Uno de los temas que ha generado más debate –y más pugnaz– en los últimos tiempos al interno del movimiento feminista ha sido el de la maternidad. La discusión es de tal calado y tan profunda –también otras lo son– que es seguramente un lugar donde analizar la naturaleza esencialmente diversa del movimiento. Este, lejos de ser un monolito, goza de una riqueza tan explosiva que amenaza, a veces, con crear fallas internas que parecen irreconciliables. El feminismo –sus preguntas, sus respuestas, su diversidad– acaba siendo un buen reflejo de las sociedades en que vivimos.

La literatura y el cine son lenguajes privilegiados para examinar por dónde van los tiros (y se dan muchos) en la cuestión de la maternidad. No solo porque haya libros y películas que traten directamente el tema, sino por tratarse de narraciones que vienen a interrumpir, como diría el teólogo J. B. Metz, un pensamiento trabado a base de conceptos e ideología. No es que cine y literatura funcionen sin presupuestos ideológicos, pero la potencia de la vivencia personal y colectiva tiende a romper desde dentro las estructuras conceptuales, ayudando a generar otras nuevas. Las narraciones tienen, además, la virtud de agudizar el oído –en general abren los sentidos–, mientras que la ideología y el concepto apuntan directamente a la cabeza: ya no se escucha tan bien cuando estamos dialogando interiormente con ideas.

Desconozco si ellas se colocarían dentro del movimiento feminista o no, pero recuerdo varias voces femeninas de la literatura y el cine que se han pronunciado en los últimos tiempos sobre la cuestión de la maternidad. Llama la atención, como decía antes, la variedad de posiciones y, a la vez, su firmeza y convicción a la hora de defenderlas. Al lector y al espectador le toca escucharlas, sin dejar de preguntarse si existe algún principio válido para cualquier opción vital, una pista que lleve en la dirección de más vida, y no menos. Citaré solo tres ejemplos, con alguna ramificación interna.

Hace año y medio de la publicación de Feria, de Ana Iris Simón. La maternidad no es el tema central del libro, pero sí es uno de los que con más fuerza se ponen sobre la mesa. No diría que Ana Iris hace una reivindicación de la maternidad, como si fuese una Deméter totalitaria que quisiese imponer el ser madre a todas, sino que expone su deseo de serlo, y de que las instituciones ayuden en ese sentido. El deseo de trasmitir algo al hijo o la hija: una cultura, unos valores, leer con él o ella determinados libros, mostrarle lugares que para ella han sido importantes. El hijo es la posibilidad de la trascendencia hecha carne, y esto, que es verdad, ha sido criticado por presentar, dicen algunas, una imagen idealizada de la maternidad. Pero no creo que subrayar lo que para una es lo esencial de un tema –el lugar desde el que desea vivirlo– sea idealizar. De hecho, quien ponga el acento en las partes problemáticas de la maternidad deberá enfrentarse a la misma crítica, pero hecha desde el lado contrario. Simplemente, se subraya lo que uno siente que ha de subrayar. Será interesante leer lo que tenga que decir Ana Iris, ya no desde el deseo de ser madre, sino desde la experiencia de serlo realmente. Ella es el ejemplo del sí.

Un ejemplo del no, lo he tenido últimamente con un libro que todavía no se ha publicado en España (pero que estaría bien que se tradujese): Niente di vero, de Veronica Raimo. En él, la protagonista toma la opción de no tener hijos. En realidad, no se dan demasiadas razones para ello, reivindicando, quizá, eso mismo: no es verdad, parece querer decir la protagonista, que yo tenga la carga de la prueba, que quien no quiere tener hijos tenga que construir un argumentario para responder a una sociedad que le va a preguntar por qué ha decidido no tenerlos. Por lo demás, era la segunda vez en una novela que leía la narración de un aborto. También en esto hay diversidad: se me ha quedado grabada la frase de Caitlin Moran (esta fue la primera vez) en Cómo ser mujer, cuando, después de someterse a un aborto (tenía ya dos hijas y no quería un tercero o tercera) dice: “Me quedé esperando a que llegara la culpa. Y la culpa no llegó”. Son frases que a uno le acompañan, sin saber del todo qué hacer con ellas. Quizá no tengan más función que esa: seguir interrogando, más allá de la propia opinión. La protagonista de Niente di Vero, por su parte, no tendrá fuerzas al día siguiente de su aborto para ver a una amiga con la que no hablaba desde hacía años, y a la que tenía unas ganas enormes de volver a ver. No quería tener hijos, pero el aborto había supuesto algo, es evidente.

Comentando esta opción de la protagonista, una mujer del grupo de lectura dijo algo que me llamó la atención: “Ya era hora de que un libro italiano hablara con normalidad y sin dramatismos de la posibilidad de no querer ser madre”. Si Ana Iris agitó el agua con su novela es porque la maternidad ya no es –¿lo fue alguna vez?– el horizonte necesario para la mujer. Contrariamente a lo que puede parecer a veces, creo que en esto el cristianismo trajo más libertad y más posibilidades que los paganismos: quien hace la vida fecunda, radicalmente, es Dios, con una llamada que puede incluir la renuncia a la maternidad; y esto porque se intuye, en la fe, un bien mayor. La fecundidad de la vida de una mujer deja de estar ligada, necesariamente, a la maternidad.

Last but non least, una escritora que representa el sí a la maternidad, pero siempre problematizada. Se trata de Elena Ferrante. Quien quiera ver un ejemplo de esto, que vaya a ver La hija oscura, la versión cinematográfica que ha hecho Maggie Gyllenhaall de la novela homónima de la escritora napolitana (en el fondo, un esbozo de lo que después veremos desarrollado en Lenú y Lina de L’amica geniale). En la película se expone algo, a mi modo de ver, esencial en este tema: ser madre, por muchísimo que abarque, no agota todo lo que la mujer es. La madre sigue siendo una mujer, y la irrupción del hijo o la hija puede suponer una convulsión en su proceso de maduración. La madre también fue niña, y adolescente, y sigue haciéndose y soñando proyectos que pueden estar separados del hecho de ser madre (por ejemplo, vinculados a lo académico o profesional). Las madres –a veces los hijos nos olvidamos– también han jugado con muñecas. Y que tu hija te rompa la muñeca que, a su vez, te regaló tu madre (o cualquier otra cosa asociada a tu crecimiento) puede ser un shock. Las madres también tienen, a veces, deseos de escapar. Y no pasa nada. Incluso, a veces, lo hacen (aunque en las novelas de la Ferrante siempre vuelven, y eso es, ciertamente, un alivio).

¿Qué decir, cuando uno tiene delante semejante diversidad? Se entiende que el tema suscite debates tan intensos y encendidos. Estamos hablando, nada menos, de traer o no vida nueva al mundo. Estamos pisando el terreno sagrado de la llamada personal en favor de la vida. Quizá, desde el punto de vista cristiano, lo importante sea subrayar eso: que en medio de estas opciones radicales se puede buscar el punto de vista de Dios. Para que la maternidad o no maternidad se pongan a la luz de una mayor fecundidad de la vida, y obedezcan, lo menos posible, a nuestro instinto egoísta. Sabemos que este, a la larga, aunque inevitable del todo, no nos hace más felices.

[Imagen: fotograma de la película La hija oscura]

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Carlos Maza Serneguet
Sacerdote jesuita. Licenciado en Teología Fundamental por la Pontificia Universidad de la Italia Meridional (Nápoles). Trabaja en el Grupo Comunicación Loyola y en la pastoral universitaria de la Compañía de Jesús en Valladolid. No sabe si le gusta Barbie.
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