Oriol, buen amigo jesuita, es aficionado al mar y a la pesca. Hace unos años, pescando en medio del mar con un viejo ampurdanés, el pescador le hizo una confidencia:
– Esto del Cielo no lo tenéis bien pensado los curas.
Oriol le contestó intrigado:
– Y ¿entonces?
El pescador concluyó:
– ¡No os dais cuenta de que no íbamos a caber!
La ironía de la anécdota es que un profesor de Teología como Oriol sabe bien que el Cielo no es un lugar físico, sino “donde está Dios”, que es lo suficientemente grande y poderoso como para hacer sitio a todos: a toda la gente que ha vivido y está por vivir en la historia de la humanidad. Los cristianos creemos que su magnanimidad nos evitará vivir en el Cielo como anchoas en una lata, tal y como temía el pescador. De hecho, en la última cena según el Evangelio de Juan, Jesús se refiere al Cielo con la expresión «la casa de mi Padre», y afirma que en aquella casa «hay sitio para todos» (Jn 14,2).
Sin embargo, el pescador tenía razón en otro sentido, que se me revela cuando visito lugares donde recuerdo a los compañeros jesuitas con los que he convivido. Efectivamente, cuando hago vacaciones con jesuitas en Viladrau o cuando visito el cementerio jesuita de Sant Cugat, revivo tantos recuerdos de toda esa gente, que siento justamente que no me caben. El corazón me queda pequeño ante tantos años de vida en comunidad; o de compartir misión (en una parroquia, en un colegio, en la universidad); o de encuentros esporádicos, pero muy significativos; o de anécdotas divertidas explicadas sobre tal o tal otro compañero…
Y pese a no caberme, todos estos entrañables recuerdos de jesuitas (y de no jesuitas) me han hecho tal y como soy hoy. Sólo entenderé plenamente quien soy cuando sea consciente de todas mis vivencias y mis recuerdos… ¡que no me caben!
Por tanto, en buena parte soy un desconocido para mí mismo; la realidad en la que vivo también me es en buena parte desconocida; y, finalmente, el Dios en el que algunos creemos tampoco me es plenamente conocido.
Soy un misterio para mí mismo; la realidad del mundo es un misterio para mí; Dios es un Misterio para mí.
Estos misterios se pueden penetrar sólo en parte haciendo memoria de lo que vivo todos los días. San Ignacio propone hacer una oración cada noche: recordando todo lo que hemos vivido durante el día que acaba, dando gracias a Dios, pidiendo perdón por los momentos de egoísmo, y finalmente confiando la noche y el futuro al Padre.
Finalmente confiando: «el Misterio permanece Misterio» decía el teólogo jesuita Karl Rahner. No podré comprender ni abrazar los misterios de mi vida, del mundo, de Dios. Pero puedo disfrutarlos, me puedo abandonar confiadamente a ellos igual que cuando me zambullo en el mar en un hermoso día de verano.
[Imagen de Dimitris Vetsikas en Pixabay]