En los años 80 del siglo pasado, El Salvador vivió disturbios sociales y políticos, fruto de desigualdades, de represión, falta de libertad y pobreza generalizada. La situación continuaba agudizándose y los movimientos populares se organizaron en fuerzas guerrilleras. Era necesario un cambio y se rebelaron contra el Gobierno Militar.
El enfrentamiento entre el gobierno y la guerrilla ocasionó en el país una guerra civil, que duró 12 años. El entrenamiento, la financiación, el armamento y la asesoría fueron proporcionados a los militares por Estados Unidos en forma de cobertura y seguridad. Cada unidad militar del ejército y de la policía tenía a su cargo un «Escuadrón de la Muerte» que ejecutaba acciones de asesinato, secuestro, extorsión, amenazas y delitos en contra de personas registradas como guerrilleras, y/o sospechosas de apoyar la lucha contra el gobierno.[1]
El 24 de marzo de 1980, el Arzobispo de San Salvador, Monseñor Romero, fue asesinado durante una misa que oficiaba en la capilla del hospital Divina Providencia. Esto sucedió después de haber expresado que era urgente que Estados Unidos retirara su apoyo militar al régimen salvadoreño y ordenara a la Junta Militar el cese de la represión.
El grupo guerrillero FMLN en diciembre de 1990 lanzó lo que sería la última ofensiva de carácter nacional y en la que misiles tierra-aire derribaron los primeros aviones. Al establecerse una especie de equilibrio de fuerza, el gobierno accedió a un proceso de negociación entre las partes y se firmó el Acuerdo de Paz que permitió la desmovilización de la guerrilla y su incorporación a la vida política el 16 de enero de 1992[2].
Silvia vivió estos tensos y violentos años, que dejaron más de 80.000 muertos.
Memoria, verdad y justicia
Silvia nació el 20 de marzo de 1951 en el departamento de Santa Ana, hija de Jorge Arriola y Angelina Marroquín de Arriola, fue la primera hija entre cuatro hermanos (un hombre y tres mujeres).
A la edad de 15 años descubre su vocación religiosa e ingresa a la Congregación de Hermanas Guadalupanas. Permaneció 8 años con estas Hermanas. Durante ese tiempo estudió enfermería en México, compartiendo con personas enfermas y mucha gente necesitada.
Regresó a El Salvador para profesar sus votos perpetuos. Acompañó a una de sus hermanas que estudiaba Sociología, para hacer una encuesta en el tugurio de Tutunichapa. Conoció allí a un grupo de mujeres de las Comunidades Eclesiales de Base y al final de una reunión dialogó con Noemí, hermana de la Pequeña Comunidad, intercambiaron sobre la experiencia comunitaria religiosa nacida de las Comunidades Eclesiales de Base y se entusiasmó por esa novedad.
Silvia, aun siendo religiosa guadalupana, continuó visitando la comunidad marginal de Tutunichapa. Asimiló la mística de las Comunidades Eclesiales de Base y se incorporó a visitar y vivir el espíritu comunitario. Un día recibió una carta de la hermana superiora de la Congregación donde se le exigía decidir entre las Comunidades Eclesiales de Base y la Congregación. Decidió salir de la Congregación de Religiosas Guadalupanas y se incorporó a la experiencia de vida religiosa de la Pequeña Comunidad.
El 25 de agosto de 1975 celebraron la incorporación de una hermana más en la vida comunitaria. «Nosotras no dudamos frente al planteamiento de incorporarse a la comunidad. Al contrario, celebramos como cipotas su integración. Silvia era una persona con grandes valores. Puso en la vida de la comunidad su espíritu, su mística y su opción para con los seres humanos”[3].
“Las Comunidades Eclesiales de Base tienen su raíz en Jesús y el Evangelio de la vida. Como Él, viven y sienten el dolor de los empobrecidos; como él anuncian la buena nueva a los pobres, la liberación a los oprimidos, dan luz a los ciegos, y anuncian el año de Gracia del Señor (Cf. Lc 4, 18-19). Como él, las CEBs sanan a los enfermos, hacen caminar a los paralíticos, hacen oír el clamor de los pobres, resucitan a los que tienen muerta la esperanza (Cf. Mt.9, 35-36)
Ellas unen la fe con la vida, porque son lugar de encuentro con Dios y con los hermanos y hermanas, de encuentro con el perdón de Dios y donde se comparte el Pan de la Palabra, de la Eucaristía y el pan que nos hermana; en ellas se vive y profundiza la espiritualidad de Jesús y su propuesta de su Reino y la mística. Buscan incidir en la economía del mercado total con la gratuidad, en la exclusión con la proximidad y en la corrupción con la ética de la honestidad y del servicio.
Ellas son expresión del proyecto comunitario de Jesús, que se esfuerzan por vivir su identidad de Iglesia, ahí donde el Pueblo se juega la vida. Son Comunidades ecológicas, que por ser comunidad y por tener hambre de Pan y no de Oro, se esfuerzan por convertir este modelo de desarrollo basado en el hambre de oro, de explotación de la persona humana y de la naturaleza, en un modelo fundado en la dignidad de la persona y en el amor”[4].
Al lado de Monseñor Romero
Silvia vivió y compartió cinco años y medio en la Pequeña Comunidad. Con la llegada de Monseñor Romero en 1976, trabaja como secretaria del Arzobispo medio tiempo: leía y resumía la correspondencia, redactaba y archivaba. En el otro medio tiempo, animaba hasta altas horas de la noche a las Comunidades de Base en San Roque (Plan del Pito) y Cuscatancingo.
Su nueva comunidad religiosa nace de las comunidades de base de San Salvador y es aprobada canónicamente por Monseñor Romero con el nombre de “Misioneras de las Pequeñas Comunidades”.
“La mujer de la sonrisa”, así la llamaban, se hizo religiosa para servir a las mayorías pobres y necesitadas de su país. Era menuda, frágil de apariencia, pero fuerte como para aportar una solución arriesgada en situaciones límites.
Fórmula para sus votos religiosos
«Ante una sociedad que vive los ideales del poder,
el tener y el placer,
quiero ser signo de lo que significa realmente AMAR;
de que Cristo es el único Señor de la historia,
que está presente en medio de nosotros
y es capaz de engendrar un amor más fuerte
que los instintos y que la muerte;
más fuerte que todos los poderes económicos.
Deseo llevar una vida de búsqueda y seguimiento
de Cristo, pobre, casto y obediente a la voluntad del Padre,
para vivir sólo para Él y su obra salvífica.
Prometo al Señor serle fiel:
en la salud y en la enfermedad,
en la juventud y en la vejez,
en la tranquilidad y en la persecución,
en las alegrías y en las tristezas,
en su encarnación en los más pobres,
siendo pobre y solidaria con ellos
en su lucha por su liberación;
participando de su misión evangelizadora entre los hombres,
concentrando toda mi capacidad afectiva en Él y en todos los hermanos,
viviendo en una continua búsqueda de la voluntad del Padre
a través de su Palabra, en su Iglesia,
y de los signos de los tiempos entre los pobres».
Su atención por el movimiento político
Tuvo una especial atención para los jóvenes y el acompañamiento al movimiento político. Con su forma de ser selló a cada persona, respetando su individualidad y potenciando sus capacidades. Durante el tiempo de persecución, muchos de esos jóvenes se comprometieron con su vida por los cambios sociales. Ahora son parte de la lista de mártires. Otros asumieron compromisos de liderazgo en la formación y la continuidad de las Comunidades Eclesiales de Base.
El 2 de diciembre de 1980, las hermanas Dorothy Kazel, Ita Ford, Maura Clarke y la laica Jean Donovan fueron secuestradas, violadas y asesinadas. En ese entonces Silvia estaba acompañando como enfermera en el Ejército de Liberación Farabundo Martí, en el Frente Occidental “Feliciano Ama” durante la guerra civil. Un mes y 15 días después, a los 29 años de edad, ella misma fue asesinada por el ejército, el día 17 de enero de 1981, junto otros compañeros, enfermeras y médicos del campamento. Los cuerpos fueron mojados con gasolina y quemados para destruir la evidencia de una masacre de civiles.
Amiga de todos, animadora de comunidades, enfermera en un campamento guerrillero, cumple hasta el fin sus promesas de fidelidad al pueblo, dando testimonio de la Buena Noticia a los pobres. Murió con el pueblo y resucitará con él.
El martirio en América Latina y el Caribe
El martirio en nuestro continente nos ha dejado una herencia: constatar y denunciar el dolor de los más pobres y vulnerables, que sufren la miseria y la injusticia. Nos abre los sufrimientos, que afecta sobre todo a las mujeres, a los migrantes, a los refugiados, a los pueblos originarios, a los afrodescendientes. Nos hace abrir los sentidos para ver y escuchar el grito de la tierra y la “cultura del descarte”. Con la pandemia y la guerra se ha incrementado el problema de falta de alimentos en gran parte de nuestra población. La vida de los y las mártires nos confronta ante nuestra solidaridad efectiva con los y las despojadas, las víctimas de las guerras, la defensa de su dignidad y sus derechos. La vida y muerte de Silvia Arriola se inscribe dentro del martirologio latinoamericano y caribeño, que abarca niños/as, mujeres, ancianos/as, jóvenes, catequistas, agentes de pastoral, religiosas/os, sacerdotes, obispos, poblaciones enteras masacradas. El martirio forma parte de nuestra historia. ¿Aprenderemos de todos ellos y ellas a entregar radicalmente la vida por los demás y por la misma causa de Jesús?
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[1] Cfr. Carta a las Iglesias, Realidad nacional, El Salvador, 4 de febrero de 2009.
[2] Clara Ma. Temporelli, Amigas fuertes de Dios, Medellín, Ed. ODN, 2014, pp 146-148; Cuaderno Cristianismo y Justicia N° 199, pp. 15-16.
[3]https://www.ecured.cu/silvia-arriola
[4] Mensaje Encuentro IX- CEB Continental http://cebcontinental.org › encuentro-ix-honduras-2012. Proclama del IX Encuentro Latinoamericano y Caribeño de CEBS, 16 al 21 de junio del 2012, San Pedro Sula, Honduras.
[Imagen extraída de La Bottega del Barbieri]