«Llora una vez pero no llores dos veces;
tus primeras lágrimas me regalan un río que cruzar,
pero las siguientes provocan tormentas imposibles de salvar…
Llora una vez, pero no llores dos;
te prometo ser feliz allá donde voy…»
Crónicas del Mictlán
Se acerca el Día de Muertos y con ello, una gran celebración en México que tiene su origen desde la época prehispánica. Como muchos otros grupos étnicos, los aztecas rendían culto a la muerte representado con la deidad de Mictlantecuhtli, el “Señor del Mictlán”, siendo el Mictlán el “lugar de los muertos” o del inframundo. Los aztecas hacían una ofrenda para el alma del difunto puesto que en el camino tendría que sortear con muchas tribulaciones, por ello, se les daba algo de comida, agua y licores; si la persona había sido cremada, en la urna se les ponía metales preciosos, tamales y flores de zempoalzochitl. Con la llegada de los españoles, la evangelización y el ritual católico instituido desde tiempos de San Odilón (abad de Cluny) que incluía la celebración de misas, oraciones, plegarias, así como la visita a los cementerios, las dos celebraciones fueron coexistiendo y mezclándose, hasta dar origen a la festividad del Día de Muertos tal y como la conocemos en la actualidad.
La gran mayoría de los mexicanos aprendemos a hacer altares para el Día de Muertos desde que somos pequeños, ya sea en nuestras familias o en la escuela. Estos altares están cargados de símbolos: se ponen tres escalones que representan el inframundo, el mundo y el cielo; se adornan con papel picado de colores; se pone una cruz de sal, una jícara con agua y un espejo, la cruz de sal indica el camino al alma hacia el altar, la jícara es para que el alma se purifique y el espejo le permite al alma observarse y recordarle que está de paso que no se puede quedar; se ponen veladoras, copal y flores de cempasúchil para que el alma se limpie; pan de muerto para que se alimente; la foto del difunto para que sepa que es su altar; calaveritas de azúcar que representan a los miembros de la familia, y finalmente, se adorna la ofrenda con la comida que le gustaba al difunto así como con diferentes objetos temáticos que la persona amaba en vida. Las plazas de las ciudades y las casas se llenan de colores, olores y sabores. Cada familia invita a otros miembros de la familia o amigos para hacer oración y comer, para pasar un momento juntos y recordar a la persona que se ha ido. Los altares del Día de Muertos son tan diversos como lo es México. Cuando vivía en Ixtaltepec, una ciudad de Oaxaca, como voluntaria en un proyecto de educación popular de los Hermanos Maristas, tuve la oportunidad de vivir esta fiesta con mis alumnos de origen indígena: zapotecos, chimalapas, mixes, ikoots, mixtecos. Ellos me enseñaron a sentir el viento del sur, a percibir esa brisa fresca que anuncia la llegada de las ánimas y a preparar mi corazón para acogerles.
Este año el Día de Muertos tiene un significado particularmente especial para mí: mi papá falleció a principios de año, una muerte inesperada. Papá tenía una salud excelente, nadie en nuestra familia pensaba que podría morir, así, tan de repente. Tenía 80 años en el momento de su muerte. El martes 4 de enero por la mañana tuvo un fuerte dolor en el pecho y en el brazo izquierdo, señales claras de un infarto. Llamaron a mi hermano mayor, que es médico, vino a buscarlo rápidamente y lo llevó de urgencia al servicio de cardiología, iba consciente y platicando, al llegar al hospital, se infartó, cerró sus ojos, dejó caer su cabeza, tenía una sonrisa en sus labios. Murió como vivió: sereno y de buen humor. Leímos el reporte médico y este indicada que su corazón explotó, literalmente; yo digo que tenía tantísimo amor que ya no cabía en su pecho.
¿Quién era mi papá? Fue un hombre bueno que escogió hacer el bien en cada lugar en el que trabajó; predicaba con el ejemplo. Era veterinario. Su amor por los animales y sus conocimientos del mundo natural y de la medicina eran asombrosos. Trabajó toda su vida, fue honesto y, por eso, siempre durmió tranquilo. Aprendió a amarnos y a cuidarnos a nosotros, sus 3 hijos. Fue un excelente marido: el compañero y amor de mi mamá durante 53 años. Fue un papá cariñoso y muy presente en nuestras vidas y un abuelo muy cercano con sus 4 nietas y sus 2 nietos. Me transmitió el amor por los viajes y por México, platicábamos de todo, fue mi mejor asesor en derecho laboral durante mis estudios. Si tenía alguna preocupación a la mitad de la noche, acudía a él, me preparaba una taza de té y hablábamos en la sala hasta que me tranquilizara. Gran parte del amor que tengo por la justicia social viene de él. Era un hombre de fe profunda y discreta, no iba mucho a la iglesia, y era crítico con el gobierno y la política de México; gran lector de Stephen King y de novela histórica, dos gustos más que me transmitió. Tenía un gran sentido del humor, nos la pasábamos riendo, de todo y nada. Papá me enseñó que todos y todas somos iguales en dignidad y que no porque algo sea legal es necesariamente justo. Atravesó todas y cada una de las fronteras para venir a verme con mi mamá en cada país en el que he vivido, dondequiera que viviera, se interesaba por la cultura y las noticias del lugar. Vino a ayudarme con mi mamá cuando nacieron mis hijos, me enseñó a cargar a un bebé, a darles la medicina como si fueran cachorritos, a no tenerles miedo, a ser una mamá que da seguridad a sus hijos. Me enseñó a manejar, a conocer las carreteras, las calles y a orientarme, a cuidarme, a ser una mujer independiente, a decir lo que pienso con empatía y sin miedo. Me enseñó a confiar siempre en la bondad de las personas, a ver lo mejor de cada una de ellas. Escuchó todas mis historias, celebró mis alegrías, acogió y enjugó muchas lágrimas. Siempre me abrazó y me dijo que me quería. La muerte de mi papá trajo dolor, pena y un sinfín de trámites administrativos.
Creo profundamente en la resurrección y sé que, en el caso de papá, ya ha resucitado. Por eso no puedo buscarlo entre los muertos, sino en la vida, esa que es tan cotidiana y rutinaria, tan sencilla. A veces se me ha aparecido en sueños y me dice: “Aquí estoy, llámame cuando me necesites, pero no me retengas”. Lo he sentido en un rayo de sol en un día frío de invierno, en una estrella fugaz en una noche de verano. La muerte no es el final y, por eso, esta tradición del Día de Muertos es tan importante: porque nos permite hacer memoria, rendir homenaje, dejar correr lágrimas de agradecimiento, celebrar la vida que continúa.
Se llamaba Marcos Villalobos Ortiz, expiró para este mundo e inspiró para el otro. Vive en nuestros corazones, se hace presente cuando le llamamos y desde donde está, sonríe al vernos porque nos precede en la esperanza de la resurrección y porque sigue acompañándonos de maneras insospechadas.
Deseo que cada uno de ustedes, lectores de este blog, puedan hacer memoria de sus seres queridos y agradecer el tiempo que hemos compartido con ellos. Que recordemos que la vida es muy frágil y que nunca nos quedemos con ganas de decir “te quiero”, porque hoy estamos aquí, leyéndonos y compartiendo, pero mañana, no sabemos.
[Imagen extraída de Wikimedia Commons]
La teológa Cristina Inogés me ha iluminado totalmente con su visión clara y precisa desde dentro del sínodo. Una conferencia que no olvidaré