Hace unos días me sentía muy mal. Una serie de contrariedades me tenían abrumado y lleno de miedo respecto al futuro. Temía que posiblemente tuviera que hacer unos cambios en mi vida que no quería hacer. Hasta deseaba morir, porque me veía en un callejón sin salida. Mi primera reacción, como todo el mundo, fue echar la culpa. Necesitaba culpar a alguien o a algo por la pena emocional que experimentaba. Y había muchos culpables, incluyendo a todos aquellos que me habían ofendido o quienes yo veía como perseguidores. Me culpé incluso a mí mismo por haberme metido en situaciones desagradables y vulnerables. En medio de todo esto, decidí ir a una capilla para hablar con Jesús.

Me fijé en el crucifijo y, de repente, me di cuenta de que representaba un día muy malo en la vida de Jesús. Fue el día en que se entregó a los que le perseguían y a los que lo querían matar. Viendo su cuerpo clavado y colgando de la cruz, yo le pregunté: «¿A quién le echaste la culpa tú?» Su respuesta me asombró. “A nadie,” me dijo. “Hasta con mi respiro final pedí al Padre que les disculpara a los que me atormentaban porque eran inocentes.” De hecho, Jesús tomó la responsabilidad de su propia muerte. La tradición que viene de San Pablo era que la culpa de la muerte de Jesús la tenían nuestros pecados, o sea, mis pecados, y que él tuvo que expiarlos para ganarnos la salvación. Sin embargo, Jesús mismo no aludió a eso nunca. En toda su enseñanza, en las parábolas, en la manera en que trataba a la gente que encontraba, en sus sanaciones, su motivación era siempre la misericordia. Cuando el Hijo Pródigo trató de pedir perdón a su padre, el padre no le hacía caso porque ya lo había perdonado y su amor para su hijo sanó las heridas. Jesús no pidió nada a la mujer adúltera, sino que no hiciera jamás el mismo pecado. No la juzgó; no le pidió arrepentimiento. Su aceptación hacia ella fue total. Del mismo modo, Jesús no nos echa la culpa de su muerte. Nos acepta como somos y nos envuelve en el manto de su misericordia.

Pero mi lección no terminó allí. Si yo voy a seguir a Jesucristo, ¿no tengo yo que dejar también de culpar a los demás por las cosas malas que me pasan? Si Dios me comparte tanta misericordia gratis, ¿no debo compartirla yo con los que me ofenden o dañan? Por supuesto que sí. Debo dejar de cargar la responsabilidad en los hombros de alguien o de mí mismo, junto con la ira, la frustración y la pena que resulta de echar la culpa. Muchas veces los males son inevitables y tienen que ver solamente con un acontecimiento o una circunstancia en nuestra vida. Yo sí me puedo tomar la responsabilidad de aceptar y resolver el problema sin hundirme en la tortura de la culpabilidad. No vale de nada poner esa culpa en alguien que ni sabe que nos ha hecho algún daño. Eso es lo que reconoció Jesús mirando desde la Cruz: “No saben lo que están haciendo”.

Sin embargo, me parece que vivimos en una cultura de culpas. Los políticos, desde Putin hasta Trump, desde Europa hasta América Central, quieren echar la culpa por sus fallos a otros. Sería una votación robada, sabotaje, el cambio climático, un “enemigo”, Satanás. Nunca van a decir simplemente “fallé”. Punto y aparte. Buscar razones no es culpar. La razón por el desempleo puede ser un mal tiempo económíco y no la culpa de un empleador que también sufre. La razón por el dolor en mi pierna puede ser fruto de una caída y no culpa del médico que me trató. Cometo errores. Todo el mundo comete errores. A veces afectan a otros y a veces solamente a nosotros mismos. Todos los míos tienen implicaciones para mi relación con Dios. Hay una gran diferencia entre tratar de escapar y huir de mi responsabilidad y las consecuencias, echando la culpa a otra persona, y reconocer mi error, mi pecado, y aceptar la misericordia de Dios (o de otra persona) que me cubre sin ni siquiera la necesidad de pedirla. Puedo ser como la adúltera, salvada de la muerte y la condenación.

Dejar de echar la culpa es muy liberador. De repente, yo estoy libre, salvado del verdugo de mí mismo, bañándome en la misericordia y el amor. Tengo yo la clave, las llaves de mi propia liberación. Si miro a los demás sin echarles la culpa por algo en mi vida, los libero a ellos también, aunque no lo sepan. Me abro a sentir y compartir el amor, la gracia y la posibilidad de convivencia. Conocemos gente que nunca perdona, nunca disculpa, y vive amargada, sola y temerosa. Nunca se permiten experimentar la alegría de la liberación, de la Resurrección. ¿Es difícil sufrir sin echar la culpa? Pregunta a Jesús.

[Imagen de jcomp en Freepik]

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David Brooks
Nacido en el estado de Pensilvania, EEUU, lleva 53 años de jesuita. Se ordenó en 1978. Se laureó en Lenguas y estudió un máster en literatura española. En 1984 se doctoró en Leyes y en los siguientes 35 años ejerció de abogado para varias comunidades de inmigrantes. Ha estudiado en la Universidad Autónoma de Madrid, ha vivido en Salamanca y le fascina Barcelona. Habla también italiano y un poco de ruso.
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