La diócesis de Barcelona ha pasado meses encomendando en la oración al obispo Antoni Vadell, uno de sus obispos auxiliares. Al final, nos ha dejado. Reconozco que me ha impresionado mucho tanto el seguimiento cercano de su estado de salud por parte de muchos católicos de la diócesis como las numerosísimas muestras de cariño al haberse conocido la triste noticia. Sí, se puede querer y apreciar a un obispo.
En los tiempos en que vivimos, de descrédito de la Iglesia, donde un obispo (casi) debe pedir perdón por serlo; donde se proyecta hacia ellos una imagen de hombre retrógrado, conservador, patriarcal, distante e, incluso, homófobo; donde se presupone que su predicación será “una chapa” doctrinal; donde se le llama para que imponga las manos pero se le ruega que sea cortito… es de admirar el cariño unánime que su persona ha logrado atraer.
Es cierto que al no ser el obispo titular quedaba liberado de tomar las decisiones difíciles que todo gobierno supone, pero también es cierto que un actor secundario tiene menos oportunidades de despuntar que el protagonista de una película.
Cuando llegó a Catalunya en 2018, era para muchos un desconocido. Sabíamos que era mallorquín y que tenía un perfil de obispo diferente, con una centralidad del aspecto pastoral que indicaba la eclesiología que quería subrayar el papa Francisco: un pastor, con olor a oveja, que camina delante (señalando), en medio (escuchando) y detrás (recogiendo con misericordia a los últimos) de su rebaño. Esta capacidad de caminar conjuntamente, sinodalmente, se convertía ahora en prioritaria frente a lo que parecía valorarse hasta ahora, unos defensores del dogma y de la estructura eclesial que requerían sobre todo doctores en Derecho Canónico.
El obispo Antoni Vadell nos conquistó muy rápidamente. Se le encomendó la responsabilidad de las cuestiones de pastoral, catequesis y catecumenado. Para las confirmaciones del colegio Sant Ignasi, por ejemplo, pidió a los alumnos que le escribieran una carta explicando las motivaciones de la demanda del sacramento, y el obispo Antoni sorprendió respondiendo a cada uno de ellos. Con esta personalización, la ceremonia se vivió de una forma muy diferente.
Yo tuve que relacionarme con él también para la cuestión del acompañamiento de adultos que descubren la fe cristiana y piden el bautismo, ya que yo cada año acompañaba a algunas personas provenientes de otras religiones. La acogida y el entusiasmo del obispo les cautivaba…
Entre el moralismo advertidor de infinitos pecados mortales de cierta derecha eclesial, la insatisfacción perpetua e intrínseca de ciertos movimientos de izquierda siempre críticos con la jerarquía y la evolución del mundo, y los pesimistas por naturaleza que no dejan de lamentarse de los esplendores eclesiales pasados, tenemos el riesgo de dar una imagen de Iglesia de malhumorados y tristes. Sin ser ingenuos ni ciegos a las injusticias de nuestro mundo, en una época que busca principalmente la felicidad, no podemos hablar de la salvación en Cristo si no se nos nota en la cara. El obispo Antonio Vadell, en cambio, contagiaba ilusión y «alegría del Evangelio», respondiendo así a una demanda del cristiano de nuestro tiempo.
Su cara de entusiasmo ahora se ha llenado de alegría al poder estar presente delante del Señor. Un cáncer de páncreas se lo ha llevado demasiado pronto, a los 49 años, pero ha sido suficiente para cautivarnos a todos.
[Fotografía de Sol Quiñónez cedida por Fundació Migra Studium]
No conocía a este hombre, pero me ha gustado mucho este texto en su memoria, Jaume.
muchas gracias Carlos