otros. Evidentemente, no hay un país “perfecto” que reúna todas estas condiciones, pero sí hay numerosos países que permiten que las personas puedan desarrollar todo su potencial humano, profesional y hasta espiritual. Con el mensaje del papa Francisco para esta Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado también estamos invitados a reflexionar sobre cuáles son las responsabilidades que tienen los países que llamamos “desarrollados” (o del norte global) en el fenómeno que empuja a las personas a migrar y a preguntarnos cuáles son nuestras responsabilidades como sociedad. Por ejemplo, la presencia de multinacionales (compañías mineras, petroleras o hidroeléctricas) en los países de origen que además de extraer las riquezas naturales del país y explotar a la población local, produce éxodos masivos por la apropiación de la tierra; la venta de armas, la guerra y otros conflictos, el apoyo a dictaduras, la violación a los derechos humanos y el asesinato a los defensores de los mismos, las catástrofes naturales y la crisis ecológica, entre muchas otras más.
De manera personal, estamos llamados replantearnos nuestros hábitos de consumo y nuestro modelo de vida occidental que tiene fuertes repercusiones en diferentes ámbitos de este redondo mundo; también, a revisar cuáles son los lugares en los que estamos comprometidos para aportar un granito de arena en la construcción de ese otro mundo posible, con los medios que tenemos y desde donde tenemos los pies plantados. De igual forma, debemos recordarles a nuestros estados que queremos vías de acceso legal y rutas migratorias seguras, desarrollar políticas públicas que garanticen una acogida digna, luchar contra los traficantes de personas, apoyar las misiones de rescate tanto en tierra como en el mar… Solo una voluntad política permitirá una respuesta colectiva de nuestros estados y ella podrá ser apoyada por la movilización de la sociedad civil; ambas son necesarias y complementarias.
No se trata de culpabilizarnos sino de hacernos responsables, porque todos dependemos de todos, todos estamos interrelacionados y todos nos necesitamos. Si queremos que la migración sea una opción libre y escogida, tenemos que preguntarnos qué tipo de mundo queremos construir: uno en el que las fronteras sean lugar de encuentro y no de muerte; uno en el que, en lugar de construir muros, tendamos puentes; uno en el que cada persona tenga vida digna y plena porque hay suficiente lugar y porque nos movemos para hacer lugar y compartirlo; uno en el que vayamos construyendo esa gran familia humana, en la que escojamos hacernos hermanos y hermanas de caminada, que abre las puertas de su casa y de su corazón, que reconoce en las personas migrantes, con sus historias y realidades propias, con sus esperanzas y sus tristezas, con su caminar y su resiliencia, no un problema ni un desafío, sino una oportunidad de construir algo nuevo juntos y de reconocer cómo Dios se va manifestando, en sus vidas y en las nuestras; y parafraseando al salmo 121, siendo testigos de ese buen Dios que va velando por nosotros, desde que emprendemos el camino, hasta que lleguemos.
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