En su obra teatral «Amistad», Juan Mayorga imagina a tres amigos alternándose en la representación de su propia muerte. Cada uno ha de entrar en el ataúd abierto sobre el escenario y hacerse el cadáver, mientras los dos «vivos» improvisan a su alrededor una conversación de velatorio. Solo al final de esta nueva versión del «¿qué dirán de nosotros cuando hayamos muerto?» y del «¿qué no fuimos capaces de decirnos cuando estábamos vivos?», el tercer “cadáver” recuerda que de niños habían jugado ya a ese juego: fue un día en que a uno de ellos le estaban pegando en la calle y, para que le dejaran en paz, comenzó a hacerse el muerto; en ese momento, los otros dos, mezcla de solidaridad y envidia ante el ardid del amigo, le imitan: allí estaban los tres, haciéndose los muertos delante de la gente. Cuando van a levantarse e irse, uno de ellos dice –dijo–: «¿por qué no lo hacemos un poco más, a ver qué pasa?». Al recordar esto, el rostro de los actores se entristece, se miran dos segundos y se funden en un abrazo. Han comprendido que, para poder «ver qué pasa», la muerte tendría que dejar de ser un juego, tendría que dejar de ser una representación. Que la muerte, en realidad, no se puede representar. El abrazo de los tres amigos es el de una fragilidad consciente de que “ver qué pasa” significa exponerse a que sus cuerpos se transformen de verdad en cadáveres, a que ya no estén allí para abrazarse.
El filósofo Santiago Alba Rico ha hecho muchas veces a niños esta pregunta: ¿Para qué sirve un niño? Se trata de una pregunta intencionadamente provocadora, fea, casi de bruja mala, pero con esperanza escondida. La pregunta por la utilidad se dirige normalmente a instrumentos, a herramientas y objetos, nunca a personas. ¿Para qué sirve tu abuelo? Es algo a lo que seguramente nadie ha tenido que responder nunca, salvo que el interrogador esté muy enfadado con el abuelo del interrogado. Sin embargo, la cuestión acepta el triste desafío que lanza muchas veces nuestra sociedad, donde parece que todo se pueda convertir en mercancía, y lo que no “produce” esté siempre bajo amenaza de expulsión. «Cultura del descarte», lo llama el papa Francisco. En este sentido, la respuesta más subversiva y genial para esta investigación inquietante se la dio una niña: «¿Para qué sirven los niños? Los niños sirven para cuidar de ellos». Los niños, los ancianos, los que ya no «sirven», sirven todavía para ser cuidados, y así prestan un servicio que no se puede cuantificar en dinero.
«Dios ha muerto»: podría ser la frase con la que explicarse estos tiempos postcristianos en Europa. La sentencia de Nietzsche es famosa, sí, pero no es, en mi opinión, callejera, no creo que explique lo que pasa en la calle con Dios. Es todavía demasiado filosófica, demasiado teológica, demasiado teórica. Tiene más que ver con el fin de los absolutos que con Dios mismo. Mi impresión es que una de las cosas que le pasa a Dios en la calle es que a menudo se le formula -aun sin saberlo- la misma pregunta de Santiago a los niños, la misma que podríamos dirigir, por ejemplo, a un frigorífico: ¿para qué sirves? ¿Para qué sirve Dios, cuando parece que podemos ser bastante libres y felices sin Él? Es, en realidad, una muy buena pregunta: significa que las personas encuentran en sus relaciones, en el mundo, satisfacción y sentido suficientes como no para sentir necesidad de Dios. Tomemos, pues, en serio la cuestión, e intentemos responderla mezclando la lógica inútil de la niña y el clímax de la obra de Mayorga: ¿Para qué sirve Dios, entonces? Para dejarse abrazar por Él, para dejarse cuidar por Él. Para ser su amigo. ¿Somos libres? Sí, tanto como permiten nuestros límites. ¿Podemos encontrar sentido y estar contentos sin tener a Dios presente? Sin duda, hay muchos ejemplos de ello. Pero aun cuando parece que el mundo pueda funcionar sin Él, Dios sigue ofreciendo, gratuitamente, a cambio de nada, su abrazo, su amistad, casi como un necesitado. Es desde ahí que podemos responder verdaderamente a la pregunta, cuando podremos decir si Dios aporta algo más a la libertad, al contento, al sentido. Es a lo que llamamos testimonio.
Este último fin de semana han sido ordenados diáconos, en Madrid, doce compañeros jesuitas. La liturgia de la celebración es de las especiales en la Iglesia, rica en símbolos y momentos. Admitamos, con Nietzsche y otros, que Dios haya muerto. Entonces, la eucaristía sería, de nuevo, el momento de su resurrección, y toda la liturgia de la Iglesia, en el templo y fuera de él, tendería a representar el abrazo que Aquel sigue ofreciendo a la humanidad a cambio de nada, incluso de la falta de fe. Dios, por amistad con los no creyentes, es capaz de hacerse el muerto; mientras que los creyentes, para mostrar su amistad con Él, representan su abrazo.
Por eso, aunque el diácono sea ordenado por la imposición de manos del obispo, el momento más consolador para mí de la celebración no es éste, sino el de la oración de las letanías, cuando toda la comunidad pide a Dios, por la intercesión de santas y santos, que derrame su bendición sobre los ordenandos, tendidos boca abajo en el suelo. Es el momento en que se dibuja el abrazo, por una revolución en el centro de la celebración. Este no puede estar solo en las manos del obispo sobre la cabeza del diácono; o, mejor, solo puede estarlo después de haberse agrupado el resto del cuerpo eclesial: el pueblo laico es centro, y también el clero que acompaña al obispo, y todos rezan cantando; son centro los cuerpos extendidos de los ordenandos, que parecen tender un puente entre Iglesia terrena e Iglesia del cielo. Es centro, sobre todo, Dios, al que en última instancia se dirige la plegaria.
Pero un Dios sin cuerpo eclesial al que abrazar sería un centro muy triste: su alegría se podía percibir en la sonrisa y el suspiro de la madre de uno de los compañeros, que, de rodillas, mirando a su hijo tendido en el suelo, consentía imaginar que, a Él, ya feliz por abrazar nuestros cuerpos, no le importa seguir representando su muerte, para abrazar a otros de otra manera. A nosotros, cuando nos falte fe.
[Imagen de Bruno /Germany en Pixabay]
muchas gracias. Sigo refelxionando. Pero gustoso del abrazo de Dios y de los hermanos.