El servicio, que dijimos es el centro del Evangelio (ver parte II) es la práctica básica de la comunidad cristiana. Es la situación por la que nos constituimos en comunidad, la que nos reúne y nos iguala en dignidad, derechos y responsabilidades. Nos permite celebrar juntos y construirnos unos a otros. El servicio es la forma concreta de ejercer la caridad. El Amar con mayúscula, es el camino elegido por Jesús como forma concreta de servir a cada miembro de la comunidad, con sus peculiaridades, sus limitaciones y sus incomodidades. Para un cristiano o cristiana, un Amor con A mayúscula se expresa en opciones, acciones y sinergias que buscan un mayor estrechamiento de las relaciones entre los miembros de la comunidad cristiana. Eso solo es posible si se da una atención personalizada y es ahí donde se expresa el servicio como dinámica comunitaria cuando atiende decididamente a aquellos que están más abandonados o invisibilizados.
La predilección por el servicio es una propuesta que proviene directamente de Jesús. Se trata de una revolución («Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos.» Mc 9,35), pues supone una nueva manera de acercamiento a Dios, donde el primero se hace pequeño con el último y de esa manera no se convierte en más importante, sino que por fin comprende por qué el último es el predilecto de Dios. En realidad, el servicio es una práctica de la sabiduría. El que siempre fue cuidado y atendido por otros se esfuerza en abrir los ojos más allá de la propia realidad como un ejercicio de abajamiento. La única manera de servir es bajarse del trono del privilegio y hacerse pequeño con el pequeño. El servicio libera a la persona de someter a sus hermanos y hermanas a sus propios deseos e intereses y le hace verse necesitado también. Así, ama con más intensidad, con más humildad.
Sabemos por los evangelios que este tema resultaba polémico en el grupo de discípulos y discípulas itinerantes que acompañaban a Jesús (Lc 8,1-3). Podemos entender que hombres y mujeres hacían el seguimiento a Jesús en igualdad de condiciones. En este sentido, el evangelista presenta en la construcción teológica del relato de la casa de Marta y María (Lc 10, 38-42) las dificultades que el grupo experimenta a la hora de determinar cuáles son los papeles de cada miembro en la comunidad, el servicio o el liderazgo. Porque el servicio en la comunidad, lamentablemente, no está exento de las limitaciones humanas que todos tenemos. Ni en el tiempo de Jesús ni en el nuestro. Al igual que la comunidad primera, la comunidad actual tiene dificultades para organizar su servicio, pues dentro de ella existen dinámicas previas de servidumbre. Y esto, como a Marta, afecta más a las mujeres, que han estado destinadas al servicio en y para la estructura de la Iglesia. La Iglesia es heredera de una historia de enormes condicionamientos que, a lo largo de su historia ha relegado a unas a la servidumbre (ver parte II) y a otros al privilegio de ser cuidados. El servicio ha llegado a la comunidad cristiana actual como una especialización del trabajo intraeclesial. Para las mujeres el cuidado de la familia cristiana (ver parte I), tareas de Caritas y catequesis, atención de enfermos, limpieza y acondicionamiento de las parroquias, etc. Para los hombres los liderazgos en las cofradías, los ministerios laicales, el diaconado permanente y el ministerio sacerdotal. Servicio especializado y ordenado según los sexos. Algunos dirán que estos servicios de liderazgo, atribuidos a los varones, son servicios especiales. Lo son cuando se viven desde la humildad y no desde la prepotencia o la condescendencia. Pero no más que otros si ambos son elegidos en libertad y desde la llamada del Espíritu. La historia de reformas de la santa madre Iglesia nos recuerda que uno de los grandes pecados que nos atraviesa en el tiempo y en el espacio de la Iglesia es convertir el servicio en privilegio o, por contradictorio que resulte, creer que nuestro servicio merece un cuidado especial por encima de los demás. De hecho, andamos combatiendo, hoy, una lacra profundísima que nos mantiene heridos disminuyendo nuestra capacidad de sanación. El clericalismo hiere las entrañas de la comunidad porque confunde el servicio del sacramento con el abuso de poder. Y así, nos aleja del sentido original de la práctica básica del amor, no solo a los varones, sino también a las mujeres que aceptan consciente o inconscientemente un servicio que no es el verdadero y unas servidumbres que hacen el juego al falso servicio.
A estas alturas de siglo podemos hablar de servicio en términos generales. Hablar del servicio como actitud, como conversión del corazón haciéndose humilde de verdad, es totalmente necesario. Hay que hablar más de ello y de esa manera, seguir convirtiéndose de manera individual practicando el servicio en la vida cotidiana. Todos los cristianos y cristianas lo necesitamos para ser mejores y mejor comunidad. Pero no es suficiente porque se nos va el siglo sin haber respondido a nuestro pecado de desamor. Debemos hablar del servicio en su especificidad eclesial pues es ahí donde se muestran las dificultades para poner el servicio en práctica más allá de las conversiones personales. El problema del servicio en la Iglesia tiene más que ver con esta especialización por sexos. No tanto en lo personal —que también—, sino en las relaciones comunitarias, en lo que afecta al grupo y se establece como dinámicas normalizadas. Esta especialización no es un rasgo del Evangelio. Al contrario, el Evangelio defiende la libertad de los hijos e hijas de Dios, interpela a Marta y la insta a salir del espacio de servicio en el que está recluida y a compartir otro espacio con su hermana María y los demás discípulos.
Francisco menciona constantemente el servicio como actitud. En la encíclica Fratelli Tutti señala que la solidaridad se expresa concretamente en el servicio, que puede asumir formas muy diversas de hacerse cargo de los demás. El servicio es «en gran parte, cuidar la fragilidad. Servir significa cuidar a los frágiles de nuestras familias, de nuestra sociedad, de nuestro pueblo» (FT 115). Si el servicio es la expresión de la solidaridad, entonces construir la solidaridad dentro de la comunidad es un acto de testimonio del Reino. Qué mejor servicio que cuidar a la familia de hijos e hijas de Dios que se congregan en torno a una misma mesa. Ahora bien, en la solidaridad expresada en servicio no puede haber categorías o diferencias, porque entonces no estamos cuidando a los más frágiles. No puede haber categorizaciones como si unos servicios fueran mejores que otros, tampoco limitaciones en cuanto a cómo y dónde se ejercen. La especialización del servicio empobrece la Iglesia, porque cierra los diálogos entre diferentes dentro de un mismo servicio y renuncia a la mesa compartida de la eucaristía.
Uno de los aspectos que los diálogos sinodales deberían revisar es el concepto de servicio dentro de la comunidad y, por extensión, valorar de que manera esto afecta a los procesos de reformas de la Iglesia católica. Para obtener el éxito de este ejercicio el diálogo entre hombres y mujeres, entre clero y laicado, debe ser fluido y en igualdad de condiciones. Y debe ser un diálogo que reconozca los puntos de partida desiguales del que ha servido y del que ha sido cuidado para llegar a consensos equitativos donde se equilibre el don del servir con el don de ser cuidado.
[Imagen de Candelario Gomez Lopez en Pixabay]