[Carta escrita a mi mujer, mi hija y mis dos hijos, después del viaje familiar a Croacia.]

Querida familia:

Cada viaje auténtico se hace en dos direcciones. No, no hablo del viaje de ida y el de vuelta. No es eso.

Hay el viaje exterior, nuestro trayecto de 820 kilómetros entre Zagreb y Dubrovnik, en un Opel Corsa a estrenar, con paradas en Poljanak, Jovići, Zadar, Trogic, Kaŝtel Lukŝić, Split, Ragusa y Cavtat.

Hay el viaje interior, hacia el fondo de uno mismo. Hacia los recuerdos o la propia biografía. Mientras se viaja en el exterior, también se viaja en el interior. Quizá esta sea la diferencia más genuina entre el turista y el viajero, hija mía. Solamente el segundo viaja en el interior. Me explico.

El viaje interior tiene que ver con mi experiencia previa, con mi biografía vinculada a ese territorio que hoy es Croacia y que en mi historia también se llama Yugoslavia. Desde Zagreb a Dubrovnik he ido recordando, he ido releyendo (a menudo inconscientemente; el viaje interior no es perceptible, o mejor dicho, no es voluntario. Es necesario detenerse a mirar y reconocerlo, a posteriori, como estoy tratando de hacer ahora).

Releyendo mi viaje interior descubro que las guerras de la antigua Yugoslavia (de 1991 a 1996, sobre todo) sucedieron en mis años universitarios, en los años de formación de mi conciencia social y política. Y que, de alguna manera, el escándalo de esa guerra a dos horas de casa, en la vieja Europa a la que España también se estaba incorporando desde los 80, marcó a mi generación. Los juegos olímpicos de invierno de 1984 se celebraron en Sarajevo. Y durante los juegos olímpicos de Barcelona en 1992, Sarajevo estaba sufriendo un asedio que acabó en 1996 (sí, un asedio de 4 años). Un exterminio de europeos por europeos no podía dejar indiferente a alguien en la veintena de edad.

Hay guerras y guerras. Es verdad que en mi acumulada juventud de 50 años he conocido (de oídas, por suerte) muchas guerras. Recuerdo las guerras (contra) civiles en Centroamérica (Nicaragua, El Salvador, Guatemala), la guerra entre Israel y Palestina, siempre constante. En mi niñez, sobre todo, me impresionaban las noticias y las imágenes de una guerra larguísima: la guerra entre Irán e Irak, que ocupó casi toda la década de los 80.

De hecho, en 1991 se produjo la invasión de Irak a Kuwait y el ataque de EE.UU. Era la primera guerra de los EE.UU. con Irak: la guerra del Golfo Pérsico. Contra esta guerra, transmitida en directo por la cadena de televisión CNN, escribimos un reducido grupo de estudiantes de COU (segundo de bachillerato) del colegio de jesuitas una carta al director publicada en el periódico Navarra Hoy. Fue mi primer “no a la guerra”. El segundo “no a la guerra en Irak” fue en 2003, con la invasión de Irak por EE.UU., Reino Unido y España, en el nacimiento de mi hija mayor.

Pero también en 1991, la guerra en los Balcanes. No en tierras árabes, no con gentes en túnicas extrañas y en desiertos lejanos e infinitos. No, esta vez en el centro de Europa, a tiro de piedra de Viena, Budapest o Venecia. Esto me causó una profunda impresión. Yo había viajado a Lisboa, Amberes o Burdeos (poca cosa quizá, pero lo que había al alcance de un estudiante de Pamplona-Iruña, por definición un jovenzuelo de provincias). Mi incipiente conciencia de ciudadano europeo estaba en pañales y la guerra en Croacia fue un puñetazo en su formación. Por eso, hay guerras y guerras.

En mi viaje interior, he recuperado los nombres de las ciudades escenario de la guerra: Zagreb, Vukovar, Dubrovnik, Mostar, Sarajevo, Šibenik, Srebenica… No las hemos visitado todas en el viaje exterior. Pero para el viaje interior no es necesario: una señal en un cruce de carreteras, una indicación en el mapa, el nombre de una calle (Ulica Vukovarska, calle de Vukovar, es un nombre repetido en Zagreb, en Split, en Dubrovnik, reservado a viales ilustres y prominentes).

En el viaje exterior, la historia de la guerra solamente se hizo explícita al principio y al final. Al principio en Zagreb, en el testimonio de nuestra guía turística Doris: recuerdos de infancia en refugios y sótanos bajo bombardeos. Al final, en el museo conmemorativo del ataque a Dubrovnik, la defensa de la ciudad y la victoria croata (4 años después). Suficiente para mi viaje interior. Entre medio del viaje exterior, apenas nada (excepto, como digo, alguna señal de tráfico, un nombre en el callejero, en el mapa de carreteras…).

En el viaje interior, he rememorado los ecos de la guerra en mi vida universitaria pamplonesa. En Pamplona-Iruña, la capital de la insumisión, yo fui objetor de conciencia a la mili y participaba con el grupo de Gesto por la Paz de Euskal Herria (ETA aún existía). Entonces, publiqué en el poemario colectivo Mientras llega la paz, publicado con el apoyo del poeta de Aoiz-Agoitz, Salvador Gutiérrez, y del ayuntamiento de Pamplona-Iruña. En la Navidad de 1995 los autores vendimos el poemario en la calle y con el dinero que se obtuvo, se pagaron los portes de un tráiler con ayuda humanitaria desde nuestra ciudad a un campo de refugiados en Bosnia. El grano de arena de jóvenes poetas en formación.

Mi poema en ese libro iba sobre la superación de la soledad, sobre el valor de lo colectivo frente a lo individual. Tal vez lo elegí porque pensé que para parar una guerra hacía falta algo más que los versos de un solo hombre:

Álbum de fotos

No tengo más que ver fotografías
-recientes y en color-
para darme cuenta de que no estoy solo,
de que existe
una urdimbre de vidas
muy cercana,
hombro con hombro,
que llega hasta el mar,
que me lanza al horizonte,
que me vive por fuera de mí mismo,
que se hace carne con mi carne
y se parte el pecho.

Unas pocas fotografías
-que retratan sillas y chaquetas-
para volver a recordarme,
cuando me mire de nuevo en el espejo,
que la soledad no puede resistir
esta tierra abonada
con tanto estiércol
y tantas manos
y que día tras día un arado rojo
me labra el rostro hasta los dientes,
me abre solidariamente
en canal,
junto a otros nombres,
para retornar a ellos con el mar,
por la mañana.

Apenas dos o tres fotografías
-en la última página de este álbum-,
visitar un parque cuando llueve,
el agua fría de los charcos
y muchas botellas
agarradas de infinitos
brazos,
me muestran hoy
que no queda aliento
para la muerte,
que no me encuentro solo,
que muchas voces me gritan
al oído
cuando agonizo entre papeles,
desangrándome
en religioso
y alegre
acompañamiento.

El prólogo del poemario estaba escrito por Petar Vasiljević, un defensa central de Osasuna. Era serbio, un refugiado en el balón supongo, como casi todos los jóvenes yugoslavos deportistas que llegaron esos años. Otro central serbio, muy tosco pero carismático (un gigante calvo) en la defensa de Osasuna fue Predrag Spasić; incluso metió tres goles…

Por encima de todos los recuerdos, he recordado a dos amigos que fueron a los Balcanes. El primero es Pablo. Tras estudiar el máster de cooperación internacional en Deusto, se fue a una práctica sobre el terreno en Zagreb y Sarajevo. El segundo amigo es Javier Vicente, de mi cuadrilla de amigos del colegio, que estuvo en Bosnia como casco azul de la ONU. Pablo me parecía más inspirador: estudió derecho conmigo y yo soñaba con una vida dedicada a los derechos humanos, la cooperación internacional, el derecho humanitario en conflictos armados… Javier Vicente no era para mí tan impresionante: la vida militar la he despreciado siempre. Pero ahora creo que para otros amigos de la cuadrilla y para muchas personas, la misión de la ONU también fue una manera real de aportar, de hacer algo. Ahora no soy tan injusto con Javier Vicente como entonces. Y también ahora soy más crítico con Pablo. La vida me ha dado mejor perspectiva.

Creo que en este viaje a Croacia he hecho un pequeño balance. No en vano, era un viaje en forma de regalo que me hicisteis por mis primeros 50 años de sucesiva juventud. Un balance de significado de una guerra a la vez cercana y a la vez lejana. Balance de significado de un país que en mi primera juventud de 20 años estuvo muy presente. Y creo que no he actualizado lo profunda que fue la impresión que me causó hasta 30 años después, al pisar ese país.

Esta semana he visto lo dividida que está la sociedad en los territorios de la antigua Yugoslavia. En Croacia hay mayor porcentaje de croatas que antes de la guerra; en Serbia, de serbios; en Eslovenia, de eslovenos: son sociedades nacionales más puras, sí. Me ha parecido percibir que viven a espaldas unas de otras. Por ejemplo, ¡qué pocas matrículas de Serbia vi en Croacia! ¡Sólo una! Dos coches de Montenegro, apenas tres de Macedonia del Norte y de Bosnia-Herzegovina. Media docena de Eslovenia, nada más que en Zagreb. En cambio, visitantes de República Checa, Alemania, Austria, Suiza, Hungría, Italia, hasta de Polonia y Ucrania, eran multitud en todos los rincones de Croacia que hemos recorrido.

La nación croata que he conocido se sostiene aún en la victoria sobre Serbia y Montenegro. Croacia se sostiene en un patriotismo de banderas y en un nacionalismo militarista, que elogia el sacrificio bélico, el ideal de un soldado-ciudadano en épica resistencia frente al serbio imperialista.

Me ha puesto serio sentir esos ecos guerreros todavía frescos, esas heridas abiertas, esa incapacidad de los balcánicos para hacer las paces.

Me ha puesto serio sentir que hace 30 años teníamos razón los jóvenes de mi generación: “no a la guerra” en los Balcanes, la mayor salvajada en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Pues sí, esa salvajada fue verdad y en verdad nos afectó.

Me ha puesto serio sentir mi impotencia ante las nuevas guerras europeas. Dos martes al mes, a las 7 de la tarde en Sant Andreu de Palomar, donde vivo, hay una concentración silenciosa pero elocuente contra la guerra de Ucrania. He ido algunas veces: a duras penas una treintena de personas; yo soy de las más jóvenes. La guerra en los Balcanes duró diez años. La de Ucrania ya va para 14 meses.

Es verdad que nosotros no podemos casi nada contra la guerra, contra esas guerras, las del pasado y las del presente. Pero también es verdad que debemos decir “no a la guerra”, “sí a la paz, a la reconciliación, al perdón”, aunque no sirva para nada. Ojalá los que sois más jóvenes sintáis esa indignación y gritéis más contra la guerra.

Perdonadme, pero esta Pascua en Croacia (en serbocroata, Uskrs u Hrvatskoj) ha sido un recordatorio de la Pasión de los 90. Seguramente, no he sido la persona más comunicativa, no la más divertida, no la más ocurrente, no la más humorística. He hecho el viaje con vosotros. Creo que he sido un buen chófer: solvente y fiable, como siempre (ser nieto de taxista debe de influir…).

Lo siento, pero no contaba con mi viaje interior, ese al que nadie más podía acompañarme (hasta el momento en que leéis esto). Al menos, ahora sabéis de esa especie de melancolía que ha ido aumentando en mi exterior, entre Zagreb y Dubrovnik.

¡No a la guerra! Ne u rat!

¡Sí a la paz! Da miru!

***

Para saber más sobre la guerra de los Balcanes, os recomendamos la lectura del Cuaderno CJ «Veinte preguntas sobre los conflictos yugoslavos» (1994) de Carlos Taibo.

[Imagen extraída de Wikimedia Commons]

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Pamplonés, casado y aita de una hija y dos hijos. Licenciado en Derecho y en Filosofía. Doctor en Derecho por la UB. Abogado de la Fundació Migra Studium. Profesor de Derecho Internacional Privado en la UPF y la UOC. Presidente de la Fundació Arrels.
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