En la última década y poco más, el cristianismo ha ido cargándose de energía contracultural, uno de los recursos más preciados en la economía simbólica humana. Una forma menos técnica de decirlo es que el cristianismo «vuelve a molar». Es igual si nos fijamos en videoclips de famosísimos músicos urbanos, instalaciones de arte contemporáneo o en las teorías políticas de los filósofos más famosos del planeta: tanto por arriba como por bajo, la cultura contemporánea se está llenando de referencias positivas al cristianismo, impensables hace pocos años. 

Hablar así del cristianismo nos obliga a desacralizarlo y, al mismo tiempo, a reconocer que ocupa un lugar especial. La mirada del crítico cultural trabaja con dos presupuestos: laicismo y darwinismo. En el primer sentido, el cristianismo es un conjunto de conceptos, valores y narraciones más o menos unificadas que se puede estudiar y comparar con otros sin necesidad de entrar en cuestiones de fe. En el segundo, la sociedad contemporánea se nos aparece como una gran jungla, o un mercado, en el que diferentes relatos compiten para ganarse el corazón de la gente, y su éxito o fracaso depende de las características de cada competidor, los cambios en el entorno y las respuestas adaptativas. Es tan obvio que la importancia del cristianismo en la historia de Occidente le otorga un estatus privilegiado como que no es inmune a las propias presiones de crecimiento y decrecimiento que afectan al resto de religiones y filosofías.

El guía principal de nuestra visión economicista de la cultura será el filósofo y crítico de arte Boris Groys, que se reconoce como el continuador de la tradición antropológica de Marcel Mauss o Claude Levi Strauss. Para estos autores, la base de la cultura humana es el intercambio de valores. La cultura se puede ver como un reino atravesado por una raya entre lo sagrado y lo profano, o aquello a lo que damos un valor especial y aquello a lo que no, donde diferentes actores intentan mover diferentes valores de un lado al otro de la línea divisoria. Según Groys, el motor de este mecanismo es la sospecha, la pulsión del ser humano de cuestionarse la naturaleza de la realidad e intentar encontrar esencias detrás las apariencias, sean las formas platónicas, el inconsciente, el capital, o, obviamente, el Dios del cristianismo. El mercado cultural se encuentra en movimiento continuo porque ninguna teoría consigue eliminar definitivamente las sospechas, que tarde o temprano reaparecen y producen teorías alternativas o miran con nuevos ojos aquellas que habían caído en desgracia. Para ganar, mantener o recuperar la posición más privilegiada en el mercado simbólico, los defensores de las diferentes religiones y escuelas filosóficas se ven obligados constantemente a poner en marcha operaciones de revalorización de los valores como la que Nietzsche soñaba para su superhombre. La condición contracultural que atribuimos al cristianismo actualmente es una manera de decir que se encuentra en signo ascendente: después de unos años en la parte inferior de la jerarquía cultural, últimamente está moviéndose hacia una superior.

Lo que tienen en común las teorías que optan al trono es su naturaleza filosófica, es decir, paradójica. Aunque el discurso científico intenta describir un mundo libre de contradicciones, gracias a Bertrand Russel, Kurt Godel, o Werner Heisenberg, quienes crean filosofía de las respectivas ciencias, sabemos que incluso los aparatos explicativos que consideramos más sólidos (la lógica formal, la matemática o la física) tarde o temprano topan con alguna circularidad o alguna paradoja que obliga al sistema a depender de un postulado externo que el mismo sistema no puede explicar. En lenguaje kierkegaardiano, en la base de toda verdad irrefutable hay siempre un salto de fe.

La diferencia del discurso filosófico —y consideramos la religión como un discurso filosófico sin ningún tipo de complejo— es que la filosofía tematiza la naturaleza paradójica de la realidad en vez de intentar esconderla. El mecanismo es más fácil de ver de lo que parece y, una vez detectado, es omnipresente: Sócrates solo sabe que no sabe nada, Descartes llega a la absoluta certeza a través de la duda más radical, Kant le cierra la puerta de la ciencia a Dios para abrirle la ventana de la fe, etc. Las teorías más seductoras en el mercado simbólico no son aquellas que explican una parcela pequeña de la experiencia humana, sino aquellas que intentan dar sentido a la totalidad (Lyotard habla de «grandes relatos» y usa el adjetivo omniabarcante), pero, dado que los intentos de abrazar el todo siempre topan con paradojas, solo aquellas filosofías capaces de activar la paradoja y de decir cosas sugerentes pueden ganarse la complicidad de la gente.

Ilustración de Marta Romay

No hay que decir que el cristianismo es un nido de paradojas. Dios es uno, pero es tres. Jesucristo es divino, pero humano. Mateo nos indica que los últimos serán los primeros. Al mismo tiempo, el cristianismo está repleto de contradicciones con él mismo, como sabemos gracias a los océanos de tinta que los teólogos han dedicado a intentar reconciliar el Antiguo Testamento con el Nuevo, o incluso pasajes de un mismo libro sagrado. Y no solo hay paradojas y contradicciones, sino que el cristianismo, a diferencia de otras teorías menos radicales, pone en tensión los valores más opuestos de la cultura, una estrategia que, según Groys, convierte a las filosofías más exitosas en «un lugar donde desaparecen las diferencias jerárquicas, las oposiciones de valores tradicionales pierden su validez y el poder del tiempo (con la apariencia de un contraste entre un pasado valioso y un presente y futuro sin valor) se supera. De este modo surge la experiencia de estar fuera del tiempo, de deleite extático ante una utopía realizada, de libertad y de omnipotencia mágica, que acompaña al acto cultural exitoso, es decir, radicalmente innovador». ¿Acaso no hablamos del cristianismo como de una buena nueva?

Ahora bien, la novedad que acompañaba al cristianismo en sus orígenes, inequívocamente contracultural, se ha ido desgastando después de siglos ocupando el trono de la cultura occidental. Algunos de los ataques han venido desde dentro, como, por ejemplo, corrientes críticas y escisiones, que han desembocado en divisiones que transcienden la teología e inundan toda la cultura, como tan perspicazmente propuso Max Weber en su comparación entre protestantismo y catolicismo. Pero, desde los inicios de la modernidad hasta el presente, han aparecido discursos completamente externos al cristianismo que también están perfectamente equipados para explicar la totalidad, tematizar la paradoja y poner en contraste valores aparentemente incompatibles: desde el liberalismo (el individuo puede hacerse a sí mismo), el marxismo (las ideas del espíritu son un epifenómeno de las fuerzas materiales), hasta el posmodernismo (la realidad es un juego entre discursos irreales), etc. En este mercado filosóficamente comprimido, no hay un orden inmutable, sino subidas y bajadas de todo tipo, difíciles de prever, que nos recuerdan a los movimientos bursátiles.

Si a los albores del siglo XXI nos encontramos con que el cristianismo vuelve a cotizar al alza tras bastante tiempo abandonado, debemos compararlo con quien había sido el rey durante el final del siglo XX: el posmodernismo. Después de la Segunda Guerra Mundial, las fuertes teorías que creían en la transformación de la naturaleza humana en nombre de un principio último colapsan, tal y como explican Adorno y Horkheimer en La dialéctica de la ilustración. Las sustituye una amalgama de filosofías que Lyotard empieza calificando de posmodernas y que continúan con derivadas en el pensamiento europeo de Foucault, Deleuze y Derrida. A grandes rasgos, esta amalgama de teorías se caracteriza por preferir la diferencia sobre la identidad, el devenir sobre el ser, el flujo sobre la estabilidad, la apariencia sobre la esencia, etc.

Portada Burdeus
Ilustración de Marta Romay

Es obvio que el postmodernismo es la filosofía perfecta para la globalización neoliberal. Con el colapso de la Unión Soviética, la lógica capitalista intenta imponerse en todo el globo. Como sabemos desde Marx, el capitalismo avanza fundiendo todo aquello que era sólido, y al terminar el siglo XX los poderes fácticos intentan eliminar todas las fronteras para establecer un mercado global. La lógica de la política, en cambio, funciona promulgando mandatos, prohibiciones y jerarquías que pueden interrumpir el flujo del capital en nombre de los valores morales. La preferencia del posmodernismo por el flujo es análoga con la preferencia del capitalismo por la multiplicación del beneficio. Si el universalismo político pedía abandonar las creencias personales para enrolarse en un proyecto transformador colectivo, el universalismo del mercado pide que pongamos en el centro los deseos personales a la vez que exige que ninguno de estos deseos pueda ser un obstáculo a la libre circulación de los deseos de los otros.

Ahora bien, como sabemos desde 2001, el sueño de la globalización neoliberal no se cumplió, la humanidad no disolvió sus diferencias en un mar de juegos de lenguaje indolentes y el final de la historia no ha llegado. Desde el terrorismo islámico hasta el nacionalismo chino, pasando por el imperialismo occidental o el auge de movimientos políticos iliberales, los valores identitarios han permanecido y la política empieza a recortar el terreno perdido ante la economía. Igual que las grandes guerras, el Holocausto y el gulag desgastaron el lustre cultural de la modernidad, la gran recesión, la persistencia de crisis migratorias o la guerra de Ucrania están acabando con el lustre del posmodernismo neoliberal.

Es en medio de este movimiento pendular generalizado donde muchos actores de la cultura han encontrado en el cristianismo una mina de oro. Según la antropología cristiana, el alma humana no es un embrollo condenado al flujo perpetuo de diferencias, sino una entidad capaz de lograr la salvación. El cristianismo es democrático porque ofrece la utopía a todos los seres humanos independientemente de su condición. Contrariamente al posmodernismo, que condena los individuos a un juego eterno y agotador de transformación de un mismo, en el cristianismo hay jerarquías de valores y la posibilidad de superar la angustia del flujo con la paz de la creencia. Además, comparado con los discursos igualmente utópicos de la modernidad, como, por ejemplo, el marxismo, el fascismo o el liberalismo, el cristianismo construye una crítica a la racionalidad instrumental y el cientificismo, que son la otra dimensión humana que el capitalismo ha ajado para justificar su proyecto.

Pese a todo ello, tal como habíamos dicho, el cristianismo es paradójico y está lleno de contradicciones, hecho que explica una característica peculiar de la revalorización que está viviendo: en la guerra cultural para sustituir el consenso posmoderno por un nuevo orden, el cristianismo no es un arma de parte, sino un recurso igualmente codiciado por los dos grandes bandos enfrentados. A grandes rasgos, la escisión respeta la vieja pero todavía eficaz dicotomía izquierda-derecha. Por un lado, nos encontramos con una nueva derecha cultural, ejemplificada en Jordan Peterson, Alain de Benoist o Aleksander Dugin, quienes se interesan por la vertiente conservadora del cristianismo como una herramienta de orden contra el caos. Por otro, nos topamos con la izquierda revolucionaria, con teóricos como Salvoj Zizek, Giorgio Agamben o Alain Badiou, quienes recurren al fondo revolucionario de los primeros cristianos, el cristianismo como un discurso de igualdad radical que permite transcender todos los órdenes sociales.

Sería muy triste terminar sin mojarnos, así que expondremos nuestra opinión. Igual que el fascismo no es lo mismo que el comunismo, la lectura neoconservadora del cristianismo no es lo mismo que la revolucionaria. La diferencia es la misma que usábamos para explicar por qué algunas filosofías tienen más éxito en la economía simbólica que otras: solo las ideas más totalizadoras y las que mejor tematicen la paradoja acaban tocando la médula ósea humana. Desde la perspectiva conservadora, el cristianismo se reduce a afirmar la superioridad de valores parciales como, por ejemplo, la familia, la sumisión al orden establecido, la moderación sexual, etc. Esto excluye gran parte de la experiencia humana y reduce el cristianismo a una ideología política convencional. En cambio, el cristianismo revolucionario que encontramos en el nuevo testamento, especialmente en las cartas de San Pablo, sitúa la paradoja en el centro, pues grita: «quienes tienen mujer, que vivan cómo si no tuvieran; quienes lloran, como si no lloraran; quienes están contentos, como si no lo estuvieran; quienes compran, como si no tuvieran nada; quienes sacan provecho de este mundo, como si no le sacaran nada». 

La concepción del amor del Nuevo Testamento expresa el sueño último de todos los discursos filosóficos: la posibilidad de vivir las contradicciones de la vida sin tener que esconderlas. Este cristianismo revolucionario se diferencia del conservador por una aspiración universalista e igualitaria que transciende todas las divisiones, pero también se diferencia del progresismo posmoderno en que, en vez de condenar el sujeto a subir a una montaña rusa de diferencias infinitas que agota el espíritu, en la promesa de salvación el cristianismo ofrece la posibilidad más radicalmente contracultural imaginable hoy en día: descansar.



Este artículo se puede leer en el primer Anuario de Cristianisme i Justícia.

El Anuario es una nueva publicación que recoge las materias más destacadas que hemos tratado a lo largo del año, además de incorporar contenido inédito. El tema principal de este número 1, «La herida», está motivado por la conferencia inaugural del profesor Josep M. Esquirol, de octubre del 2021. Desde el inicio de este proyecto, también quisimos dar énfasis al diseño. Queríamos compartir las conversaciones y los debates, habituales en Cristianisme i Justícia, de un modo donde la palabra, la imagen, la fotografía e incluso el cómic pudieran encontrarse.

¿TE GUSTA LO QUE HAS LEÍDO?
Para continuar haciendo posible nuestra labor de reflexión, necesitamos tu apoyo.
Con tan solo 1,5 € al mes haces posible este espacio.
Filósofo. Trabaja de articulista y crítico cultural para varios medios, especialmente en la revista "Núvol", donde ejerce de jefe de opinión y de la sección “Pantalles”, y en el que publica semanalmente artículos sobre televisión, cine, cultura digital y pensamiento contemporáneo.
Artículo anterior¿El cristianismo es contracultural?
Artículo siguienteGolden Scholars, los Oscar de las universidades

DEJA UN COMENTARIO

Por favor ingresa tu comentario!
Please enter your name here