El cristianismo no pocas veces ha predicado un espiritualismo angelical, contraponiendo el reino material con el espiritual. La salvación prometida era ir al cielo, más allá de la corporalidad corruptible.

Pero la resurrección, que estos días de Pascua celebramos, no es una huida del cuerpo, sino justamente la plena asunción de esta realidad. Nuestro cotidiano nos devuelve tozudamente a la experiencia de que somos cuerpos; somos convocados de manera escandalosa a las cosas pequeñas, tan a menudo desatendidas y despreciadas.

Sin alimento material es imposible la pervivencia de la vida biológica y corporal. Incluso los grupos humanos previos a la aparición de la agricultura, los cazadores-recolectores, tenían que esforzarse para poder tener alimento. San Pablo, en una frase lapidaria, dice: “quien no quiera trabajar, que no coma” (2 Tes 3, 10). También el multimillonario de una gran empresa tecnológica es un cuerpo y necesita que alguien le proporcione un plato de comida.

En las sociedades contemporáneas el trabajo se vive, a menudo con razón, más como una condena que como un espacio de desarrollo y plenitud humana. Y de todos los trabajos, el trabajo manual es el más ninguneado, el más ridiculizado e invisibilizado, el más mal pagado, el más explotado y precarizado. Aquellos que se dedican a trabajar con sus manos parecen haber sufrido una maldición divina. Ni les vemos, ni les queremos ver, ni les queremos pagar dignamente: el temporero que recoge la verdura que hoy cenaré, la joven que trabaja en el matadero de una macro granja de cerdos, el basurero que limpia de buena mañana mi calle, la cajera que despacha con prisa en el supermercado, el limpiador de cristales que pasa cada quince días por mi oficina, la cuidadora que ducha cada mañana a mi abuelo anciano, el rider que me traerá la pizza a casa a altas horas de la noche, el niño que extrae de una mina infame el coltán que acabará en mi móvil…

Detrás de tantas pantallas, teléfonos, e-mails, apps, desplazamientos con vehículos motorizados…, perdemos contacto con la realidad material, corporal. En buena medida el acceso ilimitado e ininterrumpido a la electricidad, agua potable e internet 24 horas, nos desarraigan y nos ofrecen la ficción de que podemos vivir desmaterializados. Muchos en el occidente urbanita ya no tenemos ni la más remota idea de lo que implica asegurar un plato de comida al día. Tampoco somos conscientes del esfuerzo y el gasto brutal de energía que supone, por ejemplo, viajar tan solo veinte kilómetros o desplazarse unos pocos metros en vertical. “Obviedades” a las que nos hemos acostumbrado y ya no nos generan ninguna sorpresa: piso el acelerador del coche y como por arte de magia una tonelada y media de material (metal y plástico) se desplaza a una velocidad vertiginosa. O toco un botón del ascensor y una complicadísima maquinaria moverá miles de piezas para llevar mi pequeña masa corporal de un piso a otro.

Mahatma Gandhi, en parte profundamente influenciado por L. Tolstoy, reivindicaba la tarea manual como un aspecto esencial de todo proceso de transformación personal y colectiva. Él habla del deber y el derecho de trabajar y de ganarse el pan de cada día con el trabajo manual y del imprescindible equilibrio entre el trabajo mental/intelectual y la tarea manual. La imagen de Gandhi hilando no es solo una estampa bucólica, sino un recordatorio profético de alguien que desea seguir en contacto cotidiano con la materia, que apuesta por una vida austera y frugal y que decide producir su propia ropa al margen del sistema económico y político que le impedía vivir en libertad. Por eso, para Gandhi hilar también es experiencia espiritual, potencialmente transformadora.

Unos cuantos siglos antes, en el virreinato mexicano, a sor Juana Inés de la Cruz se le prohibió leer y escribir después de la sonada disputa teológica que tuvo con un predicador jesuita. Es más, la madre superiora la envió castigada a la cocina entre pucheros, ya que la actividad intelectual estaba reservada a los varones y a ella –como religiosa mujer del siglo XVII– le correspondían solo las tareas domésticas. En su respuesta escrita como defensa, espetó una sentencia profunda y iluminadora: “si Aristóteles hubiera cocinado, hubiera pensado más y mejor.”

Quizás la conversión ecológica profunda a la que nos invita el papa Francisco, como respuesta urgente a la dramática situación límite en la que nos encontramos como civilización, es la oportunidad para recuperar el valor y la centralidad de las tareas manuales. No se trata solo de aprender a hacer pan en los ratos libres, sino de pensar un cierto retorno a la tierra, redimensionar nuestras ciudades, cuestionar el modelo productivo imperante, dignificar las tareas reproductivas invisibilizadas y replantear nuestros hábitos de consumo, de nuestras prioridades y de nuestro tan a menudo uso compulsivo de la tecnología recuperando una cierta ascética. Y se trata, sobre todo, al reconocer la propia corporalidad, de asegurar que ofrecemos unas condiciones de vida dignas a todos aquellos que, cerca o lejos, con su trabajo manual hacen posible que la vida continúe.

El mismo Jesús resucitado prepara a sus sorprendidos amigos un almuerzo con pan y pescado a la brasa (cf. Jn 21, 9-10) para recordarnos que no hay nada más sublime, más profundo y más espiritual que una comida trabajada con nuestro sudor y compartida gozosamente en comunidad.

Hoy pues Jesús diría: Bienaventurados quienes hacen trabajo manual, ellos poseerán la Tierra.

[Una primera versión más breve de este texto fue publicada en Pregaria.cat/Imagen de Đức Nguyễn en Pixabay]

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Amarillo esperanza
Anuario 2023

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Pau Vidal
Jesuita, arquitecto y teólogo. En Berkeley, en los Estados Unidos, amplió sus estudios en el área de la teología de las migraciones. Ha trabajado con el Servicio Jesuita a Refugiados (JRS) en Liberia, Nogales (frontera EEUU-México), Kakuma (Kenia) y Sudán del Sur. Actualmente trabaja en Barcelona en la Fundación Migra Studium, en el proyecto de acogida de refugiados y migrantes (hospitalaris.org). Es el coordinador de la Escuela Ignaciana de Espiritualidad (EIDES), que es el área de espiritualidad del centro de estudios Cristianismo y Justicia. Es coautor del Papel CJ “Refugiados. Víctimas del desbobierno y la indiferencia” e impartió en Cristianisme i Justícia el seminario “¿Qué espiritualidad para una acción social?”.
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