Lo que nos trasciende se nos revela a través de lo inmanente. Parece existir cierta capacidad humana para poder relacionarse con la Realidad que se manifiesta ininterrumpidamente. El cristianismo indica una disposición o actitud de acogida radical, de profunda reverencia: escuchar al Otro. Por tanto, vincularse o comunicarse con la divinidad es posible porque Dios mismo se comunica y se vincula con su criatura: él “primerea”, él inicia el encuentro. La oración cristiana debe ser entendida en clave de respuesta o reciprocidad a un Amor que precede al propio anhelo o deseo, y le hace emerger (también lo sostiene, alimenta, dinamiza y plenifica): “no es otra cosa oración mental, en mi opinión, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando solo con quien sabemos nos ama”, decía Santa Teresa de Jesús (Vida 8,2).

El silencio, en la tradición cristiana, es pues sinónimo de atención al Otro, a su Presencia, a su Palabra. Recordamos el Prólogo de Juan, “Al principio existía quien es la Palabra” (Jn 1,1), que fundamenta la conocida sentencia de Juan de la Cruz: “Una Palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio debe ser oída del alma” (Dichos de luz y amor, 99). Si la Palabra fuera viento huracanado, terremoto estrepitoso o fuego destructor (cf. 1R 19,11-12) no sería necesario el silencio para reconocer el paso, captar la presencia, escuchar nítida la palabra de Yahvé. Pero el Divino Presente se manifiesta y se comunica en el susurro de un suave viento (1R 19,12), es decir, en el silencio del corazón, en el sosiego interior: en “sosiego y paz” que dice Juan de la Cruz (Puntos de amor, 3). El silencio permite contemplar a aquel que se cierne sobre las aguas primigenias del caos: el Espíritu de Dios (Gn 1,2).

La concepción del silencio en la tradición cristiana procede claramente de su concepción en la tradición hebrea. Hay un versículo del salmo 142 que lo ilustra bien: “Que pueda escuchar su amor a punta de día”. Escuchar a Yahvé, su amor, es algo mucho más profundo y certero que sentir su amor. Nos viene a decir que la escucha es algo nítido, diáfano, donde podemos acertar y afinar más que en los sentimientos (donde a menudo nos perdemos o embarrancamos). De ahí que el silencio, como actitud de presencia y de escucha ante el Otro sea la actitud fundamental de la persona humana: significa conocer y obedecer el designio divino sobre uno mismo. Un conocimiento y una obediencia que no son nunca sumisión, fanatismo, despersonalización…, sino apertura confiada y disposición libre a aceptar la propia verdad, la propia vida, y por tanto, la propia vocación y misión. En la espiritualidad carmelitana-teresiano-sanjuanista, esta actitud gozosamente obediencial lleva a la unión de voluntades: conocer quien soy yo para Dios es sinónimo de conocer quien soy yo en plenitud. Santa Teresa afirma que no es suficiente con el propio conocimiento (filosófico, socrático): necesitamos conocernos desde Dios, mirados amorosamente por Él. Esto es Psicoanálisis puro: no nos conocemos nosotros solos, necesitamos la relación con las figuras de referencia de la primera infancia. El silencio, en esta relación, posibilita escuchar la Palabra, conocer al Dios que se autorrevela y me revela. Cuando esto no ocurre, la persona vive movida según la propia voluntad egoica, errada. El silencio permite escuchar/experimentar un Tú que me dice/me revela quien soy Yo. ¿Cuál es mi Self más profundo y verdadero. El silencio es la puerta para salir del “propio amor, querer e interés” según Ignacio de Loyola (EE 189): Xavier Melloni afirma que el silencio es la ausencia de Ego.[1] Llegar a escuchar el YO SOY interior muestra quien soy en realidad, en profundidad.

El silencio siempre está presente en la vida: no es una creación humana. Es aquella matriz que menciona a san Pablo: “[en Dios] vivimos, nos movemos y somos” (Hch 17,28). Pero requiere cierta valentía para adentrarse, porque es pesado en muchos momentos, ya que no estamos acostumbrados a vivir conscientemente (hay que decir también que existen silencios destructivos, violentos y deshumanizadores).

En la tradición cristiana, las figuras que más evocan la práctica del silencio son seguramente los padres y madres del desierto. En sus apotegmas no encontramos técnicas, sino un subrayado en la importancia de la soledad, la calidad de atención al presente (no concentración) y la invocación interior (mantra). Aquí nace toda la extensa tradición de la Filocalia, de la oración hesicasta, de la oración del Santo Nombre de Jesús… Ellos y ellas hablan ampliamente de los arrecifes que presenta el silencio y cómo se deben ir transitando, atravesando. Un escollo muy importante son los logismos: los pensamientos intrusivos, las distracciones, el aburrimiento, las voces malévolas, las creencias limitantes, las distorsiones cognitivas, las tentaciones, los escrúpulos, las obsesiones… Maestros en la práctica del silencio advierten que la mente está indisolublemente compenetrada con el corazón y, por tanto, con los afectos, las emociones, los sentimientos: la persona es una unidad indisoluble que vive en peligro de dividirse o distorsionarse. Buscan, por tanto, la unificación o unidad personal (no la uniformidad): su singularidad que, aceptada y celebrada, es fuente de la propia creatividad y aportación única al mundo.

El magisterio de los padres y madres del desierto no es algo nacido de la fuga mundi, sin más. No fueron filósofos estoicos ni epicúreos… Su magisterio nace de la contemplación y seguimiento de la persona de Jesús. El Hijo de Dios les muestra una vida humana en relación, una vida en encuentro con el Padre y sus hermanos, con la Creación entera. Y justamente Jesús, en el Evangelio, advierte claramente que lo que perturba el silencio interior es lo que distorsiona, pervierte o rompe la imagen de Dios en nosotros: «de dentro del corazón del hombre salen las malas intenciones que lo llevan a relaciones ilegítimas, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, trampas, libertinaje, envidias, injurias, arrogancia, insensatez. Todo esto malo sale de dentro y hace impuro al hombre» (Mc 7,14-23). Intenciones, deseos y actitudes conforman nuestras acciones y comportamientos: proceden de la propia libertad y responsabilidad, no del exterior. Nada nos hace impuras o incorrectas desde fuera: es desde dentro. Es aquella oración que con tanta insistencia Ignacio de Loyola pide en sus Ejercicios Espirituales: “que todas mis intenciones, acciones y operaciones sean ordenadas al servicio de la voluntad de Dios” (EE 46).[2] Esto nos viene a alertar de que el silencio por sí solo no nos cura, no puede ayudarnos a ser libres, no es unívoco, tampoco una varita mágica… Sólo nos muestra y confronta con nuestra propia verdad. El silencio nos hace de espejo. El silencio nos pone frente a la propia sombra. Y esta propia realidad sólo se puede soportar-aceptar-asumir gracias a la humildad, según Santa Teresa: «caminar un alma en verdad ante la misma Verdad» (Vida 40,3). Sin la práctica de las virtudes (teologales y cardinales), el silencio (y todas las técnicas y disposiciones que podamos imaginar) puede esconder la peor de las soberbias. Así pues, el silencio tiene una connotación primeramente mística, pero indisolublemente ligada a la ascética. No hay que olvidarlo.

Jesús ora en el silencio, a menudo de noche (Lc 6,12-13). Lo vemos en muchísimas escenas de los 4 evangelios: sube a la montaña o se refugia en lugares apartados, y reza al Padre, en soledad y silencio. Sólo le vemos acompañado en Getsemaní. Y sólo enseña una oración a sus discípulos: el Padrenuestro. Y les dice: «Cuando oren, no hables por hablar, como hacen los paganos: creen que con su palabrería se harán escuchar. No seas, pues, como ellos, que bien sabe su Padre de qué tiene necesidad antes de que se lo pida» (Mt 6,7-15). Jesús huye de la palabrería, es decir, del utilitarismo hacia Dios (de la magia, de la negociación, de los ídolos y amuletos, del infantilismo). El Maestro habla, pues, de un anhelo, de un deseo, de un agradecimiento, de un abandono, de reconocimiento. De un estar o permanecer en la Presencia del Padre, en el Espíritu. Su encuentro primordial con el Padre está en el silencio de la propia intimidad. San Juan de la Cruz hablará de la oración silenciosa como “ejercicio de advertencia amorosa” (Dichos de luz y amor 87), pero aún más de “olvido de sí”, “soledad u ociosidad interior”, “escucha pasiva” (Llama 3,35). Es un silencio ascético (presencia afectiva) y un silencio místico (gracia infusa, contemplación absolutamente gratuita e inmerecida). Cabe preguntarse si la atracción que ejercía Jesús provenía de la paz interior que formaba parte de su ser y que se veía sostenido por este silencio. Santa Teresa afirma de algunas personas que ella conoció y tratar: «de sólo entender la santidad de su trato, era grande el provecho que mi alma sentía» (Vida 24,4).

En la práctica contemplativa, el silencio es algo normal. De hecho, el silencio es una ayuda para que muera el hombre viejo y nazca el hombre nuevo, que decía san Pablo (Colosenses 3,5). En lo cotidiano, la convivencia viene precedida y sostenida por el silencio. Desde la presencia discreta y fraterna, silenciosa, las personas más apreciadas y demandadas hoy son las que disminuyen el ruido e incrementan el calor social (¡y eclesial!). Asimismo, la sobriedad y la falta de contaminación visual y auditiva, se agradecen infinitamente. Los lifestyle minimalistas, la simplicidad decorativa, los métodos de ordenación y depuración de los hogares son corrientes afines al silencio.

El silencio es forma de comunicación, de lenguaje, depurada. Es un despojo, una desnudez, un vaciamiento. Es un sosiego de las propias líbidos y pulsiones, una reeducación, un centrarse en lo esencial (el “recogimiento” de que hablan nuestros místicos). Se vive la vida desde otra perspectiva. Es un proceso largo que pide constancia y confianza y que forma parte de la conversio morum que la tradición benedictina conoce tan bien: significa un cambio de mentalidad (metanoia) y, por tanto, un cambio de costumbres, un cambio de hábitos, progresivo: Teresa de Jesús decía a sus monjas “acostumbraos, acostumbraos” (Camino de Perfección 26,2); y Juan de la Cruz instaba a atenerse a la dificultad con aquel “procurar siempre inclinarse…” (Avisos). La exhortación a la vigilancia que hace Jesús a lo largo de su predicación busca que sus discípulos y oyentes pasen de una disgregación interior a una integración totalizante. Esto pide constancia, diligencia y perseverancia. El silencio es un trabajo y un esfuerzo, una práctica, un aprendizaje. Es una disciplina (palabra que proviene de “discípulo” y “discipulado”: ​​hago o dejo de hacer algo porque sigo al Maestro; “contigo y como tú” que decía san Ignacio). Santa Teresa dice: “con más facilidad se guarda el silencio cada una por sí, y acostumbrarse a soledad es gran cosa para la oración” (Camino de Perfección 4,9). Por tanto, el silencio cristiano no es solipsista sino apostólico: facilita la entrega al mundo y a la Iglesia. Permanecer en adoración silenciosa ante el Santísimo es algo profundamente misionero.

El silencio integral produce una irradiación, que se contagia por ósmosis, a nivel energético, de alta vibración. El silencio afina la percepción y la intuición. Esto pide de nuevo, virtud y esfuerzo, para asumirlo adecuadamente: “Dios os hace a vosotros el don de conocer los secretos del Reino” (Lc 8,4-15). El silencio corporal se facilita a través de la práctica del ayuno. Es una práctica iniciática en muchas religiones y caminos espirituales serios. De alguna manera, se trata de que los 5 sentidos se vean afectados positivamente por el silencio. San Juan de la Cruz tiene sentencias preciosas en este sentido, y también san Ignacio: es necesaria la educación de los sentidos. Educación que implica aprender a vivir a la intemperie y en la itinerancia: uno no aferrarse, no posesionarse compulsivamente a nada. Hace referencia a una de las grandes virtudes teresianas, muy desconocida: el desapego (Camino de Perfección 4,4).

El silencio es el humus del Universo: vas a la playa y hay silencio, vas a la montaña y hay silencio, en la ciudad también hay silencio. No es un silencio aséptico de laboratorio: es un silencio de normalidad, vida, espacio y tiempo. Están los sonidos característicos de la naturaleza, que no lo rompen, le acompañan. Se expresan. Estos sonidos no son ruido, son los sonidos sin ego: no te reclaman.[3] Para que una partitura musical no sea un galimatías ininteligible, debe tener silencios…

Jesús habla mucho del ritmo natural en sus parábolas. Él creció en Nazaret, un pueblo. Se movió en ámbitos claramente rurales y agrícolas. Él oraba en silencio rodeado de la naturaleza, los Evangelios lo recogen ampliamente: no era sólo la oración ritual en el recinto del Templo, era una relación íntima con el Padre en entornos al aire libre, bajo las estrellas, junto a los olivares de Palestina… También fue al desierto, el sitio bíblico solitario y silencioso por excelencia. Nosotros hemos perdido bastante esta conexión y reflexión sobre el ritmo natural, y necesitamos volver a ello. No hemos creado nosotros la Naturaleza, sino que la Creación nos ha precedido y es nuestro hábitat. Como dice el papa Francisco, es la “casa común” (Laudato Si’). Debemos ser custodios, no explotadores. Antiguamente, las grandes peregrinaciones en Santiago de Compostela o en Chartres ayudaban a estar en contacto con la naturaleza, con la aventura: todo homo religiosus era homo viator.

Santa Teresa quería siempre un huerto grande para pasear en sus conventos, y ermitas donde poder retirarse en solitario a rezar o hacer remanso. Ella dice, refiriéndose a las ayudas que empleaba en los momentos de distracción en la oración silenciosa: “Aprovechábame a mí también ver campo o agua, flores. En estas cosas encontraba yo memoria del Criador, digo que me despertaban y recogían y servían de libro” (Vida 9,5). San Juan de la Cruz, en sus poesías, canta la belleza de la Creación como pocos poetas han sabido cantarla (sin ser panteísta): “Mi Amado, las montañas, los valles solitarios nemorosos, las ínsulas extrañas, los ríos sonorosos, el silbo de los aires amorosos” (Cántico Espiritual, canción 13). Ambos, también san Ignacio, vivieron haciendo largas caminatas, viajando, observando la naturaleza y los cambios de las estaciones… Siempre estuvieron en contacto con la naturaleza.

El ritmo espiritual presenta la misma cadencia que el ritmo de la naturaleza: una planta, por mucho que le ordenes (como un perrito) o la estires, no crece más rápido. Tiene su ritmo y nada la perturba. La vida interior, la vida del Espíritu, también tiene sus leyes y es necesario respetarlas. No se pueden subvertir, manipular. Piden ser respetadas con profunda reverencia. Y, dado que vivimos un momento histórico de mucha dispersión y banalización, caemos en una profunda insatisfacción. Es un tiempo de gran anemia y miseria o desolación espiritual (Francesc Torralba). Y vivir así no es vivir. Es agonizar.

Xavier Melloni ha afirmado: “Nuestra sociedad necesita un silencio urgente. Si aprendemos el silencio, cambiaremos de sitio sin movernos: estaremos aquí, pero de forma diferente, no en el mismo aquí en que estábamos”.[4] El silencio permite parar y atender (ser conscientes), permite el espacio y el tiempo transicional necesarios para integrar y sedimentar la experiencia cotidiana (elaborar símbolos). Si no existe ese espacio y tiempo se cae en el colapso interior (conflicto o desorganización mental y vital). El silencio desenmascara esa sensación flotante de catástrofe a la que sólo puede hacer frente la confianza básica. Pero el silencio pide ser transitado, atravesado. Esto ayuda a la paz mental y la estabilidad emocional y anímica. La disgregación, el ruido… no son nuestra naturaleza auténtica, profunda y real. La disociación nos enferma: forzando el ritmo cotidiano con las hiperconexiones y la hiperaceleración del tiempo, se cae en el sinsentido, el nihilismo, la filosofía del absurdo, el conflicto de la fuerza de voluntad…

Es bastante peligroso el alud de realidades virtuales alternativas que llegan sutilmente: SecondLife, Metaverso… Existe una virtualización de la realidad hacia una realidad alternativa, imaginaria, no real, no encarnada. Sería la dictadura del no-silencio como no-pensamiento. No-silencio como sinónimo de no-pensamiento crítico. El lenguaje o la palabrería imperante está modificando y manipulando la realidad para llegar a crear una cultura totalmente diferente, haciéndonos creer que somos libres. Es un espejismo, fruto de la mentira. La contaminación y colonización mental no permiten nunca escuchar la verdad. Es como una intoxicación sutil, una inercia tóxica, un ritmo enfermizo. Nos forzamos a vivir una realidad que no nos ayuda a ser nosotros mismos. Somos productores y consumidores, nada más. Hemos diseñado una cultura dañina para nuestro ser, una cultura del “descarte” que dice el papa Francisco. El capitalismo salvaje mata, expulsa a las personas a los márgenes, a las periferias. Divide, no unifica.

El silencio forma parte de la dimensión trascendente de la vida. Esta dimensión espiritual está vehiculada, en nosotros, por la experiencia psicológica, que es una experiencia humana relacional. Por eso podemos hablar del silencio como encuentro. Cuando no se permite ni valida ni valora realizar procesos en silencio (como elaborar duelos), prisioneros en un presente locamente efímero y volátil, se aniquila el poder elaborar el proceso emocional que suscita la misma vida, y esto lleva a las personas a permanecer estérilmente en un punto cero continuo: en las actitudes evitativas que dificultan transitar el camino del dolor (el sentido que se puede percibir no en el dolor, sino al ir elaborándolo). No hay tiempo para digerir la ingente avalancha de información, de elaborar pensamiento propio, de reflexionar. Todo es acuciante y ruidoso, y nuestra naturaleza no es así. Antropológicamente, no somos así.

El silencio nos remite a lo que verdaderamente somos. Hay una añoranza, un anhelo que nada ni nadie puede ahogar, pero sí se puede distorsionar y manipular: acabamos comercializando el cuidado de nosotros mismos. Se han subvertido los valores, no han desaparecido: se han invertido, y de ahí la desorientación general. Quien se da cuenta, se encuentra abocado a tomar una decisión, a escoger, a discernir. Se llama subversivo o contracultural lo que simplemente es natural y sano. Todo se convierte en una moda, no en acción política consciente y responsable. No se quieren ciudadanos críticos sino masas acríticas. El silencio lleva al compromiso activo con la propia salud integral y la de la propia sociedad. Es el «locus de verificación» del silencio: la vida personal y social. Los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola, los Ejercicios de Contemplación de Franz Jalics (sj), los “Amigos del Desierto” de Pablo de Oros, la Comunidad Mundial para la Meditación Cristiana de John Main y Laurence Freeman… son oasis donde probar el silencio e involucrarse en la denuncia profética que surge de él. El silencio remite a la propia verdad y da fuerza para preservarla, custodiarla… y que fructifique en bien de muchos.

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[1] https://www.lavanguardia.com/lacontra/20190416/461682839746/si-aprende-a-tomar-conciencia-cambiara-de-sitio-sin-moverse.html

[2] https://www.espaisagrat.org/node/186665

[3] Cf. entrevista a Xavier Melloni

[4] https://www.lavanguardia.com/lacontra/20190416/461682839746/si-aprende-a-tomar-conciencia-cambiara-de-sitio-sin-moverse.html

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Carmelita descalza. Licenciada en Pedagogía (URV), postgraduada en Acompañamiento Espiritual (FVB-URL) y especialista en Acompañamiento al duelo y la enfermedad (UdL).
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