Al comenzar un nuevo tiempo de Cuaresma, aún nos acucian las mismas ansiedades de otrora. Seguimos entendiendo que es un tiempo de privación por el ayuno y la abstinencia, como un tiempo de silencio interior para buscar a Dios en la oración y de llevar a cabo ciertas actitudes de caridad con los demás, por la famosa limosna. Por más que los tiempos cambien y una parte de la Iglesia haya cambiado sus enseñanzas, la mayoría de las personas aún conviven con un imaginario religioso muy alejado de lo que realmente puede llegar a ser este tiempo, como tiempo privilegiado de crecimiento espiritual, sobre todo en el conocimiento de Dios. La privación, el sacrificio, la penitencia –cuando no el castigo-, son acciones muy propias de este tiempo. Reconocerse eternamente pecadores, experimentar la culpa y llevarla hasta las lágrimas pareciera hacernos creer que por hacerlo seremos mejores cristianos, que Dios nos va a querer un poquito más. Si bien el objetivo puede ser muy loable, poco sentido tendrán cuando todo ello lo confrontamos a las mismas acciones de Jesús en el Evangelio.
En la Escritura Jesús siempre se muestra con actitudes que sobrepasan nuestro entendimiento y que nos colocan en jaque ya que muchas veces nos incomodan. Si nos golpean, nos invita a colocar la otra mejilla; si nos piden el manto, nos dice que debemos dar también la túnica; si nos acusan injustamente, nos invita a no defendernos. ¿Qué es esto? Sin duda son enseñanzas de Jesús que poco podremos comprender ya que su lógica es muy distinta a la nuestra. Muchas veces hemos aprendido que esta forma de proceder de Jesús se sostiene en su naturaleza divina. Creemos que, como Hijo de Dios, Jesús poseía algo “extra” que lo hizo superior a todo ser humano para soportar ser acusado y aceptar ser rechazado y condenado. Dios le habrá dotado de una inteligencia superior, de una fortaleza tal que no se veía afectado por todo lo que sufría. Pero no. Nos han enseñado un Jesús impregnado de categorías metafísicas para resolver los dilemas de la trascendencia divina, de la omnipotencia de Dios. Si Jesús es hombre y Dios a la vez, si Dios vive en él, entonces posee todas las cualidades divinas.
Pero de nuevo: no. Nos cuesta mucho reconocer esa humanidad de Dios en la persona de Jesús que logró sobreponerse a las situaciones adversas, sostenido en la fe en su Padre, pero que lo impulsaba a tener pensamientos, palabras y acciones que él mismo logró resolver. Sin duda no podemos negar que fue un hombre excepcionalmente bueno e inteligente, pero no es que Dios actuaba en él para resolverle los problemas, sino que, por la fe que tenía en un Dios sensible, cercano y amoroso (“Abba”: papito), y la confianza que tenía en él, se dejó guiar en todo momento. De ahí que si nosotros creemos en Jesús, en el Jesús histórico y terreno, tendremos que esforzarnos por recuperar cada vez más su humanidad. ¿Acaso Jesús no se enojó con los mercaderes en el templo? ¿Acaso no lloró ante la muerte de su amigo Lázaro? Muchas veces nos cuesta reconocer esos aspectos de las persona de Jesús porque necesitamos que Dios nos haga fuertes y nos dé todo lo que le pedimos. Muchas veces buscamos a Dios para saciar nuestro propio egoísmo.
En este sentido, la Cuaresma es una gran oportunidad de hacer un camino de humanización, algo tan necesario en estos tiempos. ¿Cómo humanizarnos ante tantas tragedias naturales, ante el horror de la guerra, ante el miedo y la desesperanza? Vivimos a diario como anestesiados ante la pobreza, la muerte, la violencia. Anestesia que nos paraliza sin saber qué hacer, sin saber qué nos corresponde a cada uno, a cada una. En estas situaciones nos han enseñado a buscar a un Dios “en el cielo” que nos auxilie, que tenga piedad de nosotros y nos mande sus ángeles a ayudarnos, cuando no, a encerrarnos en el templo a orar sin cesar. La pregunta de un gran santo chileno, san Alberto Hurtado, es muy iluminadora: “¿Qué haría Cristo en mi lugar?”. En las situaciones de sufrimiento propio y de los demás, ¿cómo actuaría Jesús? Y ¿qué podemos hacer nosotros como verdaderos seguidores de Jesús? En este sentido, recuperar la humanidad de Dios en la persona de Jesús es fundamental para tomar acciones que redunden en amor al prójimo, en un compromiso con el que más sufre, y no caer en espiritualismos individualizantes.
El papa Francisco nos invita en su mensaje de Cuaresma a “no refugiarse en una religiosidad hecha de acontecimientos extraordinarios, de experiencias sugestivas, por miedo a afrontar la realidad con sus fatigas cotidianas, sus dificultades y sus contradicciones”[1]. De la misma manera que Jesús no se alejó de las realidades de sufrimiento de su época, aun teniendo momentos privilegiados de oración, nosotros no debemos buscar en esta Cuaresma hacer actos extraordinarios para agradar a Dios, ni tampoco buscar aliviar nuestros sentimiento de culpa por el mal que sabemos que hemos hecho. Ser buenos compañeros de trabajo, estar al servicio de los demás, escuchar a quien necesita hablar, saber guardar un secreto, aliviarle la tarea a alguien, perdonar y aceptar a quien no nos quiere, hacer el esfuerzo por cumplir con nuestras responsabilidades (y si no lo alcanzamos, tenernos paciencia), ser amables, ser buenos esposos, buenos padres y madres… Creo que de eso se trata: ser un buen ser humano y, por tanto, vivir algo de la humanidad de Jesús.
Que en esta Cuaresma el deseo más grande de nuestro corazón sea el de conocer más a Jesús, de crecer en intimidad con él para lograr transparentarlo a los demás. Buscarlo incesantemente también en los demás y reconocer su presencia en ellos. Si buscamos a Dios, busquemos a Jesús, ya que “conocer a Jesús es conocer a Dios. Lo cual no quiere decir que Jesús estaba divinizado, sino exactamente al revés, que, en Jesús, Dios se había humanizado”[2]. Si buscamos a Dios con sincero corazón lo encontraremos en Jesús, en su humanidad, en esa capacidad que tuvo de acercarse a la realidad humana y experimentar sus mismos sufrimientos y colocar todas sus energías para aliviar ese dolor. Mucho más que encerrarnos en nosotros mismos para pedir perdón, la Cuaresma es tiempo de abrirnos a la acción de Dios que nos invita a colaborar en su obra de hacerlo presente en un mundo que está deshumanizado. Hacer presente a Jesús con gestos y palabras es entender que Dios no está tranquilo allá en el cielo, está aquí sufriendo con nosotros. Por ello, es urgente recuperar la humanidad de Dios.
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[1] https://www.vatican.va/content/francesco/es/messages/lent/documents/20230125-messaggio-quaresima.html
[2] Castillo, José M., La humanidad de Dios, Trotta: Madrid, 2019, p. 75.
[Imagen de Dorothée QUENNESSON en Pixabay]