El domingo amaneció bajo ese manto de bruma baja que cubre la ciudad buena parte del año. Se cumplieron dos semanas desde que Lima está, junto con otros lugares del país, bajo estado de emergencia. Anoche, en el barrio de Jesús María, hogar de muchas familias con profesionales medios, se celebraba un concierto contra los manifestantes, denominado concierto por la paz. Esta misma noche, en la Avda. de Abancay, escenario de enfrentamientos entre policías y manifestantes fallecía otra persona. La última vez que sucedió algo así, el breve presidente Manuel Merino presentó su renuncia.

El taxista asegura contundente: “Hay que meterle balas a todos”. Atravesamos Lima desde el distrito de San Isidro, donde estuve para un tratamiento médico, hacia Breña, donde tenemos la oficina CPAL (Conferencia Provinciales Jesuitas de América Latina y el Caribe). “¿De dónde es usted?”, pregunto al taxista que primero me preguntó por mi origen: “Ahí jugó el Chemo del Solar”, me dice haciendo referencia a un fantástico mediocentro que se alineó con el C.D. Tenerife a mitad de los noventa. “¿Y usted es limeño?”, insisto. “De Cusco”, responde para mi sorpresa. Se trata de una ciudad de medio millón de habitantes situada en la vertiente oriental de los Andes, por encima de los tres mil trescientos metros, donde los disturbios de este tiempo han tenido no poca relevancia, con el intento de toma del aeropuerto como uno de los principales eventos. Pues siendo cusqueño, mi taxista piensa que habría que meter bala a los manifestantes: “Son gente sin sentido, que se dejan manipular por el narco. ¿No ve usted que los traen gratis y les pagan?”, subraya mi interlocutor.

El domingo 29 tiene otro muerto, varios heridos y un concierto por la paz. “Esperando a que el Congreso vuelva de la playa”, me comenta un compañero en el desayuno. Es un viejo jesuita que destila tristeza, rabia e ironía cuando habla de un país al que ama doliente. El viernes, el Congreso rechazaba la petición de adelanto electoral a octubre del 2023 para que hubiera relevo en la cámara y la presidencia de la República a uno de enero de 2024. Así, el legislativo da la espalda a la principal demanda de la gente que se manifiesta y muere. La bancada de la izquierda no convocará elecciones si no va ligada a una constituyente; la derecha quiere que las elecciones se den cuando haya una segunda cámara que garantice su continuidad; algunos miembros del congreso aseguran que no se debe legislar bajo la presión de las calles. Por su parte, el fujimorismo (heredero del golpista Alberto Fujimori), que ahora sí pide adelanto electoral, parece que intenta no dar tiempo a que se organicen otras opciones políticas y, a la vez, mostrar que son la única fuerza política que escucha el clamor popular. La presidenta, por su parte, aunque exige el adelanto electoral al Congreso no toma la decisión que obligaría a proceder en esa dirección: su propia renuncia.

Según contabilizan diversos medios, desde que las protestas comenzaran a raíz del fracasado intento de disolución inconstitucional de las cortes por parte del expresidente Castillo, ya hay unas sesenta víctimas mortales además de numerosas personas heridas, cortes de carretera, ocupación de aeropuertos, toma de universidades, cierre de minas o intentos de atentado contra diversas autoridades. Las actuaciones de las fuerzas de seguridad dejan muchas sospechas y en palabras de Jennie Dador Tozzini, secretaria ejecutiva de la Coordinadora de Derechos Humanos, se han dado “masacres y ejecuciones extrajudiciales en Ayacucho donde intervino el Ejército y no hubo un proceso disuasorio ni nada, de frente salieron literalmente a matar”. Pero esto no ha detenido a quienes marchan por todo el país que mantienen su exigencia: cese de la Presidenta, disolución del Congreso y convocatoria de elecciones.

La dimensión política del drama que vive Perú es de difícil explicación. Los titulares de los artículos de opinión apuntan en direcciones diversas. “Es la rebelión de la burguesía chola”, asegura un analista que propone que es precisamente el desarrollo andino y del sur del país el que está propiciando esta suerte de revuelta. Algunos ponen el acento en el desequilibrio entre la capital, como símbolo de la administración central, y las periferias del país. Las explicaciones buscan raíces históricas en cómo se hizo la independencia y cómo la élite criolla dio continuidad al esquema básico extractivista y explotador de la colonización europea. La gestión desigual de la riqueza que ha vivido el desarrollismo peruano sería, a juicio de otras reflexiones, el núcleo explicativo de lo que está pasando. Otras opiniones publicadas apuntan a la debilidad de las instituciones propiciada por el fujimorismo nunca muerto y también al talante autoritario de esta o aquella persona; resaltan así que la crisis no empezó con el sorprendente intento de golpe del presidente Castillo, sino que se viene arrastrando con más o menos intensidad durante lo que llevamos de este siglo. Tampoco se puede ignorar un contexto mundial y regional caracterizado por la debilidad de la democracia y las protestas de una ciudadanía que se ve agobiada por las injusticias de siempre más la carestía propiciada por una inflación vinculada a la guerra de Ucrania.

El barrio de El Agustino, donde vivimos, es uno de los barrios jóvenes nacidos en Lima a raíz de la inmigración proveniente de las zonas rurales y andinas del país. En medio de la crisis, la iniciativa de la parroquia y de la red de instituciones vinculadas a la Compañía de Jesús fue la organización de una vigilia de oración por la justicia y la paz. El desencuentro en la ciudadanía se hacía evidente. Mientras unos trataban de dar voz a una reflexión tranquila y dialogada, otros presionaban para que se retirara la vigilia o insultaban a los policías presentes y buena parte de la ciudadanía, la gran mayoría, continuaba con sus vidas aparentemente ignorando a unos y a otros.

¿Quién sale ganando con todo esto? No las víctimas, ciertamente. Tampoco parece que la sociedad peruana y su democracia salgan reforzadas de este enfrentamiento doloroso. Se apunta, más bien, hacia las posiciones más radicales en política, que aprovechan el río revuelto para presentarse como salvadoras de la patria, también hacia un crimen más o menos organizado que hace su negocio (narco, minería, trata de personas) a la sombra de un estado más débil y más corrompible. Quienes en un bando y otro alientan el combate y las posiciones autoritarias probablemente están, además, defendiendo su estatus personal, su interés particular, y quizás sea solo eso lo que inspira sus decisiones. Pero las consecuencias dramáticas son inaceptables: la muerte de las personas y la debilidad una democracia y de sus instituciones, esas que deberían posibilitar la resolución siempre parcial y limitada de los conflictos.

[Imagen de Rahul Pandit en Pixabay]

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Jesuita, del equipo CPAL, asesor de la Red de Radios SJ de América Latina y el Caribe.
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