Existe un tradicionalismo católico muy minoritario pero muy activo y beligerante que no solo no oculta en absoluto su rechazo al actual Pontífice, sino que se replantea la reforma litúrgica del Vaticano II. Considera que esta ha secularizado a la Iglesia y que ha perdido su capacidad de conducir al fiel católico hacia el “misterio”. Por ello, proponen volver a la misa antigua, en latín y de espaldas al pueblo. De manera muy gráfica, corría estos días por las redes de estos grupos la imagen de un autobús donde el conductor iba sentado al revés, mirando a los pasajeros, para indicar el desastre asegurado: solo mirando hacia adelante puede el sacerdote conducir bien al pueblo.
Este tradicionalismo (guarda de la tradición litúrgica) es también un “integrismo” puesto que muchos de sus referentes ideológicos son pensadores antimodernistas del s. XIX. En Cataluña se vuelve a citar, por ejemplo, a Sardà y Salvany. Por ello, más allá de un asunto simplemente cultual se trata también de una eclesiología y de una visión política donde VOX se queda corto puesto que, en realidad, se trata de un resurgir del carlismo. En cada país se formula a partir de la historia local, como en Francia donde se vuelve a la cuestión del ultramontanismo. Estos grupos fosilizan el magisterio de la Iglesia de aquel siglo y miran con recelo la evolución del mismo en materia de libertad religiosa (del documento Dignitatis Humanae) o de aceptación de una laicidad positiva (¡que el papa Benedicto XVI formuló en diálogo con el presidente francés!). Hablan de la obligatoriedad de obedecer al magisterio de la Iglesia y al papa… pero solo si se identifica con su visión del mundo. Por ello, para continuar diciendo que hay que obedecer al papa, tienen necesidad de demostrar que el papa Francisco es el antipapa y que su elección fue inválida puesto que la renuncia de Benedicto XVI fue presentada, dicen, bajo presiones. Sorprende lo abiertamente que se dicen ya estas cosas.
No se trata de grupos lefebvrianos que claramente rompieron con la Iglesia tras el Vaticano II porque se reclaman de Benedicto XVI, pero es algo mucho más serio que la simple discusión de si hay que comulgar en la boca o en la mano o el cumplimiento de las rúbricas.
Benedicto XVI, en efecto, se propuso acabar con el cisma producido por los que no aceptaron el Concilio, rechazaron la reforma litúrgica y consideraron herético el acercamiento al pueblo judío de la Declaración Nostra Aetate del Concilio. Una de las medidas para conseguirlo fue la autorización con una regulación muy precisa de la celebración eucarística con el ritual preconciliar. Es verdad también, que en el diálogo con las Iglesias ortodoxas del papa había además una cierta admiración por la conservación de estas Iglesias de sus lenguas litúrgicas tradicionales (siríaco, copto…) en las que el latín, en el catolicismo occidental, era su equivalente.
Pero, los intentos de atajar el cisma de Lefebvre se torcieron y resultaron un fracaso. Por ello, el papa Francisco, después hacer la evaluación prevista de las disposiciones especiales para celebrar en latín, publicó el motu “proprio” Traditionis custodes ahora hace un año para limitar estas celebraciones. Sin prohibirlas del todo, no pueden celebrarse en parroquias, y para cualquier nueva petición para celebrar en ese rito se debe consultar al Vaticano. En todos los casos, las lecturas de la eucaristía deben ser en lenguas vernáculas.
El lenguaje de esta Carta apostólica es breve y de estilo jurídico. Por ello, el papa se ha visto en la necesidad de explicar sus razones (aunque con un lenguaje más inspirador que argumental) en una nueva Carta apostólica donde desarrolla una cierta mística litúrgica destinada especialmente a la formación en los seminarios. Se intuye que no es un problema simplemente de gente mayor que vivieron el pre-Concilio, sino una nueva tendencia entre algunos jóvenes que ven en la adaptación al mundo moderno la causa de la crisis de la Iglesia. De la crisis de esta es consciente todo el mundo, pero si para unos la solución pasa por volver atrás, para otros se requiere abandonar el pasado definitivamente.
El papa centra su Carta en el redescubrimiento de la belleza de la liturgia y en la necesidad de cultivar la dimensión simbólica. Probablemente porque los tradicionalistas solo ven “belleza” y “misterio” en el rito antiguo, el papa busca educar en el poder simbólico de la eucaristía misma, más allá de los rituales concretos que se utilicen. Para subrayar que no se trata de algo nuestro, de algo que nosotros hacemos, introduce aquí sorprendentemente una cuestión teológica propia de su pontificado que es la crítica al neo-pelagianismo (lo fundamental es lo que nosotros hacemos) y al neo-gnosticismo (lo fundamental es lo que yo como individuo vivo y siento). Aplicado a la liturgia sería una excesiva preocupación por las formas por parte de unos (con discusiones interminables sobre rúbricas y modos de celebrar) y, por parte de otros, la transformación de la eucaristía en algo íntimo, subjetivo e individual. El neo-pelagianismo litúrgico olvida que no nos ganamos la participación en la eucaristía por nuestros méritos, sino que somos invitados (¡y Jesús invita a publicanos, pecadores, prostitutas, recaudadores de impuestos…!) y el neo-gnosticismo resurge en una cultura individualista y narcisista que olvida que en la Eucaristía es el pueblo de Dios, la comunidad, la que se reúne. En realidad, el papa no hace otra cosa que aplicar aquí la misma teología que subyace en Fratelli Tutti y en otros documentos donde el individuo no se entiende nunca fuera de la comunidad, pero donde tampoco queda disuelto en ella.
El papa se sitúa también en oposición de aquellas corrientes iconoclastas post-Vaticano II que reducían la liturgia a lo funcional y donde cada misa dependía de la ocurrencia de turno del sacerdote que acababa, en realidad, siendo el centro. El papa dedica la práctica totalidad del documento a inspirar una recuperación del sentido simbólico que nuestra cultura ha perdido. Porque el problema no está en la reforma de la liturgia del Vaticano II, sino en cómo la vive el cristiano moderno.
Citando tantas veces el Concilio Vaticano II como fundamento de la reforma litúrgica y apelando a la autoridad de “los santos Pontífices Pablo VI y Juan Pablo II”, el papa Francisco insinúa que en realidad estos grupos están poniendo en cuestión el Vaticano II y a estos dos pontífices. Muestra, así, que no es solo un movimiento que desautoriza al actual papa, sino que compromete la unidad de la Iglesia.
Aunque estemos hablando de un número muy reducido de sacerdotes, alguna preocupación de división ha de haber en Roma cuando el papa quiere “ver restablecida la unidad” diciendo: “Por eso, escribí Traditionis custodes, para que la Iglesia pueda elevar, en la variedad de lenguas, una única e idéntica oración capaz de expresar su unidad. Esta unidad que, como ya he escrito, pretendo ver restablecida en toda la Iglesia de Rito Romano.”
[Imagen extraída de Wikimedia Commons]
[…] II, que había potenciado una revisión tradicionalista de la liturgia permitiendo de nuevo la misa en latín (¡pero para intentar acabar con el cisma de Lefebvre!), que había negado tajantemente la […]