El 24 de enero de 1875, Camille Saint-Saëns estrenaba en París la que seguramente es su obra más conocida: “Danza Macabra”. Saint-Saëns se había inspirado para crearla en un poema del también francés Henri Cazalis, que transformó en versos las icónicas pinturas de la Danza de la muerte, tristes frutos artísticos de las grandes epidemias del siglo XIV europeo. Cazalis se imaginaba a la muerte tocando el violín –“zig, zig e zig, la mort en cadence”–en un cementerio, mientras los esqueletos danzan a su alrededor hasta el canto del gallo, oboe que deshace la siniestra parranda. Cuentan que el público que acudió aquel día a escuchar la pieza se escandalizó ante algunos de los sonidos que emitía la orquesta. El violín solista ingresaba con el tritono, el llamado diabolus in musica.
Pero puede que la incomodidad que experimentaron los paisanos de Saint-Saëns en sus asientos no obedeciera solo a las desarmonías que venían del escenario. Quizá su desagrado fuera también reflejo de una angustia más profunda, la que provoca en nosotros la muerte misma, esa disonancia fatal. Lo armónico es divino y me deja, pacífico y unificado, sobre mi asiento; lo diabólico es, en cambio, inarmónico, me divide, y parece que no vaya a haber butaca capaz de contenerme. Por eso es tan importante que Cristo, que viene de Dios, se acerque a lo disonante, a todo lo que chilla y chirría, trayendo con su presencia la armonía –el consuelo, la paz, el perdón– de la vida divina. En la cruz, en su muerte, Dios ofrece la posibilidad de encontrar una sinfonía en lo que parecía el desentono final.
Desgraciadamente, el capitalismo –me escribía un amigo este verano– no nos prepara para la muerte. Como siempre, supongo que tiene razón. El capitalismo se ha hecho experto en ofrecer apariencias de inmortalidad y en atiborrar de distracciones, pero parece que la muerte solo le interesa cuando lo único que queda es buscar una solución para nuestro cadáver. Aquella, mientras tanto, ajena a modelos de sociedad y estilos de vida, sigue haciendo sonar su violín, y los xilófonos de la “Danza macabra” –nuestros torpes huesos chocando sin vida– siguen vibrando. Sea que llenemos calles y casas de calabazas vaciadas, que vayamos al cementerio o visitemos el lugar donde esparcimos a nuestros muertos queridos, la cuestión principal que se nos lanza estos días sigue siendo qué hacer con la muerte, qué será. La solución capitalista: mirar a otro lado, sencillamente, no está a la altura.
Del mismo modo que la Cuaresma tiene su Carnaval, el Adviento, desde hace unos años, tiene su Halloween. Antes de la austeridad de la Cuaresma, el Carnaval nos invita al exceso, a darnos un homenaje. Antes de que llegue la luz al mundo, Halloween parece sacar a las calles todo lo que nos resulta oscuro y amenazante, aunque sea bajo la apariencia frívola y descarada de un disfraz. Cogemos al vampiro, a la bruja, al licántropo, al muerto viviente, a todo lo que nos han dicho que puede venir en medio de la noche a llevarnos consigo y matarnos, y nos vestimos de ellos. Disfrazados de vampiros o de brujas, nos miramos y nos reímos, y así nos burlamos también un poco de su peligro. Salgo a la calle y veo los ríos de gente vestida de todos esos seres nocturnos, y pienso que no es probable que los hombres lobo se atrevan a salir a esa hora. Es innegable: el capitalismo también es muy poderoso homogeneizando.
“¡Oh! ¡Qué hermosa noche para el pobre mundo! / Y viva la muerte y la igualdad”. El poema de Cazalis termina ensalzando la valencia republicana de la muerte, que nos iguala a todos. En eso no está muy lejos de los Salmos: “No temas si uno se enriquece / y aumenta el fasto de su casa: / que al morir no se llevará nada /su fasto no bajará con él”, dice el 49. El rico no es –simplemente por ser rico– el bendecido por Dios, ni el pobre su maldito, pues los dos correrán el mismo destino. La igualdad del poema y la del salmo son mucho más profundas y verdaderas que la homogeneidad capitalista. Para lograr esta basta un disfraz; para alcanzar las primeras es necesario algo tan de verdad y universal como morirse.
Pero el consuelo del salmo y de la “Danza macabra” sabe a poco. Consuela al pobre, que ya no se cree odiado por Dios, y tendría que hacer más sabio al rico, pero no consuela de la muerte misma. Frente a esta –de acuerdo– la riqueza no es nada: así es posible no envidiarla ni ocuparse compulsivamente en obtenerla y mantenerla. Pero el problema continúa, porque la pregunta de la muerte no es esa. La muerte, en medio del vals, tocando frenéticamente su violín, te pregunta: ¿será verdad que no volverás a sentirte a ti mismo, a ver a tu madre, a tu abuelo, a tu hijo muerto, a los amigos que se fueron? ¿Será verdad que se acabarán los besos, los abrazos? La pregunta en el aire de la “Danza macabra” es, creo, una pregunta por la relación; por eso no basta, para intentar responderla, con saber que la bailamos todos, aunque sea en medio del simulacro sin tristeza de Halloween.
Lo que nos gustaría saber –y no podemos más que creer– es si seguiré teniendo relación conmigo mismo y con los demás después de morir. No solo si sobreviviré (podría hacerlo en el vacío, en el silencio absoluto); también si podremos seguir hablando. Por eso, la alegría del Resucitado es la alegría de una relación posible –incluso más plena– tras la muerte. Por eso es consecuente el capitalismo cuando mira hacia otro lado: se ha hecho también experto en producir aislamiento.
“Siempre he creído en el Cielo, desde que era niño”, decía Thomas Bernhard, y quizá haya que seguir siéndolo un poco para hacerlo. Porque su final es más propio de los cuentos que de nuestra vida real. Dice, por ejemplo, así: en medio del cementerio, donde tocaba la muerte, hay ahora pescado recién hecho. Estamos todos y Jesús nos mira sonriendo. Suena, aún más dulce, el oboe: es el gallo que canta. No hay traición. La noche ha pasado; llega el día.
[Imagen extraída de Wikimedia Commons]