A mi hermano Uge
Era el tercer sábado de agosto. Estaba pasando el fin de semana en casa de mi hermano, un hombre muy enfermo, muy bueno, y que vive solo. Decidí ir a las vísperas y la misa del Monasterio de Pedralbes. Me imaginé un paseo un poco penoso bajo el calor apocalíptico. Salí a las seis. Las calles de Tres Torres y Sarrià estaban vacías, únicamente el calor no hacía vacaciones. Llegué a la Plaça del Monestir. Tampoco había nadie. O sí, un hombre negro sentado en uno de los bancos de piedra, de espaldas a mí, inclinado sobre su móvil. Un hombre que, por la espalda que mostraba, me pareció corpulento y alto. Nada más, silencio, el calor abrasador, ni un solo vuelo de pájaros o insectos.
Quise buscar refugio dentro de la Iglesia, imaginándome que bajo las piedras haría fresco y me podría sentar y seguir bien las vísperas y la misa. Pero el caso es que el calor apocalíptico había ganado a las piedras y dentro tampoco se estaba bien. En la popa de la nave hay un espacio de clausura que se entrevé por dos ventanas enrejadas. De repente una monja abrió la puerta de este espacio. Me metí. Es otra nave, una capilla preciosa, pequeña, con coro de madera para las monjas y, en perpendicular, cinco o seis filas de asientos para los feligreses. Yo era el único en aquel momento y, un poco avergonzado pero decidido, fui a sentarme justo delante de un ventilador, a metro y medio de las aspas, ¡oh, bendito ventilador! Eran cinco monjas, una de ellas en el órgano. La monja que había abierto se me acercó y, quizás pensado que era un turista, me dijo: “¡Abrimos para la misa, eh!, ¡Es misa en catalán, eh!”. “Sí, sí, de acuerdo”, le respondí.
El apocalipsis del calor me llevo a considerar el apocalipsis de la falta de monjas. Si no entraban nuevas, aquella únicas cinco aguantarían pocos años, y después el Monasterio nunca más tendría monjas, quedaría como un edificio civil, sin liturgia, sin oraciones, sin mujeres consagradas a la vida contemplativa después de setecientos años. Un lugar tan nuestro, casa de una reina, corazón de la Corona de Aragón y centro del mundo en algún momento… Apocalipsis de vocaciones en la Iglesia, calor, incendios forestales, Europa desierto. Todo se me encabalgaba. En el Monasterio de Pedralbes había hecho mi primera comunión cincuenta y seis años antes. Aquellos niños de aquella mañana, uniformados con corbata, blazer y pantaloncito corto azul oscuro, calcetines blancos cortos y zapatos de charol negro, cantamos Hevenu Shalom Aleichem. Nunca me he olvidado y a veces lo canto en voz baja. Este monasterio que pronto puede perder el alma es parte esencial de mi memoria íntima y de la comunidad política a la que pertenezco.
Finalmente, asistimos unas diez personas a la misa. Y dos resultó que eran -oh, sorpresa- personas muy amigas y estimadas, dos monjas franciscanas Misioneras de María que gestionan una importante fundación de ayuda a inmigrantes y refugiados. A la salida nos pusimos a hablar y a ponernos al día. Cuando les comenté que sentía mucho que las monjas acabarían desapareciendo, elles me dijeron que ahora las chicas escogen otros caminos igualmente válidos. Sí, el Espíritu sopla hacia donde quiere, y la vida contemplativa es un camino que pocas quieren emprender hoy. Que esto me lo dijesen dos monjas me tranquilizó. De alguna forma, era como si la propia Iglesia-institución me dijese “no te inquietes”. Es cierto, tanto en la vida religiosa como en la laica, las mujeres –y también los hombres- emprenden caminos siempre nuevos, a veces muy difíciles. El Espíritu, un ventilador que esparce las almas aquí y allá, por caminos diferentes cada generación. No tenerlo en cuenta nos deja, como mucho, a los pies de la nostalgia, del instinto de conservación. A la salida ya no hacía tantísimo calor. La misa fue celebrada por un sacerdote negro, el hombre que antes había visto sentado en la plaza.
En 2016 fue promulgada la constitución apostólica Vultum Dei quaerere sobre la vida contemplativa femenina. Se había hecho necesaria una actualización de ordenamientos anteriores y, por lo tanto, que «tuviera en cuenta tanto el camino que la Iglesia ha recorrido en las últimas décadas (…) como también las nuevas condiciones socio-culturales». Cuando esta constitución fue publicada, hace ahora siete años, los medios de comunicación se hicieron eco, por lo menos en sus titulares, del contundente párrafo 3 del artículo 6: «hay que evitar en modo absoluto el reclutamiento de candidatas de otros países con el único fin de salvaguardar la supervivencia del monasterio». Más adelante, el artículo 8 detalla los requisitos de «una real autonomía de vida, lo cual significa: un número mínimo de hermanas, siempre que la mayoría no sea de avanzada edad (…)», etcétera. Y cuando los requisitos no se cumplan, fija las condiciones de la intervención de una comisión con la finalidad de «actuar un proceso de acompañamiento para revitalizar el monasterio, o para encaminarlo hacia el cierre».
Sin embargo, Vultum Dei quaerere no solo aborda la falta de monjas o su envejecimiento. Regula otros aspectos que, indirectamente, pueden hacer reverdecer los monasterios: el proyecto de vida comunitaria, la formación, el discernimiento de las vocaciones, la oración, el silencio, la elección de capellanes, confesores y directores espirituales, las formas de clausura, las federaciones, el trabajo, etc. O sea, pasar de una visión del todo o nada al planteamiento de diversas reformas que se deben ir llevando a cabo.
Mientras caminaba de regreso a casa de mi hermano fui evocando mis miedos –el calentamiento climático, la falta de vocaciones- y tantas veces en que el Evangelio nos dice que no tengamos miedo: «Ya que el amor, cuando es completo, elimina el temor» (1 Jn 4, 18).
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Excelente artículo, muy bien escrito y sentido.
En mi humilde opinión, la iglesia es un océano gigante y su enorme inercia le impide llegar a tiempo a cambios necesarios con los tiempos, y a crecer desde una sana autocrítica.