Estamos viviendo inmersos en tres fracturas. Éste es el diagnóstico que hace Otto Scharmer, profesor del MIT. Una fractura ecológica, una social y una espiritual (o cultural). La fractura ecológica es la de los humanos con la naturaleza, la fractura social es la de los humanos entre sí, la fractura espiritual es la de los humanos consigo mismos. La peculiaridad del diagnóstico de Scharmer es su insistencia en que no podremos resolver las tres fracturas por separado, sino que están interrelacionadas y son interdependientes. Afrontar con posibilidades de éxito cualquiera de ellas requiere afrontar también las otras dos, porque son indisociables.

Scharmer plantea un reto importante: no es suficiente con identificar los problemas. Saber que vivimos inmersos en una crisis ecológica y en una crisis social no es ninguna novedad: basta con leer los periódicos y conocer los datos. Para reconocer que hay una crisis espiritual también basta con leer los periódicos y conocer los datos, pero los prejuicios heredados todavía nos hacen difícil aceptar darle ese nombre. Pero no es suficiente con identificar los problemas, hay que hacer un diagnóstico y, por supuesto, proponer una terapia. Y es en el diagnóstico y en las terapias donde se ubican las diferencias. Por eso es interesante la propuesta de Scharmer: o abordamos las tres y sus vinculaciones, o no abordaremos bien ninguna ni las conseguiremos resolver.

Sobre las dos primeras tenemos referencias consensuadas y cada vez más compartidas. El ejemplo más fehaciente son los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de Naciones Unidas, que son 17 objetivos (que se van desmenuzando en metas más concretas) que se proponen como marco de referencia compartido para los estados, las organizaciones de todo tipo y las instituciones. Cada uno de los 17 objetivos representa por sí mismo un reto de primera magnitud, y es evidente que no afecta a todos por igual. Por eso mismo, el cambio de perspectiva que representa la propuesta comporta, en primer lugar, que cada estado, organización o institución identifique en cuáles de ellos tiene mayor impacto en su actividad cotidiana; en segundo lugar, que explore qué puede hacer en aquellos que quizás no parece tan evidente que le afecten; y, en tercer lugar, que no olvide que su acción y sus impactos están conectados con todos los demás y, por tanto, que servirá de poco alcanzar un objetivo si simultáneamente no alcanzamos los demás. Esto le supone a todo el mundo un doble cambio de mentalidad: en primer lugar, situar las propias acciones a la vez en lo concreto y con una perspectiva sistémica, sabiendo que todo lo que hacemos tiene impacto en el sistema global pero que nadie actúa directamente sobre su totalidad. Y, en segundo lugar, que hoy la responsabilidad ya no funciona linealmente en una relación causa-efecto, como si sólo se nos pudieran exigir responsabilidades por lo que causamos directamente de forma clara y distinta, sino que hoy sólo podemos pensar la responsabilidad en clave de corresponsabilidad y de inteligencia cooperativa.

Pero los ODS no son suficientes, porque no atienden a la fractura espiritual y porque sin resolver esta fractura no tendremos la capacidad interna para hacer frente a nuestro entorno y a los desafíos cada vez más complejos que se derivan. Por eso está en fase de lanzamiento la propuesta de unos Objetivos de Desarrollo Interior (IDG, por sus siglas en inglés), una propuesta global que parte de la asunción de que, cuanto más sistémicos son los retos, más necesitan transformaciones personales y relacionales. Resulta sintomático que no sea una propuesta proveniente de las instituciones educativas convencionales (aunque las hay involucradas) sino de una red de actores de todo tipo comprometidos en procesos de transformación social. Y también lo es que su foco, claramente vinculado a la educación, no se limite como siempre a niños y jóvenes sino que apunte sobre todo a los procesos de desarrollo de los adultos. Estos objetivos apuntan a trabajar sobre cinco dimensiones fundamentales de la persona, que identifican con cinco verbos: ser, pensar, relacionarse, colaborar y actuar; es decir, las relaciones con el núcleo vital de uno mismo (self); las capacidades cognitivas; el cuidado de los demás y del mundo; las capacidades sociales de colaboración y comunicación; y la acción orientada al cambio.

En definitiva, no existe transformación global sin transformación personal y relacional. Y viceversa. Ninguna de ellas es posible sin la otra. Porque las tres fracturas que vivimos (ecológica, social y espiritual) están íntimamente relacionadas, son inseparables y no podremos abordar bien ninguna de ellas si olvidamos los requerimientos de las otras dos.

[Este artículo fue publicado originalmente en catalán en El Punt Avui/Imagen de PublicDomainPictures en Pixabay]

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Josep M. Lozano
Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación y licenciado en teología, profesor de ESADE. Fundador y director del Instituto Persona, Empresa y Sociedad (IPES). Miembro de consejos asesores de varias organizaciones del tercer sector. Ha publicado más de treinta libros y varios artículos de su especialidad académica. A destacar títulos como Cercar Déu enmig de la ciutat (1990) y La discreció de l'amor (1992). Ha publicado también con Cristianisme i Justícia ¿De qué hablamos cuando hablamos de los jóvenes? (1991, CJ 41) y Discernimiento comunitario apostólico. Textos fundamentales de la Compañía de Jesús (2019, EIDES 89-90).
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