Nicaragua no es la misma desde el 2018. Abril de ese año fue el inicio de un cambio irreversible, que dejó al descubierto no solo lo que el regimen Ortega-Murillo es capaz de hacer, sino lo que un pueblo organizado, formado y consciente de la realidad es capaz de arriesgar para exigir democracia, institucionalidad y justicia. Lo que primero fue una reacción justa frente a la reforma a la Seguridad Social, se convirtió más adelante en un canal para expresar todos los descontentos acumulados a través de 10 años de abuso de poder, fraude y corrupción. Mucho habían callado los nicaragüenses: tanto los cómplices de este regimen en su intento de normalizar dicha situación como las víctimas en su decisión de aguantar. Hasta que ya no se pudo más.

2018 fue también un año de muchas preguntas para muchas personas en distintos escenarios. ¿De qué lado del conflicto situarse? ¿Qué es necesario decir? ¿Qué es importante callar? ¿Cuáles serán las razones para hacerlo? ¿Hasta dónde arriesgar? ¿Valdrá la pena tanto esfuerzo? ¿Por qué no hicimos esto antes? ¿Qué va pasar después? Pero no había suficiente tiempo, silencio y calma para reflexionar: era necesario hacer, actuar, decidir, aunque eso significara no involucrarse o, como hicieron cientos de jóvenes, estar dispuesto incluso a dar la vida.

Se fueron sumando posturas individuales con la intención de apoyar esa resistencia pacífica, cada vez más colectiva, pluralista y decididamente cívica. Quienes participaron de las numerosas protestas del 2018 lo narran: había estudiantes y empresarios, campesinos, vendedores de mercados y médicos, representantes de la Iglesia católica, feministas y miembros de los colectivos LGBTIQ+, sandinistas, liberales y antiguos milicianos de la Contra. Todos y todas salieron a marchar esos primeros días, mientras la dictadura veía estupefacta lo que se había negado a reconocer: la ilegitimidad de su mandato y el rechazo generalizado que provocaban, incluso dentro del Frente Sandinista. 2018 fue el fruto maduro de años de articulación entre cientos de organizaciones cívicas, hoy arbitrariamente clausuradas por el régimen, que apostaron por la formación ciudadana en el campo y la ciudad, creando redes de colaboración que se demostraron fundamentales a la hora de proteger a los perseguidos, organizar ayuda para los universitarios asediados, divulgar nacional e internacionalmente la repuesta salvajemente represiva de la policía y sus grupos paramilitares y para continuar con astucia la resistencia pacífica en las calles.

Después vino el horror. 355 es el número de muertos que acredita la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA como saldo de la represión gubernamental. Entre los muertos los hay por francotiradores o durante la Operación Limpieza, para la que movilizaron pandilleros de barrios como el Reparto Schick, Georgino Andrade y Jorge Dimitrov. Movilizaron también antiguos combatientes de la guerra de los años 80, bajo el liderazgo del viceministro de Gobernación Luis Cañas, con el objetivo de acabar con los “tranques” organizados en distintos puntos del país y que mostraron una efectiva presión económica, que hizo tambalear a este gobierno.

Han pasado 4 años desde el despertar del 2018 en Nicaragua, pero la estrategia del régimen de mantener el control total a toda costa y en todos los sectores de la sociedad, la criminalización de la disidencia y la anulación cualquier posibilidad de diálogo se ha mantenido. La pareja en el poder ha hecho el mismo esfuerzo de todas las dictaduras: garantizar un clima de aparente pero forzada tranquilidad haciendo rentable el miedo. Y haciendo pagar el precio a quienes osen desafiar ese miedo.

Una institución a la que le ha tocado dar su cuota de sacrificio en las aduanas de la persecución ha sido a la Iglesia católica. En los días recios de la crisis, fueron los sacerdotes los primeros en salir a auxiliar a los universitarios atacados por la Policía Nacional y grupos de choque de la Juventud Sandinista y fue la Catedral la que albergó a cientos de jóvenes que participan en protestas para protegerles de los francotiradores y dándoles comida y medicina. Fueron religiosos los que se apostaron en la entrada de la cárcel de El Chipote y La Modelo para exigir información sobre las personas detenidas, desaparecidas y demandar su devolución a los familiares; fueron monjas las que estuvieron frente a la UNAN en julio del 2018 pidiendo el cese al ataque a la iglesia de la Divina Misericordia, en el que murieron 2 estudiantes. Los hechos fueron empujando a la Iglesia a cargar con los heridos cada vez más numerosos, pasando de asumir ya no solo el papel del cirineo que ayuda a las víctimas a cargar la cruz, sino el del samaritano que se hace cargo de las víctimas y sus heridas: consolando a las madres de los estudiantes asesinados, acompañando al pueblo que se organizaba para protestar, protestando ella también y denunciando proféticamente lo que la Vicepresidenta Rosario Murillo en sus alocuciones de los mediodías se negaba a aceptar.

Al verse incapaces de mantener bajo su control a los sacerdotes y religiosas, y frenados en su intento de sacar rédito a las divisiones internas de la Conferencia Episcopal, el régimen pasó de considerar a la Iglesia como mediadora de un frágil Diálogo Nacional a declararla golpista, terrorista, servil del imperialismo y enemiga irremediable del gobierno y por tanto, traidora a la patria. Poco a poco, lo que inicialmente fueron epítetos de arrebatada frustración se concretaron en ataques a las infraestructuras físicas de las iglesias, como las acontecidas en Jinotepe, Carazo y Diriamba, violencia física a religiosos -de las que fueron víctimas el cardenal Brenes, monseñor Silvio Báez y el nuncio Sommertag-, acoso y vigilancia permanente como la que denunció hasta agosto de este año el obispo de Matagalpa, infiltración a movimientos religiosos y parroquiales, retiro de la personería jurídica a instituciones educativas y sociales ligadas a la Iglesia y, por ende, el fin de su funcionamiento y el desempleo de todos sus trabajadores y el cierre de medios de comunicación religiosos.

A día de hoy, sabiendo que en Nicaragua todas las cifras son meras aproximaciones y que los números reales se desconocen, la Iglesia ha ido pagando a cuentagotas y a destiempo lo que se atrevió a hacer en el 2018: 11 sacerdotes han tenido que partir al exilio, al menos 2 han sido expulsados del país -entre ellos el nuncio apostólico del papa Francisco–, un número no menor de 5 denunciaron que no se les permitió la salida del país y a más de 8 no se les permitió la entrada. 4 sacerdotes y 2 seminaristas de la diócesis de Matagalpa comparten celda con los más de 220 presos políticos y otros 3 provenientes de la Arquidiócesis de Managua y de la Diócesis de Granada y de Siuna se encuentran encarcelados con acusaciones falsas. El caso más emblemático es el obispo de Matagalpa, monseñor Rolando Álvarez, secuestrado en un domicilio de Managua desde agosto del 2022 y del que solo se sabe lo que ha compartido públicamente el cardenal Leopoldo Brenes.

No se le persigue a la Iglesia católica por lo que cree. Irónicamente la pareja en el poder ha afirmado en reiteradas ocasiones creer en el mismo Dios y profesar la misma fe. Se le persigue por lo que hizo y por lo que, a pesar de las amenazas, no ha dejado de hacer. Con monseñor Silvio Báez en el exilio y monseñor Rolando Álvarez secuestrado, el régimen no ha querido dejar duda de lo que es capaz. Aunque hasta el momento ningún sacerdote ha muerto a manos del gobierno, no hace falta que corra la sangre para advertir el nivel de crueldad con que proceden Daniel Ortega y Rosario Murillo y el miedo y conveniencia con que obedecen todos los funcionarios públicos, cómplices de sus atropellos.

¿Está la Iglesia nicaragüense silenciada por la dictadura o en silencio por estrategia? ¿Cuántas maniobras diplomáticas serán necesarias para ver resultados eficientes del aparente y oculto diálogo que afirmó el papa Francisco tener con el gobierno? ¿Cuál factura preferirá pagar la jerarquía? ¿La de ser fiel a su misión profética o la de garantizar la seguridad y estabilidad para su práctica religiosa? ¿Por qué la Conferencia Episcopal no ha exigido firmemente la liberación de monseñor Rolando Álvarez y la garantía del debido proceso judicial a los sacerdotes acusados? ¿O al menos denunciado las irregularidades en torno a los casos? ¿Por qué tampoco se han unido a las campañas que demandan el respeto a los derechos humanos y el cumplimiento de leyes Nelson Mandela a los más de 220 presos políticos que existen en Nicaragua, torturados, maltratados, confinados en celdas de castigo y condenados sin un proceso judicial mínimamente decente? ¿Justifica el deseo de éxito de esas negociaciones la bruma de silencio y ambigüedad con que se ha expresado el cardenal Brenes sobre los sacerdotes expulsados y la salud de Monseñor Rolando Álvarez? ¿Hasta dónde la política de no provocación y no confrontación con el gobierno que ha girado el arzobispo de Managua a sus sacerdotes diocesanos y a la CONFER podrá calzar con la imagen de la Iglesia que en el 2018 lavó los pies y las heridas de las víctimas de la violencia dictatorial?

Estas preguntas son necesarias para constatar que en Nicaragua hay una Iglesia en resistencia. Pacífica, sí, pero resistencia al fin. Esa Iglesia ha aceptado la calumnia y la persecución y no ha renegado de compartir el pedregoso camino por el que también han hecho caminar forzosamente a la sociedad civil, obligada al exilio una buena parte de ella, con 2,889 ONGs clausuradas, una decena de universidades expropiadas y más de 54 medios de comunicación cerrados por el régimen. Esa Iglesia en resistencia ha adquirido unas características que solo se pueden entender desde dentro de Nicaragua donde no todo silencio significa cobardía, donde la prudencia es también una forma de combatir, donde -al mejor estilo del güegüense nica– entramos con la de ellos con la esperanza de salirnos con la nuestra.

La solidaridad internacional de obispos como monseñor José Antonio Canales de la diócesis de Danlí en Honduras abre la puerta a la petición de que una comisión del CELAM visite a los sacerdotes y presos políticos en Nicaragua. Porque no podemos solos y porque en los últimos 4 años se han dado grandes manifestaciones ciudadanas en distintos países de América Latina al igual que en Nicaragua: Chile, Colombia, México, Bolivia, Ecuador. Pero ha sido la Iglesia nicaragüense la que ha dado el ejemplo más poético, desmedido y espontáneo de acompañamiento a la lucha cívica y de disposición a correr la misma suerte del pueblo indefenso. Y aunque no se auguran tiempos mejores para la Iglesia en Nicaragua, sí sabemos que los frutos amargos que hoy degusta son al menos los de una cosecha digna.

Mientras tanto, en lo que tardamos en lograr el restablecimiento de la democracia y la institucionalidad, seguimos resistiendo con cautela y templanza, para ofrecer a Nicaragua la mejor esperanza, que en estos tiempo de desesperanza, hemos logrado cuidar.

Por eso, desde este espacio:

  • Agradeciendo la solidaridad manifestada por parte de la comunidad internacional, pedimos a toda la comunidad internacional mantener sus ojos en Nicaragua y no cesar en su esfuerzo por lograr la liberación de todos los presos políticos, que son inocentes y solo están ejerciendo sus derechos humanos y su compromiso cristiano.
  • Agradeciendo la solidaridad manifestadas por las distintas conferencias episcopales ante el asalto a la curia de la diócesis de Matagalpa, el secuestro de monseñor Rolando Álvarez y la detención de los sacerdotes, seminaristas y laicos que le acompañaban, pedimos que continúen exigiendo su liberación y la visita de una comisión del CELAM a todos los presos políticos, para constatar las condiciones en que se encuentran.

[Imagen extraída de Wikimedia Commons]

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El Grupo de trabajo sobre Religiones y Paz de Cristianisme i Justícia (GRIP, por sus siglas en catalán) tiene como objetivo abordar las religiones en clave de paz, es decir, conocer sus orígenes, estudiar sus doctrinas, ideas, libros sagrados y fundadores o líderes espirituales que las han impulsado, desde los valores de la paz.
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