Hay una tradición muy antigua del viernes santo en torno a las “siete palabras”, serían las últimas palabras de Jesús pronunciadas en la cruz y recogidas en los evangelios. Se han convertido en una fuente de meditación frecuente para este día. Tendría algo que ver con esa pequeña mitificación de las últimas palabras de una persona en el momento de la muerte, como si en ellas se concentrase el destilado de una vida, lo que es sin duda algo exagerado. Como si en un momento así se pudiese concentrar todo lo que se ha vivido, o confirmar lo que han sido los motivos de una vida o indicar lo que debería suceder después. Como si las últimas palabras pudiesen ser más perfectas que todas las anteriores. Tal vez se espera en un momento así el arrepentimiento que faltó antes o el remordimiento del que toma conciencia de lo que pudo haber sido diferente.

Las “siete palabras” es una oportunidad para recorrer, de nuevo, la vida y la muerte de un inocente. Todo lo que vino después, la resurrección, las apariciones, la experiencia del Espíritu, la comunidad primera, las siguientes comunidades… todo esto ocurrirá después. El viernes se termina en esa tarde agotadora cuando se gira la piedra que cierra el sepulcro y el silencio le gana la partida a los aplausos y los ramos del domingo, la soledad oscurece el asombro de los milagros, y el llanto nubla los encuentros fascinantes y las controversias arriesgadas. El viernes termina en el silencio del fracaso, por eso las últimas palabras de Jesús nos conectan con su vida anterior. Las últimas palabras tienen esa fuerza de evocar la vida completa que ahora se extingue.

George Floyd repitió varias veces que no podía respirar. Sucedió en mayo de 2020 en Minneapolis (USA), lo decía mientras un policía que le había detenido lo inmovilizaba clavándole su rodilla en el cuello. En esa postura tan agresiva, pudo decir: “Todo me duele… Agua o algo, por favor. Por favor, por favor. No puedo respirar, agente, no puedo respirar”. Y el testimonio quedó registrado en el vídeo del teléfono móvil de una mujer que estaba allí en ese momento. George moriría unos instantes después fruto de esa desproporcionada violencia. Las protestas y manifestaciones, la difusión del Black Lives Matter, el gesto de arrodillarse al comienzo de partidos de fútbol o en manifestaciones… todo eso vendrá después. Aquel 25 de mayo, asfixiado por un policía durante ocho largos minutos, George Floyd murió sobre el asfalto.

A George no le asfixiaron solo esa tarde. Su vida estuvo marcada por la pobreza, los esfuerzos por salir adelante, las drogas, la prisión. Un tonto incidente, en el que probablemente no estaba involucrado, lo metió de nuevo en la cadena de represión y violencia que moldea nuestras sociedades. Todas las estadísticas estaban contra él -raza, pobreza, marginalidad, conflictividad con la ley- y esa tarde no fallaron. George Floyd volvió a ser lo que había sido tantas veces, un sujeto sospechoso sobre el que se aplicó la fuerza para someterlo. Y esta vez lo sometieron completamente. 

Las últimas palabras no suelen ser un discurso coherente, ni un mensaje elaborado. Son chispas de una vida que se apaga y tal vez podemos atribuir un valor casi mágico a lo que son solo esfuerzos por hacer coherente un momento lleno de tensión y de angustia. De hecho, desconocemos las últimas palabras de la mayor parte de las víctimas de nuestro tiempo y, si conservamos ese testimonio de la vida de Jesús, es por la inquietud, en un momento dado, de las primeras comunidades por guardar el testimonio de las palabras del maestro. Pero lo que el sufrimiento no puede pedirnos es la coherencia, hasta el último segundo, de nuestro discurso. El sufrimiento, el dolor, la injusticia borran nuestra capacidad para el juicio y nos devuelven al núcleo de nuestra conciencia, allí donde nuestra biología busca desesperadamente la supervivencia y lo humano queda tan disminuido que resulta irreconocible. George Foyd sólo pide un poco de agua y que le dejen respirar. El profeta Isaías lo describe así: “Lo vimos sin aspecto humano, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultaban los rostros, despreciado y desestimado”.

Poder reconstruir el relato del sufrimiento, poder identificar las fuerzas que han demolido la humanidad no es una tarea sencilla. El jesuita francés Patrick Goujon, solo a sus 48 años fue capaz de formular y reconocer los abusos que sufrió siendo niño por parte de un sacerdote. La memoria se cerró para protegerle durante todos estos años. En un momento dado y como él cuenta, caminando, todos esos recuerdos afloraron en su mente sumergiéndole en un profundo desconcierto del que ha ido saliendo gracias a escribir, el acompañamiento y la fe (Prière de ne pas abuser, Eitions du Seuil, 2022). Patrick Goujon ha tenido que gestionar la rabia y la vergüenza que rodea el crimen de los abusos infantiles.

La palabra y el silencio. La incapacidad de hablar, de reconocer, de poder elaborar un juicio coherente y completo. Todo ello se une a la condición de víctima. Se añade al sufrimiento, a la violencia que se padece, a la injusticia que se soporta. Miramos todas estas situaciones y hacemos preguntas, y queremos respuestas, y explicaciones, y análisis. Y nos gustaría encontrar el camino de la reparación, y el camino de la reconciliación. Nos gustaría encontrar la palabra que traiga la sanación. En el fondo querríamos que todo este sufrimiento no hubiera pasado. Y si ha pasado, que lo podamos arreglar. Deprisa, pronto. Y el silencio nos resulta molesto, y las palabras de consuelo, lo tenemos que reconocer, huecas, vacías. Nos lo recuerda Isaías: “Maltratado, aguantaba, no abría la boca; como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante el esquilador, no abría la boca”. La palabra sola no nos sana. El silencio vacío no nos cura. La palabra necesita estar acompañada por la fraternidad y el silencio debe abrirnos a la presencia de Aquél que recorrió nuestro mismo sendero.

Nuestro mundo se incomoda ante el sufrimiento y es necesario intentar reducirlo, evitarlo. La injusticia y el sufrimiento no son buena noticia. Pero tampoco intentemos ocultarlo, o simplificarlo, o queramos dar una respuesta superficial solo sirve para revictimizar, o para generar nuevas fuentes de sufrimiento. La injusticia tiene raíces profundas en nuestra sociedad, está cimentada en intereses que se van superponiendo hasta constituir una red que nos asfixia. Lo que aprendemos en el viernes santo es que no hay atajos. Tampoco para el creyente. Nuestra fe no es un superpoder que nos ahorre el sufrimiento. La vida tampoco es una película de superhéroes. El egoísmo, la explotación, la avaricia y el desprecio a las personas y sus derechos nos muestran hasta dónde podemos llegar en inhumanidad. 

Pero tampoco es un día para el lamento inútil. El viernes santo es el día del silencio que nos confronta con nuestra propia realidad. Con nuestra cooperación al mal del mundo, y con el mal que causamos a otros. Hoy el silencio no es tranquilizador, es un silencio de inquietud, de dolor que nos sacude por dentro para preguntarnos dónde están nuestros hermanos y hermanas, qué hemos hecho con ellos, a qué les estamos condenando… Es normal que el silencio en un día como hoy nos produzca inquietud, eso significa que somos capaces de vibrar con el sufrimiento del mundo. Y eso ya es mucho.

No es un día para el discurso fácil. La tradición de la Iglesia nos propone, junto a la meditación de las siete últimas palabras de Jesús, la adoración de la cruz. La adoración de la cruz no es la inclinación de la cabeza ante la “inevitabilidad del mal”, sino la expresión de que queremos unirnos a Jesús y su modo de afrontar la vida, “lo que se repite no es el mal, sino nuestra actitud ante él”, como dice Javier Vitoria. Adorar la cruz es expresar, una vez más, que somos conscientes de que se puede vivir de muchas maneras, pero tal y como descubrimos en Jesucristo, queremos que nuestro modo de vida contribuya a esa radical fraternidad que nos invita este día.

[Imagen de Freepik]

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Jesuita. Director del centro de estudios Cristianisme i Justícia-Fundación Lluís Espinal. Es teólogo y economista. Estudió Economía y Administración de Empresas (ICADE) en Madrid. Trabajó en Malawi con el Jesuit Refugee Service (JRS) junto a la población refugiada de Mozambique. Su trayectoria ha estado muy vinculada a la acción social y el compromiso por la justicia de la Compañía de Jesús. Durante 10 años fue profesor en la Escuela Universitaria de Ingeniería Agrícola de Valladolid (INEA). De 2009 a 2021 vivió en Bruselas, donde trabajó al frente de dos instituciones internacionales de la Compañía de Jesús: el Jesuit European Social Center (JESC) (2009-2016) y el Servicio Jesuita a Refugiados en Europa (2017-2021).
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