Hablar de la guerra de Ucrania es hablar de muchas cosas: del espanto de las víctimas, las oleadas de refugiados, el destrozo de las ciudades, la crueldad totalitaria de sus mentores, el colapso de unas relaciones históricas, la razón de la fuerza como criterio inapelable de actuación, el frío cálculo de las estrategias de dominio y destrucción…. Pero no es mi intención detenerme en ninguna de esas facetas, que tan profusamente vienen siendo abordadas por analistas de todo el mundo. Trataré solo de reflexionar sobre un elemento colateral, el de la dimensión “religiosa”, que de manera turbulenta subyace en el seno de las iglesias ortodoxas desde que se inició la invasión rusa.
El contexto histórico de esta batalla entre hermanos de religión y de cultura lo explica con acierto Jaume Flaquer en su artículo sobre el papel de la religión en el conflicto de Ucrania. Ambas ramas de la ortodoxia, la ucraniana y la rusa, arrancan de una raíz cristiana común, fraguada en la Crimea del año 988, en la figura del Príncipe Vladimir, “padre del pueblo ruso y símbolo de la unidad de los pueblos que integran la Rusia histórica”.
La Iglesia rusa deseó siempre reunir a sus filiales bajo la autoridad de un solo patriarca en Moscú, mientras la ucraniana, con el colapso de la Unión Soviética y la posterior independencia de Ucrania en 1991, se fue consolidando bajo la dirección de su propio Patriarcado de Kiev (Epifanio, metropolitano), hasta su independencia del Patriarcado de Moscú en 1993. La escisión culmina en 2019 con el otorgamiento formal de la “autocefalia” (independencia) por parte del Patriarca de Constantinopla (Estambul), el “primus inter pares” de todas las iglesias ortodoxas y el único legitimado para otorgarla. Esta “autocefalia”, que implica el reconocimiento de su potestad sobre los fieles y la autonomía de jurisdicción, desata las iras del Patriarcado ruso, que no obstante conserva la tutela sobre buena parte de las iglesias ucranianas.
Esta convivencia inestable entre las dos comunidades rompe sus costuras el 24 de febrero con el inicio de la invasión rusa. De una parte, Kiril, “patriarca de Moscú y de todas las Rusias” y brazo espiritual del argumentario político de Putin, bendice a los soldados rusos antes de ir a la batalla, no sin antes pregonar que el objetivo es combatir a las “fuerzas del mal, a los enemigos del Kremlin y del mundo ruso… y a la rusofobia destilada desde Occidente…”. El patriarca ruso avala la ambición identitaria de Putin y emula en el terreno espiritual sus propios deseos nostálgicos de expansionismo, al considerarse patriarca de “todas las Rusias”, incluidas Bielorrusia y Ucrania.
El alegato belicista no encuentra apoyo en el máximo representante de la iglesia de Moscú en Ucrania (Onufry), quien en un video dirigido al Kremlin pide el cese de la guerra a la que “no encuentra justificación ni delante de Dios ni de los hombres”. Asimismo suscita el rechazo del Patriarcado ucraniano de Kiev, que en sus homilías televisadas llama a la resistencia frente al ataque ruso, con una expresiva alocución de “recemos…y actuemos”. El conflicto en las cúpulas se extiende a las bases de las diócesis, sacerdotes y parroquias de una u otra comunidad, en un continuo cruce de reproches y acusaciones mutuas, que se acrecienta a medida que los bombardeos se ensañan con las ciudades ucranianas.
El Monasterio de las Cuevas, en Kiev, es en gran medida la cuna histórica de las iglesias del mundo eslavo, un espacio compartido por numerosas iglesias ortodoxas de una u otra adscripción , en cuyas cuevas y galerías yacen los restos de los primeros santos ortodoxos eslavos. Tras la independencia de Ucrania, el Gobierno ucraniano es su propietario oficial, aunque el Patriarcado de Moscú conserva el acceso al recinto. Con la guerra, se ha convertido en un escenario que refleja más un signo de contradicción que un símbolo de unidad. El arzobispo Yefren, alto miembro de la Iglesia de Moscú, que celebra misa en dicho Monasterio, exhortaba a los fieles a rezar, sin condenar la invasión. Y apuntaba: ”Si llegara un enemigo, entonces sí podríamos pelear…, pero es que ucranianos y rusos somos un mismo pueblo y solo el diablo difunde la hostilidad entre nosotros”. Por el contrario, el Metropolita de Kiev denunciaba en su homilía: “Nuestro heroico pueblo nos está defendiendo del ataque de Rusia, la cual está mandando a sus soldados y sus armas a nuestras ciudades y aldeas”.
El factor religioso está también presente en el conflicto, señala Ihor Kozlovski, investigador de la religión en el Instituto de Filosofía de la Academia de Ciencias de Ucrania, que afirma que “si nuestra Iglesia se uniera en su totalidad bajo la Iglesia ortodoxa ucraniana, Moscú perdería su hegemonía en el mundo ortodoxo”. Semejante consideración es compartida por el corresponsal del New York Times en la zona, quien afirmaba recientemente que “está en juego la hegemonía de una u otra rama de la ortodoxia en función del resultado de la guerra”. No estamos en una guerra de religión ni en una guerra entre religiones, sino en la fractura entre dos ramas de una misma confesión, en posiciones diametralmente antagónicas ante la virulencia de una agresión brutal e injustificada por parte del gobierno ruso.
Poder religioso y poder político han ido muchas veces de la mano a lo largo de la historia. Una simbiosis entre Estado e Iglesia la hemos vivido en la España de la guerra civil y la dictadura. En el caso de la Iglesia rusa, su instrumentalización por el Kremlin ha sido evidente y tanto Putin como el patriarca Kiril se han asistido mutuamente, enarbolando la bandera del orgullo patrio y la nostalgi de las antiguas esencias del alma rusa.
El papa Francisco ha intentado interferir en el conflicto a través del diálogo con los líderes de las Iglesias ortodoxas, un empeño de difícil recorrido dado el enconamiento de la situación. Incluso el Vaticano ofreció al principio su mediación formal en el conflicto, lo que Rusia desestimó. Tras unos primeros momentos de escarceos diplomáticos, esa apelación al diálogo ha ido acompañada de una rotunda condena del papa a la guerra, a la que calificó de “ilegítima y repugnante” y de “masacre e inaceptable agresión armada”. Y entró asimismo en el terreno doctrinal, al afirmar que “hubo un tiempo en que se hablaba de guerra santa o de guerra justa… Hoy no se puede hablar así. Las guerras son siempre injustas”.
Hay acontecimientos en la historia en los que la Humanidad ofrece su peor y a la vez su mejor versión. La peor, el recurso a la guerra y la violencia para resolver conflictos; la mejor, los miles de ejemplos de solidaridad para con quienes pagan la factura de esos atropellos.
[Imagen extraída de Wikimedia Commons]