La vida, es decir, la zoé[1] del género humano, de las personas está dotada de otras dimensiones, las cuales la constituyen precisamente como eso, como humana, diferenciándose así de la zoé del resto del mundo animal y dando lugar a la bios[2], vida cualificada. Las dimensiones que enriquecen la zoé y la convierten en bios se pueden definir como: 1) la mismidad (conciencia de ser uno mismo y único como individuo); 2) la corporalidad (cuerpo y carne o cuerpo objetivo y cuerpo vivido); 3) la mundanidad (expresión del hombre en diferentes culturas); 4) lingüisticidad (el lenguaje creador del espíritu objetivo); 5) temporalidad (el tiempo en el que estamos frente al tiempo que es vivido); 6) socialidad (el otro como condición de mi experiencia, no hay “yo” sin el otro); y 7) la historicidad (como resultado de la socialidad y la temporalidad). Estas siete dimensiones dan fundamento a la necesidad de trascendencia que toda persona manifiesta en uno u otro momento de su vida.

Aunque es difícil fijar el momento histórico en que estas dimensiones emergen en la persona, si parece admitirse consensuadamente que la lingüisticidad, es decir, la capacidad de expresarse mediante un lenguaje articulado y complejo nace como vehículo para expresar esa búsqueda constante de trascendencia. Para ser consciente de esta dimensión que rebasa la voluntad de la persona utilizamos el término espiritual, por lo que se puede decir que el lenguaje surgió por una necesidad espiritual. Desde una mirada constructiva de esta emergencia del lenguaje, entendemos que una manera de hablar positiva nos acerca al espíritu, mientras que una manera de hablar negativa nos aleja de la función original del lenguaje, nos sitúa más cerca de la corporeidad.

La manera de hablar negativa, lo que habitualmente se llama hablar mal del otro o difamar, es una medida concreta y bastante precisa de la mirada hacia lo físico o de la mirada alejada hacia lo espiritual del que habla porque el espíritu se manifiesta en lo positivo, ya sea de la automirada, ya sea de la mirada sobre los otros, ya sea del sentido de lo que decimos.

Como cuerpos físicos nos encontramos en un mundo lleno de limitaciones y competimos por aquello que creemos que se ha de conseguir, es decir, bienes, reconocimientos y honores, todos ellos limitados. En este tipo de competencia la estrategia del miedo a los límites viene dada por rebajarnos, atacándonos los unos a los otros: si elimino a alguien que está frente a mí o compitiendo conmigo, me acerco al primer lugar o, según la situación, me tranquiliza porque ya no seré el único perdedor. En esta competencia que lleva a la difamación, dejamos en el olvido que cada ser humano, cada persona, tiene una misión única, un encargo que sólo él puede realizar: el despliegue de los dones de su espíritu. Estos dones son personales y sólo desde el yo pueden ser vividos para permitirnos ser. Cuanto más se permanece en la parte corpórea más afloran los límites y el miedo a no tener nuestro espacio; aparecen también las envidias y el querer hacer lo que el otro hace, tener lo que el otro tiene. Pero esperar que el otro falle no nos proporciona ninguna ganancia porque si no se trata de nuestra misión, de los dones que se nos han regalado, por mucho que tomemos su espacio seremos incapaces de llevarla a cabo, de ser, de encontrarnos a nosotros mismos.

En la cultura hebrea el falso testimonio o la difamación se denomina “lashón ará”, es decir,  “lengua malvada[3]” y se considera uno de las faltas más graves porque mata a la persona difamada, destruye la comunidad y destruye el espíritu de quién habla y de quién lo escucha. Se considera una expresión desde la corporeidad menos elevada, que trata de ganar espacio haciendo que el otro falle, dando al otro por perdedor.

Cuando se publican noticias contra personas de las cuales se escriben los nombres completos y se las deja totalmente expuestas estamos cometiendo “lashón ará”. No se trata de abanderar uno u otro bando o de callar para ocultar actos censurables, sino que se trata de ponerse al servicio de la justicia. Existe una tendencia a manipular las emociones de las personas por la cual se juzga y condena en décimas de minuto a aquel que parece más fuerte o que se encuentra en una posición privilegiada: una persona que vive desde sus dones siempre nos deslumbra con su forma de hacer, con su manera de hablar, con su manera de mirar. Y eso es, precisamente, lo que desea tener aquél que comete “lashón ará” porque él no es capaz de identificar cómo conseguirlo por sí mismo, sino que se cree en el derecho de conseguirlo ocupando el lugar del otro.

La difamación o el hablar mal del otro ha existido siempre. La particularidad de la postmodernidad del siglo XXI es la realidad de la postverdad. La R.A.E[4]. define la postverdad como «distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales» por lo que se deduce que, básicamente, carece de datos probatorios de su posible autenticidad.

Es absolutamente cierto que la concepción del respeto a la persona y a la opinión que pueda expresar ha cambiado mucho en los últimos años. Y es de derecho que haya sido así en lo que respecta a la persona, que ha de ser considerada siempre, sin excepción, tierra sagrada. Ahora bien, no todas las opiniones son merecedoras del mismo respeto, no todas se han de permitir. La opinión banal, basada en suposiciones o repeticiones sin fundamento, la opinión que difama, no puede tener la misma validez que otras o que la persona que las emite. No todo es relativo, no en todo se puede vivir en el relativismo. Las opiniones han de ser dadas desde la consciencia del efecto que nuestras palabras causan en nosotros mismos, en los otros, en la sociedad. Es cierto que no podemos modular las opiniones desde la verdad porque no llegamos a conocer cuál es la verdad absoluta; pero si somos capaces de conocer el efecto de nuestras palabras y moderarse o evitarlas, no para hacer la vista gorda y tapar actos censurables sino para alinearse con la justicia y con el bien social, elevando la mirada y buscando el bien común que nace de ella.

El poder de la palabra es inmenso porque nos permite b(i)endecir o maldecir, construir o destruir, dar vida o matar. En esta sociedad de la postverdad no se trata de bendecir siempre o de maldecir siempre; estaríamos más cerca de implementar algo semejante a la disciplina positiva, promoviendo relaciones de respeto mutuo en todos los ámbitos, ya sea el trabajo, la familia, las amistades, en toda nuestra vida y siempre desde la firmeza y el amor, con la voluntad de mejorar no de ocultar, estando al lado del que sufre sea como (presunto) agresor o sea como (presunta) víctima.

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[1] ζωή

[2] βίος

[3] לשון הרע

[4] R.A.E. Real Academia Española

[Imagen de azerbaijan_stockers en Freepik]

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Tras una etapa como docente en el Máster de Transformación Digital de la UAB y desarrollando proyectos de transformación digital en el sector privado, colaboró en la Fundació La Vinya. Actualmente crea y desarrolla proyectos de carácter social para diversas entidades. Es ingeniera técnica en Topografía, Máster en proyectos de Cooperación Internacional al Desarrollo y Ayuda Humanitaria de Cruz Roja y posgrado en Cultura de la Paz por la UAB. También está graduada en triple grado en Filosofía, Política y Economía por la U. P. Comillas. Comparte misión como voluntaria en Migra Studium, en los equipos del Grupo de Visitas al CIE, Acogida y Hospitalidad. Es miembro del equipo de acompañamiento en el duelo y la enfermedad del arzobispado de Barcelona.
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