María es ucraniana. Lleva viviendo en España más de 35 años. Era médica pero su éxodo migratorio la convirtió en costurera. Hoy tiene un pequeño taller de arreglo de bajos y cremalleras en Lavapiés, que se ha convertido también en un lugar de conversación y encuentro informal de mujeres diversas, con un tema, común: la cultura de la guerra y su incidencia en la vida de las mujeres.
Mientras pespuntea con la máquina de coser no para de hablar y de contarnos, a quienes acudimos a su taller, que sus dos hijas son médicas y que han decidido quedarse en Ucrania, por más que ella les ha pedido que se vengan a España a vivir con ella. Junto con otras mujeres han improvisado un hospital en un edificio abandonado y por eso ella recoge medicinas para enviarlas en un convoy.
Así, entre cremalleras, bajos de pantalones y arreglos de mangas, la tienda de Mary se ha convertido en un canal permanente y cotidiano del día a día de la resistencia de las mujeres ucranianas de Odessa.
De la escucha de sus narraciones y noticias brota este texto que me pidió hace unos días un colectivo para una vigilia interreligiosa sobre las mujeres de Ucrania.
Hablar de las mujeres en la guerra de Ucrania es un grito. Un grito de denuncia de los intereses imperialistas y económicos de los señores de la guerra que se enriquecen con el sufrimiento. Es un grito también para quienes no somos ellas, pero no podemos ni queremos ser cómplices de la cultura de la guerra y el armamentismo sobre los cuerpos de nadie, pero mucho menos de las mujeres y las niñas.
Es un grito, pero es a la vez silencio, el silencio impuesto por el terror y el miedo desde el escondite clandestino y la lucha por la supervivencia. El silencio que nace del espanto de ver como toda una vida, un país, un pueblo, se desmoronan; el silencio del duelo ante la pérdida, la desaparición y el exilio de familiares, amigos, vecinos.
Hablar de las mujeres en la guerra de Ucrania es hablar de las mujeres que se han incorporado a la defensa activa del territorio, de las que han decidido coger un arma e incorporarse al ejército, y que constituyen un tercio de su defensa armada y organizada (más de 50.000). En la mayoría de los casos mujeres que nunca hubieran imaginado hacerlo antes del ataque de Putin, la mayoría jóvenes universitarias.
Pero es también hablar de las que siguen defendiendo la vida y la de sus hijos e hijas en las tareas de resistencia y cuidado de lo más básico y frágil, en medio de la violencia y del expolio, experimentado en sus propios cuerpos, en sus familias, en sus propiedades incendiadas por las bombas o arrebatadas por el ejército ruso y los mercenarios.
Es hablar de las que improvisan hospitales en los metros o en edificios abandonados, o espacios de juego, teatro infantil y encuentro comunitario para los niños que quedan en el país. Es hablar de redes de apoyos organizadas por ellas y entre ellas mismas para el cuidado de las más ancianas y enfermas que se han quedado solas y que se niegan a abandonar sus casas, sus raíces, su tierra, pero sin embargo animan a sus hijas a que lo hagan. Por eso es también hablar de valentía y resistencia, de futuro soñado para las hijas y las nietas más allá de las fronteras.
Pero también es hablar de los cuerpos y almas rotos de las mujeres y las niñas acribilladas por el arma más humillante de las guerras contemporáneas: la violación como arma de guerra. La violación como arma de guerra tiene como objetivo el exterminio del adversario a partir del horror sobre los cuerpos de las mujeres y las niñas, de manera que estas se convierten en el propio campo de batalla.
En los cuerpos de las mujeres se clavan las insignias de la victoria del invasor y su pretensión de aniquilar a un pueblo y humillarlo. Violaciones que no son accidentales, ni daños colaterales, sino la guerra misma librándose en los cuerpos de las mujeres. Así está siendo denunciado por la defensora del pueblo ucraniana Lyudmyla Denisova. No es posible descifrar aún la cifra real de víctimas, aunque la ONU ha abierto una investigación coordinada por Sima Bahous, que denunció hace unos meses el estado de alarma que atraviesan las vidas de las mujeres y las niñas por el alto riesgo de violencia, abuso, explotación o ser víctima de trata. Los desplazamientos masivos, el alto número de mercenarios y la brutalidad contra los y las civiles ucranianas ha hecho saltar todas las alarmas recoge, literalmente uno de los informes.
Pero hablar también de las mujeres ucranianas y la guerra es hablar a través de los versos de la poeta Warsan Shire:
«Nadie deja su hogar a menos que su hogar sea la boca del lobo. Sólo corres hacia la frontera cundo ves que el resto de la ciudad está corriendo también.
Nadie deja su hogar hasta que su hogar es una voz que le dice vete, huye de xx mi ahora (…) en cualquier lugar estarás más seguro que aquí».
Es hablar de las mujeres refugiadas, de su valentía y de su dignidad, de sus duelos y pérdidas. Pero también de sus esperanzas y del derecho a la acogida digna y a que las personas sean más importantes que las fronteras. Derechos no sólo para las mujeres ucranianas, sino para todas las mujeres que se ven obligadas a abandonar sus países para salvar la vida y abrirse un futuro para ellas y sus hijas e hijos. Más de 4 millones de personas ucranianas se han visto forzadas a abandonar Ucrania, la mayoría son mujeres, En España 154.000.
Pero también hablar de las mujeres ucranianas y la guerra es vincular sus dolores, sus sueños y esperanzas a los de las mujeres rusas en disidencia contra la guerra, que animan a la desobediencia civil, a abandonar las armas a los soldados rusos y al levantamiento del país contra la guerra y sus afanes totalitaristas. Mujeres como Vera Kotova, o como las que forman parte de la FAR (Resistencia Feministas contra la guerra), que enfrentan cada día la represión y la violencia de Putin y la policía, contra ellas y sus organizaciones y cuyas puertas de sus casas aparecen marcadas con una Z, como señal de «enemigas el estado», con las consecuencias que eso tiene en la Rusia de Putin.
Nada empobrece tanto a las mujeres como las guerras. En la Biblia, en el capítulo 20 del libro del Eclesiástico, leemos que «los gritos de las empobrecidos –me permito recrearlo en femenino– los grito de las empobrecidas atraviesan los cielos y hasta alcanzar a Dios no descansan, por eso Dios se hace partícipe de ellos y se pone de su parte, Dios es parcial con estos gritos».
También a nosotras hoy nos toca ser parciales, tomar parte contra las guerras y la violencia hacia las mujeres, por una cultura de la paz y desde el convencimiento que no hay paz sin justicia de género.
Por eso, como señala la activista antimilitarista y feminista Michele Renyé, «la sangre que alienta nuestro cuerpo, nuestra cabeza, el río de cientos de pueblos desde la prehistoria hace que no creamos en las fronteras ni en los cuentos de guerra» ni en quienes las fabrican. Por eso luchamos y seguiremos haciéndolo con todas nuestras fuerzas contra ellas.
Impresionante Pepa !!! . gracias por permitirnos ese “ viaje” por ser voz con ellas .. por permitir solidarizarnos con su dolor, valentía resistencia y su dignidad .
Hasta que la igualdad y la justicia sean costumbre