Solo podemos acoger la nota musical gracias al silencio.

Solo hay posibilidad de palabra comprensible gracias al silencio.

Solo hay reposo y memoria agradecida desde el silencio.

Pero nuestras conversaciones están llenas de cháchara o, peor todavía, de murmuración. Llenamos nuestro vacío de sentido con palabrería y chismorreo. El torrente incesante e incontinente de imágenes, fotos, videos, anuncios, bailes de TikTok… no son más que palabrería que nos distrae, nos anestesia y nos va matando por dentro.

Demasiado a menudo en nuestro activismo social hay una inflación de palabra y una falta de reverencia por el dolor de aquellas personas vulnerabilizadas que intentamos acompañar. Somos rápidos a ofrecer recetas y respuestas sin quizás habernos permitido el tiempo y el espacio para callar y escuchar. Para estar y hacer compañía.

También en el cristianismo, sobre todo de tradición occidental latina, las propuestas de introducción al misterio, de espiritualidad, de vida de oración y de celebración litúrgica, usualmente –en vez de buscar un sano equilibrio entre silencio y palabra– se decantan por un sinfín atronador de palabras que nos aturde.

Queremos intentar explicarlo todo, poner etiquetas, clasificar, fijar y delimitar la realidad. Al intentar mostrarlo todo no dejamos espacio para la duda, la perplejidad y la búsqueda a tientas. Nos cuesta decir: “No lo sé, quizás mejor callar y contemplar”.

Sin duda, la tradición cristiana, heredera de la historia de salvación del pueblo de Israel, resalta la fuerza y el valor de la palabra. Dios se hizo Palabra (cf. Jn 1). Jesús proclama la Buena Nueva con autoridad (cf. Mt 7, 29), desenmascara la mentira y la hipocresía de los líderes religiosos con palabras contundentes (cf. Mt 23,27), expulsa demonios y lacras de todo tipo con el poder de la palabra (cf. Mt 17,18) e incluso hace que los mudos hablen (cf. Mt 9,33).

Sin embargo, Jesús de Nazaret también se retira largas horas, a menudo al atardecer o de buena mañana, en soledad (cf. Mc 1, 35). No solo calla, sino que deja que el silencio lo habite. A veces se queda sin palabras ante las injusticias que sufre su pueblo (cf. Jn 8, 6) y queda desconcertado ante la brutalidad del mal que intuye que le caerá encima (cf. Mt 26, 36ss). Podríamos decir, sin traicionar demasiado el teólogo K. Rahner, que el mismo Jesús se hace oyente de la palabra de Dios Padre desde el silencio y se convierte así en pura receptividad.

Silencio y palabra se necesitan mutuamente y, por tanto, debemos buscar esta fructífera interrelación, este sano equilibrio. En el occidente acelerado, agobiado, compulsivamente atrapado en mil y una palabras y bombardeados por imágenes nos conviene encontrar maneras de cultivar el silencio.

Franz Jalics, jesuita austríaco que nos dejó ahora hace algo más de un año, introdujo a muchas personas en el arte del silencio. Sus Ejercicios de Contemplación ofrecen una cuidada propuesta con cuatro soportes: la posición corporal, la respiración, las manos como receptáculo y la invocación del Nombre. Un camino de silencio y de oración que reconoce la fuerza de contemplar juntas, de practicar en comunidad. Hoy este itinerario, que Jalics descubrió en la oscuridad de los meses de secuestro durante la dictadura argentina, sigue inspirando a un gran número de personas. Ésta es una vía que entronca plenamente con una antigua tradición del s. IV, cuando Juan Cassiano propuso a sus discípulos una manera de silenciar el yo y poder así reconocer la Presencia. El conocido libro Relatos de un peregrino ruso también recoge aquel anhelo de invocación incesante del nombre de Jesús tan presente en la tradición cristiana ortodoxa, para así poder ir silenciando el alma.

Hoy ante tanta prisa y ruido… Quien no cultiva la atención ni el silencio es incapaz de escuchar o recibir. Esta persona solo repite esquemas viejos y vive autocentrada. Quien silencia el yo se permite abrirse a recibir lo inesperado. Esta persona crea lo nuevo, vive desposeídamente y genera vida a su alrededor.

[Una primera versión más breve de este escrito fue publicado en Pregaria.cat/Imagen de Engin Akyurt en Pixabay]

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Amarillo esperanza
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Pau Vidal
Jesuita, arquitecto y teólogo. En Berkeley, en los Estados Unidos, amplió sus estudios en el área de la teología de las migraciones. Ha trabajado con el Servicio Jesuita a Refugiados (JRS) en Liberia, Nogales (frontera EEUU-México), Kakuma (Kenia) y Sudán del Sur. Actualmente está destinado a Barcelona como delegado de la Plataforma Apostólica de los jesuitas de Cataluña. Colabora en el proyecto de Hospitalidad de la Fundació Migra Studium.
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2 Comentarios

  1. Importante que así como se anexa una pequeña reseña muy sucinta de la obra del autor, se agregue sus redes sociales para seguir sus ideas, gracias.

  2. Buenos días, Carlos.
    Efectivamente, en el perfil de aquellos autores y autoras que tienen cuenta de Twitter o cualquier otra red social aparecen los logos de estas al pie del texto para acceder.
    Un saludo.

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