En un discurso ante su equipo de gobierno a finales del mes de agosto que se viralizó, el presidente francés Emmanuel Macron habló del «fin de la abundancia». Es un discurso histórico, ya que utiliza una idea con fuertes connotaciones y profundiza en este contexto de fin de época en el que nos encontramos desde hace años y que los últimos sucesos como la pandemia o la invasión rusa de Ucrania no han hecho más que intensificar. Se trata de un discurso que tiene dos valores importantes. Por una parte, asume la realidad de recursos planetarios finitos que desde hace décadas conocemos pero ignoramos, o relativizamos. Del discurso de un supuesto retorno a los «felices años 20» que muchos presagiaban en el contexto pospandémico, Macron asume la realidad de la escasez de los recursos, de los límites de un modelo que ha entrado en fase crítica. Es un discurso que entiende que lo que hemos interpretado como excepcional o coyuntural en los últimos tiempos (la crisis financiera en 2008, la crisis de refugiados en 2015, los liderazgos histriónicos e iliberales llegando al poder, como Trump en 2016 o Bolsonaro en 2017, la pandemia o la guerra en Ucrania) llega a ser ordinario y parte de una «nueva normalidad». En una interpretación generosa de su discurso, podríamos decir incluso que Macron asume que la comprensión de la idea de «progreso» hecha hasta entonces, entendida como un crecimiento ilimitado, exponencial y lineal, ha tocado fondo. El discurso, pues, directa o indirectamente, asume un principio de realidad.

Por otra parte, con sus palabras, el mandatario francés parece estar preparando a la sociedad francesa, y en el fondo a la del conjunto de Europa, para un horizonte a corto y medio plazo de decisiones drásticas y duras, excepcionales, en muchos casos. Es el reverso de aquel discurso que la ex canciller alemana, Angela Merkel, pronunció sobre la «austeridad» en plena crisis financiera, con una considerable diferencia: mientras que Merkel lo hacía desde la rigidez y la convicción de la doctrina ordoliberal, Macron advierte desde una cierta resignación de la crudeza del momento y de las implicaciones que tendrá para el modelo de vida occidental. El discurso, además, intenta amortiguar —tal vez de forma estéril— la creciente ansiedad social por un presente de disrupciones constantes y un futuro teñido de incertidumbre.

Del mismo modo, el discurso de Macron tiene dos peligros que no podemos obviar. Primero, esta nueva narrativa que abraza el principio de realidad llega demasiado tarde. La crisis climática se manifiesta de forma cada vez más rápida y abrupta. Sus efectos ya no son un escenario de futuro, sino una realidad de presente. Los efectos de esta situación generan reacciones contradictorias, tanto a nivel político como social: desde la relativización e incluso la negación, hasta un creciente nihilismo y resignación, pasando por la nueva fe en el milagro tecnológico que lo salvará todo. Sin embargo, las advertencias científicas y éticas de este rumbo estaban ya sobre la mesa desde hace tiempo. En 2015, el papa Francisco urgía en la célebre encíclica Laudato Si’ una búsqueda urgente de alternativas a este modelo depredador y deshumanizador. Desde los años 90, los informes del Panel Intergubernamental de expertos mundiales sobre el Cambio Climático que coordina las Naciones Unidas alertan sobre escenarios de catástrofe climática y de la necesidad de un cambio de rumbo. En los años 80, el informe Brundtland, y en los años 70, el movimiento ecologista, ya presentaban evidencias solventes sobre los numerosos impactos de un modelo dependiente de las energías fósiles. Contábamos, pues, con advertencias, múltiples y contrastables, pero la actitud política y, en gran parte, social, ha sido la de una constante huida hacia delante.

Sin embargo, el elemento más cuestionable de las palabras del dirigente francés tiene que ver con la ambigüedad que el marco del «fin de la abundancia» genera. El fin de la abundancia no tiene en cuenta que el modelo de producción y de consumo que ha puesto el planeta contra las cuerdas lo ha ostentado un 15% de la sociedad mundial en los últimos dos siglos. La abundancia de consumo o de energía se ha hecho siempre en detrimento de otros pueblos que han vivido perpetuamente la vida en clave de precariedad, incertidumbre y vulnerabilidad. Esta «vida a la intemperie», sin embargo, no solo representa lo cotidiano del Sur global, sino que es también un condicionante transversal y permanente para muchas personas de nuestro entorno en las sociedades occidentales, cada vez más desiguales, polarizadas e injustas.

Asumir la caducidad de un modelo insostenible basado en el hiperconsumo y una concepción antiética del «progreso» es una buena noticia, siempre y cuando se haga con honestidad política e intelectual. La socialización a partes iguales de sus efectos es un reflejo de un mundo profundamente asimétrico e injusto. Pensar las alternativas en clave de equidad, de redistribución y de nuevas claves éticas, en definitiva, de un modo diferente de relacionarnos con el sentido de la vida y con el propio planeta, es una responsabilidad personal y colectiva. Es una manera necesaria también de repensar la esperanza.

[Artículo publicado originalmente en Catalunya Cristiana/Imagen extraída de Wikimedia Commons]

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Miembro del área social de CJ. Profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Comunicación y Relaciones Internacionales Blanquerna (Universitat Ramon Llull) y delegado del rector para el impulso de la Agenda 2030. Es miembro de la Junta de Gobierno del Institut Català per la Pau (ICIP) e investigador asociado del CIDOB. Fue el responsable del área social de CJ entre 2010 y 2020.
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