Una presencia luminosa, con su sonrisa y su calidez de madre de los más vulnerables. Eso era Beatriz Brites hasta hace pocos días. Una presencia portadora de esperanza, recorriendo incansable y sin miedo las casas más humildes, por las calles y pasajes embarrados de las zonas rojas de Montevideo, allá por la periferia de las periferias, por los olvidados barrios de Casavalle y Marconi, donde los políticos van algunas veces a buscar votos o la prensa aparece tomando imágenes pornográficas de la pobreza, para relatar la violencia, los “ajustes de cuentas” entre bandas que se disputan territorios de venta de droga, de la de peor calidad, “merca barata para los pobres”.

Seguramente para muchos de vosotros los lectores, Uruguay es un país lejano, muy pequeño pero hermoso y pacífico, recostado sobre las arenas blancas y finas del “río ancho como mar”, el estuario del Río de la Plata, y luego las del Océano Atlántico, con sus balnearios exclusivos como Punta del Este, donde llegan los cruceros con miles de turistas. O más al este, sobre las extensas playas de Rocha aún más fantásticas y preferidas por los jóvenes.

Nuestro país tiene buena fama, ha sido llamado mucho tiempo -y por nosotros creído- “la Suiza de América”, “el país integrado”, donde predominaba la clase media y “no había indios”. Durante mucho tiempo nos dormimos con cuentos (León Felipe) de que todos descendíamos de europeos llegados a estas tierras entre el último tercio del siglo XIX y mediados del XX. Es cierto que tuvimos gran migración europea, pero hoy sabemos que por nuestras venas también corre sangre charrúa y sobre todo guaraní, así como un porcentaje no menor de la población (11 %) se reconoce afrodescendiente. Un tanto europeizados culturalmente, somos mestizos como todo el continente.

Tristemente Uruguay hoy es un país desintegrado (realidad que se oculta para atraer inversores y turistas), donde el 10,7 % de personas -y entre ellas 1 de cada 5 niños menores de seis años- vive bajo la línea de pobreza. Datos del Instituto Nacional de Estadísticas (INE) en el informe de noviembre 2022, en tanto, la venta de coches 0 km aumentó 6, 42 % en el mismo año. La pobreza infantil y la feminización de la pobreza en hogares monoparentales, así como la desigualdad de ingresos (índice GINI) obviamente se consolida en los cinturones periféricos de Montevideo (donde vivía y se desvivía Beatriz Brites) y en algunos departamentos del interior del país. La pandemia no provocó, aunque sí agravó y desenmascaró la desigualdad.

Todo esto dicho como marco para compartir algo acerca de la significativa presencia en ese medio de esta mujer que pocos montevideanos recuerdan, claro, en el país más secularizado del continente.

Beatriz Brites era una laica consagrada, pertenecía al Instituto Secular Hijas de la Natividad de María. Como tal, tenía una vida en el mundo, activa e independiente. Ella misma decía en una entrevista: “Hay dos estilos, uno conlleva estar en grupos o comunidad, y el otro es aquel que llamamos en dispersión y que refiere a quienes vivimos solas o con nuestras familias (su caso). Pero en la práctica no dependemos de ninguna comunidad para vivir. Cada laica elige su profesión, su carrera o su oficio, y desde ese lugar da testimonio a través de sus obras, su entrega y de la acción cotidiana”. Como ella dice, se sustentaba con su trabajo, fue coordinadora en los Talleres del Movimiento Tacurú de los salesianos y ahora estaba jubilada, por eso entregada de pleno en actividades del barrio.

Fue grande e inmediata la repercusión de su muerte en ámbitos eclesiales con una clara opción por los pobres. Una muerte extraña, inesperada y que está resultando muy difícil de asumir por tantos que esperaban su visita, su convocatoria a una reunión, su valentía para ayudarlos a enfrentar la dura vida en esos barrios, cada vez más segregados de la ciudad. Ella que se animaba a recorrer las calles y pasajes -muy angostos entre viviendas precarias- en días y noches que nadie circulaba porque las balas entre bandas arreciaban, vino a contraer una neumonía y fallecer a causa de ella. Mientras unos la esperaban como bálsamo para sus cuitas y otros más prudentes le decían “no andes por las calles, Beatriz, te va alcanzar una bala perdida”, irónicamente la muerte la visitó silenciosamente en una enfermedad curable. Compartió hasta en la enfermedad y la muerte la vida de los pobres que tantas veces cuando son diagnosticados ya es tarde.

Beatriz Brites vivía y trabajaba en el barrio, en forma constante y sin grandilocuencia, pero cuando se le requería, hablaba a los medios de comunicación con precisión y valentía, denunciaba las violencias que sufrían los moradores de los barrios pobres, especialmente sus Marconi y Casavalle. Señalaba la violencia cotidiana del hambre, de la falta de recursos, de vivienda digna, de educación y futuro para los jóvenes, que muchas veces era la base de las otras violencias de las que la prensa se ocupaba. Ante una serie de muertes por “balas perdidas”, animó un colectivo, “La vida vale”, para acompañar en el dolor y reclamar apoyos, seguridad para el barrio. Por todo esto y más, los vulnerables que sostenía con su presencia llena de luz, sienten que la muerte, sigilosa y artera, les ha robado a esta mujer de sesenta años, que parecía tener veinte menos por su energía y entrega.

Una semana después los vecinos y vecinas aún no logran “levantarse del golpe traicionero” de la muerte. ¿Por qué Beatriz? ¿Por qué justamente ella que era la madre de todos? ¿Quién alzará la voz por nosotros? ¿Quién visitará nuestras miserias, o nuestros hijos presos? ¿Quién animará a los niños para que no faltan a la escuela, u organizará talleres para los adolescentes que han desertado? ¿Quién les hablará con amor, les dará un beso sin asco a sus olores? ¿Quién, si ya no está Beatriz, organizará a las mujeres del barrio y las sostendrá en sus esfuerzos cotidianos por la vida? Eso y más se preguntan, rumian y lloran sintiéndose desamparados.

Algunas palabras de sus vecinas: “Ya no voy a querer a nadie tanto como a Bea. ¿Para qué, si después se mueren?”, dijo Susana. “Durante el covid ella no se quedó quieta, visitaba y llevaba comida a las familias aisladas por la enfermedad”, recuerda Victoria. “Era como Cacho”, dijo Joselín. Xime dijo: “Era la pastora y representaba la esperanza para muchas mujeres invisibilizadas”. Mica y Luana no eran del barrio, iban por la Universidad, pero también quedaron “desoladas”. La primera expresión sigue resonando en mí, en su lenguaje sencillo esa mujer de las periferias se plantea una gran inquietud filosófica, metafísica, o religiosa: “¿Para qué todo si morimos?” ¿Qué sentido tiene todo? ¿Para qué amar y confiar si la muerte llega arteramente y parece tener la última palabra?

Por otra parte, esa mención a Cacho es muy significativa. EL Padre Cacho, Isidro Alonso, un día cruzando una frontera invisible pero gigantesca, llegó a esa zona para vivir allí, como ellos, los más pobres, y encontrarse allí con Jesús. Decir “Era un Cacho”, treinta años después de su muerte, es decir muchísimo de Beatriz. Pero no fue la única mención, durante los días de su enfermedad, la gente en su fe sencilla le rezaba a Cacho para que la salvara, para luego clamar entre enojo y desconsuelo: “Ni Cacho pudo salvarla, pero entonces que haga algo él ahora por nosotros”.

El barrio se quedó sin su “goel” por segunda vez. Su sonrisa, su voz, su animación e impulso se van a extrañar mucho. Ya se extrañan. Beatriz era una mujer coherente, entregada, pero también muy lúcida y “guerrera” desde sus dones de paz y de alegría que esparcía como perfume de nardos donde los malos olores son lo habitual. Ella no sólo acompañaba cuerpo a cuerpo, sino que luchaba a todo nivel en la sociedad civil por la justicia y por los derechos de las personas más pobres entre los pobres, solas, marginadas y estigmatizadas, que estaban llenas de miedo e inseguridad. Su figura de estatura normal, más bien baja, su voz clara, firme pero dulce, tenía una autoridad que llegaba a todos, niños, jóvenes, adultos, dentro y fuera de la ley. Esto es mucho decir, pero es lo que sucedía. ¿Acaso esta expresión no nos recuerda la extrañeza de los jefes religiosos de Israel ante la autoridad de Jesús?

Ximena, una trabajadora social en proyectos de vivienda y otros servicios en el barrio, amiga de Beatriz, no podía hablar ahogada por el dolor. Entonces me escribió: “Bea era mi compañera de todas las horas en el barrio y una amiga amada. Disfrutábamos mucho encontrándonos con las vecinas, abrazándolas y buscando todo lo que fuera posible para mejorar sus vidas y que se sintieran y vieran a sí mismas únicas, valiosas, amadas. Este mundo, este barrio perdió una madre. Que Dios nos muestre el misterio del que se haya ido Bea, creo que sólo eso podrá consolarnos”.

Estos son los testimonios y sentimientos de algunos allegados. En estos momentos (se está viviendo mucha violencia en esa zona de Montevideo, aunque no sólo allí) la gente está encerrada, con miedo, y dicen que sin Beatriz otras personas que antes la acompañaban en sus visitas, ahora no se animan a ir solas. Por eso se sienten huérfanos, han perdido “a una madre” que velaba por ellos y a “otro Cacho” que, como él, los aceptaba y amaba sin juzgarlos.

Siendo una presencia luminosa y amorosa, su aporte no era solamente afectivo -siendo este tan necesario- ni unipersonal, sino que, conociendo los derechos de toda persona, los exigía; procuraba los medios, los recursos profesionales para que las propuestas fueran viables y eficaces. Apelaba a las instituciones nacionales y municipales, abría espacios, lideraba talleres para niños, jóvenes y mujeres, que son en estos medios los más vulnerables entre los pobres. Beatriz era una mujer de fe y convicciones fuertes y claras; participaba activamente de las instancias de la vida pública, política y religiosa del país. El alcalde del municipio de la zona, parte del gobierno departamental, que confiaba en el aporte de Bea en su lugar de inserción, sin ser un hombre de fe, tras su muerte, pidió un minuto de silencio al empezar el Cabildo.

En relación a la vida eclesial, Beatriz participó activamente de las instancias del camino sinodal en nuestro país, quería escuchar como ella bien sabía hacerlo, y también decir su palabra, que no era sólo suya, sino la de tantos y tantas de las periferias. Y tuvo el gran regalo de Dios, regalo que todavía seguía paladeando y contando, de participar del Encuentro Sinodal del Cono Sur, que tuvo lugar en Brasilia, del 6 al 10 de marzo.

Recojo algunos testimonios más, ahora de compañeros en esa instancia. Carlos, un sacerdote pasionista, el día de su fallecimiento puso su foto con esta leyenda: “La sonrisa de Bea nos sigue inspirando. Gracias por tu entrega a cuerpo entero al estilo de Jesús, al estilo de Cacho, a tu estilo querida Beatriz. ¡Tu nueva presencia resucitada nos seguirá alentando para dar lo mejor cada día!”.

Ana Inés, religiosa y provincial de su Congregación, no conocía previamente a Beatriz, pero en Brasilia compartieron la misma comunidad de reflexión y discernimiento. Me comparte que se sintió “agraciada” por ello y agrega: “Poco a poco fui descubriendo el caudal de su vivencia evangélica y eclesial a través de lo que compartía… Sus colocaciones mantuvieron tres temas claves: pobres, jóvenes y la necesidad de que la Iglesia pida perdón respecto a tantas contradicciones. Era una portabandera de ellos no sólo por sus palabras, sino por la convicción ardiente que transmitía. Sostuvimos además la necesidad de abrir espacio a las mujeres en la Iglesia, no por concesiones sino por la igualdad de hijas e hijos de Dios. Su presencia fue un regalo en esta instancia sinodal, pues es una necesidad responder como Iglesia a los desafíos actuales. Celebro haberla conocido…”.

Leonardo, un laico de CVX, me contó: “Con Beatriz compartimos la experiencia de sinodalidad en Brasilia donde la cercanía y la alegría fue la tónica. ¡La vi disfrutar como loca, estaba radiante! Así la recuerdo y la recordaré, imposible no imaginarla con una sonrisa en la cara… Estaba como gurisa chica con un chiche nuevo, se reía sola. Estaba feliz de la experiencia que vivimos. La contagiaba.”

Este puzzle de testimonios acerca de Beatriz, tanto en el barrio como en una instancia eclesial tan importante, permiten descubrir la dimensión y belleza de una vida que es “presencia y figura” del Amor divino, parafraseando a San Juan de la Cruz. Frente al misterio de la vida y de la muerte, es bueno el silencio para remansar las emociones, pero cuando el Espíritu-Ruah sopla y aletea tanto, algo nos está diciendo y es bueno intentar descifrar, no sin temor y temblor. Escuchar cuán amada era por los más vulnerables y saber de sus aportes lúcidos y valientes, tanto como de su alegría “de gurisa chica con chiche nuevo” en el Encuentro Sinodal del Cono Sur, me animan a arriesgar una lectura, una interpretación de su paso-presencia por esta tierra.

La vida de Beatriz Brites, esta laica consagrada para vivir las Bienaventuranzas en las periferias de una ciudad, de un pequeño país del sur -que también existe-, como decía nuestro escritor Mario Benedetti, es una palabra de Vida para quienes viven entre la basura y la muerte diaria y un gran desafío para los seguidores de Jesús en cualquier sitio. Nos desafía su compromiso y también su alegría en medio de las tragedias, alegría no superficial sino de quien vive arraigada en la promesa de Dios que es fiel.

Arriesgo más: ese Dios fiel le hizo una guiñada a Beatriz, le regaló previo a su muerte pregustar el banquete, su música, su baile, sus cantos en las voces de tantos hermanos y hermanas en esa polifonía de una Iglesia sinodal, esa por la que entregó su vida. En Brasilia Beatriz encontró a su medida el vestido de fiesta para el banquete del Reino. Así vestida, riéndose de todo y de nada, ensayó paso a paso la gran coreografía. Volvió a su Montevideo, a su Iglesia, a sus contradicciones, contó lo vivido con risas y lágrimas, contagió su esperanza… y poco después se nos anticipó a la fiesta. No para alejarse de las periferias ni de su gente amada, sino para entregarla a Dios en abrazo sin límites, abriéndole su corazón grabado de nombres, rostros e historias.

La presencia luminosa y portadora de esperanza de esta mujer no se apaga, se agranda como la del Padre Cacho, a la vez que nos interpela, provoca y convoca a seguir su huella: la misma que ella seguía, la del Maestro Profeta de Galilea. Simplemente nos pasa ahora la antorcha y nos recuerda con menos gravedad en la voz, con más ternura, pero con igual convicción que Alfredo Zitarrosa: “Hago falta. Yo siento que la vida se agita nerviosa si no comparezco, si no estoy…”. Los vecinos vulnerables, en especial los jóvenes y las mujeres que tanto acompañaba, enjugarán sus lágrimas, se animarán a seguir apostando a la vida y al amor, aunque haya despedidas y estas duelan.

[Imagen extraída de TV Ciudad]

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Uruguaya, laica, docente y escritora. Formada en Filosofía y Teología. Autora de los libros ¿Espiritualidad uruguaya? Una mirada desde la teología posconciliar (2013), Espiritualidad nazarena, una mirada laical (2015); Historias mínimas. Rendijas al misterio humano (Rebeca Linke, 2019; Grupo Loyola, 2020). Miembro de Amerindia, del consejo directivo de Cáritas Uruguay y del Equipo de Formación y Espiritualidad a nivel latinoamericano.
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