El cristianismo invita a una espiritualidad encarnada. Dios irrumpe en la historia a través de Jesús, un cuerpo, para restaurar el proyecto de fraternidad universal truncado desde un buen inicio. Jesús sufre en carne propia las consecuencias de una vida entregada a la lucha contra la opresión al lado de los desposeídos y sobrantes de la historia. Desde el momento en que “el Verbo se hizo carne” (Jn 1:14) el cristianismo deviene una religión histórica, concreta, con unas consecuencias éticas y políticas basadas en el modelo de entrega absoluta que se desprende de Jesús, recogido en el mandamiento del amor: “Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros” (Jn 13:34).
Cuando hablamos de vivir una espiritualidad encarnada enseguida me vienen a la cabeza imágenes parecidas a la descrita. Imagino que tiene algo que ver con el hecho de vivir una espiritualidad que tenga los pies en el suelo, que no se asiente en una posición cómodamente abstracta, especulativa y aislada. Imagino que se relaciona con el anticapitalismo, con la impotencia de vivir en una sociedad partida entre ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres. Imagino, en definitiva, en una espiritualidad que se haga cargo de la realidad y se responsabilice.
Pero no solo eso. Vivir una espiritualidad encarnada imagino que también quiere decir, sencillamente, que toda forma de espiritualidad la vivimos desde el cuerpo, con sus límites, cicatrices, impulsos y deseos inagotables. Desde el cuerpo nos relacionamos con nosotros mismos y con el otro, el desconocido, el amigo, el amante, la madre, Dios. Por eso, el olvido y desprecio del cuerpo por parte del cristianismo más conservador generan incomprensión y rechazo.
Me gusta pensar en la maravilla de hallarse de repente en un cuerpo. Una amiga lo explicaba mucho mejor en un hilo de Twitter:
“Por favor: amad al cuerpo, pero no solo en plan autoestima, sino amadlo porque es carne que puede agarrarse y tocarse, que reacciona a lo de fuera, que se contrae, que se revuelve cuando te habla quien te gusta, que se lo goza cuando comes con hambre, que se moja, que se empalma, que tiene cosquillas. El cuerpo es una pasada, lo físico, lo que ves y tocas, ¡los ojos!, o sea, lo que puedes sentir mirando a los ojos de alguien. El cuerpo tiene escalofríos, tiene vértigo, siente la adrenalina, el placer, se puede acariciar y se le pone la piel de gallina. No sé, amad la carne. Percibe y deja que te perciban, respira, saborea, bebe agua helada cuando tengas sed, muérdete la boca con alguien, ve una peli de miedo y deja que te salte el corazón. Gózate las reacciones físicas, por Dios”.
Rosalía acaba de publicar Motomami. En una de las canciones más explícitamente sexuales de su discografía, Hentai, se encuentra una frase que en un principio te pilla a contrapié: “Segundo es chingarte. Lo primero es Dios”. Me gusta por la naturalidad con la que lo expresa y porque en el fondo Rosalía sabe que no hay contradicción entre una cosa y la otra y da por descontado que hay diferentes formas de amor, todas ellas igualmente valiosas: eros, philia y ágape. Para Xavier Melloni, estos tres términos “describen una progresión en grados de descentramiento entre el yo deseoso y el tú deseado” (El deseo esencial, 2009). El amor erótico, de ascendencia platónica, tiene que ver con esta pulsión sexual que nos constituye. La philia se relaciona con la reciprocidad, con el dar y recibir, con la capacidad de sentirnos hermanos los unos con los otros. La tercera forma de amor se la debemos al cristianismo: es el amor de un Dios que se empequeñece y se da absolutamente, y que conocemos históricamente en la figura de Jesús. Podríamos añadir “los otros” a la canción de Rosalía y entonces tendríamos el esquema completo: “Tercero es chingarte. Segundo son los otros. Lo primero es Dios”.
En una entrevista Rosalía dice —sobre Hentai— que a ella le apetecía sencillamente hablar del sexo como de cualquier otro tema, y añade: “cuando hay una conexión real con alguien siempre hay una parte de ti que la pierdes”. Esto se parece mucho a lo que dicen los místicos sobre la experiencia de unión con Dios. El progresivo “descentramiento del yo deseoso” que apunta Melloni se puede dibujar verticalmente: del eros al ágape el yo se sitúa gradualmente menos yo, más entregado, cada vez más dado al otro, hasta el extremo de la entrega absoluta, donde el yo es entregado sin condicionantes. Claro que los humanos somos criaturas que nunca nos desprendemos totalmente del yo, que siempre queremos condicionalmente; la entrega absoluta es algo que se escapa de nuestra condición humana, pero no es menos cierto que incluso en el amor erótico —no hablemos ya de la philia— podemos llegar a experimentar algo que se le parece. Cuando nos acariciamos, nos miramos y nos desnudamos nos perdemos en el otro con los cinco sentidos de nuestro cuerpo, nos abrimos y nos desprendemos un poquito de nuestro yo para estar atentos a la persona amada.
El cuerpo es el vehículo que permite entregarnos al otro, ya sea en el plano sexual o fuera de él. En este artículo he querido poner el acento en la sexualidad porque sorprendentemente en según qué círculos aún hoy se habla poco y tímidamente. Además, intuyo que si no tomamos consciencia del hecho de que habitamos en un cuerpo marcado por la pulsión sexual y el deseo, difícilmente podremos acceder a los otros estados de amor y donación.
[Fotografía de Rosalía de Roger Kisby para Rolling Stone]