La vida, antes o después, nos pone ante el espejo una realidad incontestable: que los deseos y esperanzas en que sustentamos nuestras vidas se ven con frecuencia ensombrecidos por la insatisfacción, la frustración o la decepción. Y lo que es evidente a nivel global y de colectividad (pandemias, guerras…) no lo es menos a nivel individual. Pero ninguna catástrofe ni desgracia apagará la sed de deseo, connatural a nuestra naturaleza humana.
El deseo está omnipresente en la vida de todo ser humano. Somos seres de deseos. El deseo forma parte de nuestra esencia constitutiva. Pero adentrarnos en él no es tarea fácil, ni a la hora de delimitarlo ni de gestionarlo. De entrada, de su satisfacción o no depende buena parte de nuestro bienestar cotidiano. Envuelto en múltiples formatos de búsqueda, ilusión, sueño, planes, proyectos…, su cumplimiento puede transportarnos a un estado de felicidad más o menos transitorio y su insatisfacción puede conducirnos a una frustración también más o menos transitoria. El deseo nos da vida y esperanza, pero también genera sufrimiento. Nos impulsa, pero también nos decepciona; nos da sentido, pero también nos defrauda.
A esta ambivalencia en función del resultado del deseo se añade otra en función de su origen. No todos los deseos nacen de la misma fuente, ni despliegan o canalizan las mismas potencias interiores. No es mi intención adentrarme en los vericuetos de todo tipo por los que el deseo circula, tan solo tratar de poner el foco en algunas de sus formas.
El deseo como carencia
La sensación de carencia está en el origen de nuestra manera de desear y de nuestra manera de amar. ¿Podría decirse entonces que amor, deseo y carencia son sinónimos? No tanto. Ya desde Platón se identifica el deseo con la carencia cuando afirma que “el amor ama aquello de lo que carece y que no posee”. Sin embargo, este platonismo que liga el amor y el deseo a la carencia puede que responda a una forma de desear y amar, la que se enmarca en el amor como Eros, pero en ningún caso representa una visión omnicomprensiva del amor y del deseo. No todo deseo es amor, pero sí todo amor implica deseo.
Esta faceta del deseo como Eros coloca a la carencia en el centro de su definición y de su esencia, está lejos de la completud como resultado, no descansa jamás y la incompletud es su destino. Sus rasgos son los de un amor insaciable, siempre en carencia de su objeto, como un deseo que por su propia naturaleza estaría privado de lo que desea, incluso cuando alcanza su objetivo, pues su satisfacción efímera despierta la carencia en busca de nuevos objetos de deseo. Es un amor celoso, ávido, posesivo, que lejos de buscar y gozarse de la felicidad del otro se repliega en la búsqueda de la propia satisfacción. En palabras de Lacan, es la forma pasional, relacional y transitiva del egoísmo. Es como una transferencia de egoísmo o un egoísmo transferencial.
Es evidente que otras muchas filosofías han ensanchado el campo de acción del deseo. A tal efecto poco tiene que ver Platón con sus coetáneos Aristófanes o Sócrates y no digamos con enfoques posteriores como los de Spinoza o Freud o los inspirados en la mística tanto orientalista como cristiana… Pero es cierto que la base sobre la que descansa esta faceta del deseo como Eros hunde sus raíces en la naturaleza carencial del ser humano, desde que somos arrojados a la vida desde el seno materno.
Tal vez nos vendría bien reflexionar en qué medida no seguimos anclados muchas veces en los enredos de una búsqueda incesante de objetos de satisfacción que apaguen o mitiguen esta dimensión carencial de nuestras existencias, sin reparar en la trampa que encierra su radical incompletud.
El deseo como impulso vital
Pero no todo deseo es fruto de una carencia. No solo se desea o se ama aquello de lo que se carece. Hay un deseo, fuerza o impulso vital, que es anterior a ello, que se despliega en el amor hacia aquello de lo que no carecemos, que es potencia de amor y de gozo, que ama al otro por lo que es y no por lo que le reporta, y en el que la carencia no es ni la esencia de la relación, ni su contenido ni tampoco su condición.
Frente al “Eros” del deseo carencial hay un amor de “Filia” que nos hace desear y querer lo que está a nuestro alcance, lo que tenemos, lo que somos, no lo que soñamos o desearíamos ser o tener. Está presente en esta forma de deseo la tensión de una fuerza, que es mayor y anterior a la de una carencia, una tensión que es gozosa, afirmativa, vital. Digamos que es el gozo de amar y ser amado, es el bienestar mutuo, la vida compartida, la elección asumida, el placer y la confianza recíprocas. Es el amor-acción, distinto del puro amor-pasión de Eros, aunque la pasión pueda estar presente en cualquier forma de deseo.
El filósofo Comte-Sponville se refiere a esta forma de amar y de desear con términos como “potencia más que carencia, placer más que pasión, dulzura, gratitud, lucidez, confianza, complicidad, humor, intimidad de cuerpo y alma, atención mutua, escucha, silencio compartido…”
Eros y Filia no son tampoco compartimentos estancos. Casi siempre se mezclan, y es el discernimiento que acompaña al crecimiento personal el que va acentuando los rasgos del segundo frente al primero, a medida que la persona se va adentrando en fases de mayor madurez y sabiduría.
El deseo como esperanza
¿Y la esperanza? ¿Es una forma de deseo? Suele decirse que la esperanza da vida… y que mientras hay vida hay esperanza. Pero de qué esperanza hablamos cuando consumimos buena parte de nuestra vida “a la espera de”, con la mirada puesta en un futuro del que “esperamos” más que del presente que nos toca.
En gran medida la esperanza se acerca bastante al deseo-carencia de Platón, cuando uno está a la espera de aquello de lo que carece. Pero así como no todo deseo es carencia, tampoco todo deseo es esperanza. Afortunadamente, porque para muchos la vida transcurre de esperanza en decepción y de decepción en esperanza…Y es que si la esperanza da vida, hay que decir que más bien da una vida mala: a fuerza de esperar no se vive nunca bien, se vive en una alternancia de esperanzas y frustraciones, en la cual el temor siempre está presente. Ya lo decía Spinoza: “No hay esperanza sin temor ni temor sin esperanza”. También el gran pensador Montaigne, en uno de sus ensayos, asegura que vivir ansiosamente en la esperanza del futuro es la fuente de las mayores desdichas.
Pero nada de esto tiene que ver con renunciar al deseo. En absoluto. Si el deseo es la esencia constitutiva del ser humano, cómo vamos a renunciar a él. Dejar de desear sería como dejar de vivir. Como afirma Comte-Sponville, gran filósofo contemporáneo, se trata no de suprimir el deseo sino de transformarlo, canalizarlo, darle salida, liberando de la mejor manera posible su potencia: desear un poco menos lo que nos falta y un poco más lo que hay, un poco menos lo que no depende de nosotros y querer un poco más lo que sí depende de nosotros… En suma, se trata de esperar un poco menos y de querer un poco más… Ya lo decía Séneca: “Cuando hayas desaprendido a esperar, yo te enseñaré a querer”.
De ahí que muchos pensadores apuesten por salir de ese círculo de esperanzas y decepciones y reivindiquen una “sabiduría de la desesperanza”, una desesperanza en positivo que no acaba en desesperación o tristeza, sino en la serenidad que da la aceptación última de lo real. Es el camino de la sabiduría, una sabiduría de la acción, que no te deja distraer con el futuro, que se nutre y vive del presente, donde el aquí y ahora es su reino, el reino de la atención consciente, ese elixir que disuelve los velos de lo irreal, acumula tu energía e impide que se disperse.
Concluyo con unos versos de Ricardo Reis, “alter ego” del escritor portugués Fernando Pessoa: “Quien poco espera/cuanto le depare el día/por poco que sea/será mucho”.
Se trata, en definitiva, de vivir en lugar de esperar vivir…
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