Mientras el occidente empachado y devorador de recursos y experiencias discute sobre las bondades o no de la inteligencia artificial, una parte muy importante de la humanidad no tiene ni un bocado para comer, ve como sus cultivos tradicionales están amenazados por las sequías o inundaciones, o está sufriendo la guerra y el conflicto armado. Conviene no olvidar que “más de un tercio de la población mundial no está conectada ni ha accedido nunca a Internet”, como recordaba no hace tanto la antropóloga Mary L. Gray, explicando la brecha digital.
Sin querer darnos cuenta en las sociedades mal llamadas “desarrolladas”, se nos empuja a vivir vidas autocentradas, aisladas, autocomplacientes y anestesiadas.
Uno de los engaños principales del capitalismo tecnológico es hacernos creer que todo es posible, que no hay límites, que aquello que hacemos no tiene ninguna consecuencia en el mundo material, que la nube es precisamente lo que su nombre describe: una realidad etérea, mágica que se sustenta a solas y que solo nos aporta beneficios y nos llevará a la felicidad.
Digámoslo bien claro: esconder sistemáticamente y conscientemente las consecuencias y las condiciones materiales que hacen posible el progreso tecnológico y el bienestar opulento de una pequeña parte de la población mundial es inmoral y, de hecho, toma la forma de un nuevo colonialismo encubierto.
Por eso, al hilo del desprecio de la autoría personal, me parece acertado lo que denuncia de manera contundente mi compañero jesuita, Jim McDermott: “ChatGTP no es ‘inteligencia artificial’, es un robo”. También Naomi Klein denuncia la mal llamada IA como pura alucinación, de un buenismo que provoca escalofríos. Hoy unos pocos explotan y roban de manera descarada el conocimiento acumulado y creado pacientemente y colaborativamente durante siglos y milenios poniendo en peligro puestos de trabajo y profesiones. Pero hay más cera de la que arde en este atraco encubierto, por lo menos en otros tres frentes.
Primero, unas pocas grandes corporaciones amenazan los cimientos de los sistemas democráticos haciendo problemática la misma posibilidad de distinguir lo que es real de lo que es ficticio. Ya no se trata solo del secuestro de la verdad, sino de la disolución de la realidad. Mientras nos mantienen enganchados e idiotizados ante las pantallas, viendo video tras video, tontería tras tontería, se propaga la desinformación, se debilita el sujeto crítico y la capacidad de movilización comunitaria.
Segundo, este nuevo colonialismo es una flagrante usurpación de los recursos naturales finitos, pues las grandes empresas tecnológicas consumen cantidades de energía y recursos ingentes y desorbitados y los explotan impunemente, incluso recibiendo grandes incetivos fiscales por parte de los gobiernos para hacerlo. Minerales, agua, energía (fósil o renovable, da igual), mano de obra, infraestructuras…, todo es puesto al servicio del dios Mammon.
Y tercero, nos intentan imposibilitar vivir el mundo relacional y la conexión humana en y desde la corporalidad impulsando por doquier una infausta epidemia de la soledad. Como dice con cierta ironía Scott Galloway, “un indicador fiable de hasta que punto un nuevo producto tecnológico nos distanciará és la intensidad con la que su fundador nos promete que de echo nos acercará”. No es casual que el ex-CEO de Tinder esté recaudando fondos de capital riesgo para crear un entrenador de relaciones impulsado por la IA con el nombre Amorai que ofrecerá consejos a jóvenes adultos que luchan contra la soledad. Nos alerta Maria Rosa Buxarràs: “una generación entera puede estar pagando el precio de los ‘nuevos modelos de negocio’ digital a costa de un dramático aumento de suicidios, autolesiones, transtornos depresiovos y adicciones”. ¿Hasta cuándo pues consentiremos acríticamente a este expolio, desintegración y tragedia?
Mientras tanto, en las minas del este del Congo (y en tantos otros lugares) decenas de miles de personas, muchos de ellos niños, son explotados en condiciones infrahumanas para sostener la absurda y egoísta carrera tecnológica de occidente. No está de más recordar que el artículo 27 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos dice: “Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten”. Solo cuando los adelantos tecnocientíficos se desarrollen por, con y desde las poblaciones más empobrecidas y excluidas, tenemos alguna posibilidad de estar tomando pacientemente una dirección razonable.
Por eso, como cristiano, pienso que Jesús de Nazaret hoy entraría desafiantemente en el corazón del poder simbólico, sacaría el látigo, volcaría las mesas de los programadores informáticos, desenchufaría algunos de los cables transoceánicos, denunciaría a los bancos de inversión llenos de fondo buitres, clamaría contra los oligopolios que evaden sus responsabilidades fiscales con complejísimos sistemas y ocuparía las bolsas de Nueva York y Londres para desenmascarar la codicia irrefrenable de unos pocos (y el asentimiento acrítico de muchos) que está apuntalando el sistema capitalista crematístico terriblemente injusto y, de hecho, amenazando la vida sobre el planeta.
Entonces, Jesús volvería a andar por los caminos polvorientos de Palestina, saldría al encuentro de los apestados, de los excluidos, de los endemoniados y los tocaría para curarlos. Desde los márgenes organizaría comidas compartidas en comunidad con cinco panes y dos peces cocidos a la brasa donde todo el mundo tuviera su sitio y se cultivara el cuidado, la gratuidad, la capacidad celebrativa, el gozo de vivir y la amistad.
Quizás nosotros hoy todavía nos podríamos inspirar en él para desempantallarnos, denunciar el sistema actual, organizándonos para abogar por la implementación de un marco regulatorio robusto para poner la tecnología al servicio del bien común, trabajando por la justicia social, generando redes comunitarias fuertes que recuperen las relaciones, pongan los cuidados en el centro y apuesten por estilos de vida frugales, sobrios y sostenibles.
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