En la terminología clásica, un obispo es asimismo un ministro, en tanto en cuanto ejerce un ministerio y transmite un mensaje o actúa siguiendo a alguien superior a él, al que se refiere. En este caso, el Señor. Una semántica que induce a pensar en la primacía del representado y en la humildad del representante, así como en el valor de la misión encomendada, más relevante que el propio servidor. No es pues de extrañar que el término provenga etimológicamente del latín minus. Válido tanto para prelados como para políticos.

Pero no me referiré a ese aspecto del rico vocabulario eclesial. Todo ello a colación del encuentro entre el papa Francisco y la vicepresidenta segunda y ministra de trabajo y economía social, Yolanda Díaz, el pasado diciembre. Un breve acontecimiento que levantó cierta polvareda. Incluso no hace demasiado, la propia ministra aseguraba “que le hizo reflexionar muchísimo” y que le había “fascinado”. Es apreciable, pero la reunión sería la anécdota y me interesa para ilustrar una cuestión de fondo.

Desde el punto de vista diplomático, es curioso que un jefe de Estado reciba a la número tres de un gobierno. En la lógica de las relaciones internacionales, lo habitual hubiera sido una reunión al mismo nivel, quizás con algún rango inferior de la jerarquía vaticana. El error siempre cabe, pero cuesta imaginar que una de las diplomacias más experimentadas, antiguas y minuciosas del planeta pueda caer fácilmente en él. La hipótesis alternativa podría ser que desde la posición más visible de la Iglesia se pretendiera un gesto que contuviera alguna señal.

Es innegable que casi todo el mundo quiere hacerse una foto con el papa, independientemente de quien ocupe la cátedra de Pedro en un momento dado. Sobre todo, en la sociedad de la imagen en que vivimos. Sin embargo, el riesgo de instrumentalización partidista de un acto así por parte de quien lo ha solicitado es real. La mandataria española, en pleno punto álgido de su carrera, obtiene notoriedad mediática de su inesperado viaje relámpago a Roma. No se necesita ser muy perspicaz para percatarse de ello. Y menos en la Secretaría de Estado de la Santa Sede, acostumbrada a estas lides y normalmente en avenencia con la Iglesia local y contando con detallado conocimiento de cada territorio.

¿Cuál sería pues la cuestión fundamental? Me aventuro a pensar que la aceptación de esta reunión no fue el resultado de una decisión espontánea o irreflexiva. Al contrario, de ella parecerían destilarse varios mensajes por parte de la Iglesia. Por un lado, el interés intrínseco por poner en el centro el asunto del trabajo, ampliamente abordado desde la Doctrina Social, y la lacra que lo persigue de manera muy característica y aguda en España, como es el paro y la precariedad. Sin necesidad de entrar a analizar soluciones concretas para el caso en particular, que corresponderían a los poderes civiles. A lo mejor, también la ineludible conciencia medioambiental y su estrecha relación con el sistema económico, como bien subraya la Laudato Si’.

Y por otro, el diálogo con las autoridades, al margen de la ideología que representen. Cobra especial relevancia en España, donde desde hace años, gran parte de la clase gobernante, tanto de una tendencia como de otra, ha ninguneado, o cuando no, orillado, al menos públicamente, la interlocución con la Iglesia en temas de calado, no solo para los fieles sino para el conjunto de la ciudadanía. No significa que una entrevista de cuarenta minutos vaya a resolver las materias delicadas, que requieren una aproximación calmada, atenta y, probablemente, en un ambiente de cierta discreción. Pero apunta un camino.

Es paradójico, por citar otra anécdota, que numerosos líderes políticos de distintos niveles (estatal, autonómico, municipal) se afanen a menudo por ocupar posiciones relevantes en los palcos de los estadios de fútbol, especialmente en partidos importantes, y rehúsen, no ya la foto con el papa si pudieran (que ésa vende mucho), sino con el obispo del lugar. A pesar del creciente proceso de secularización, siguen existiendo más personas que acuden los domingos a misa, que a un campo de fútbol para presenciar en vivo su deporte favorito.

La interrelación serena y respetuosa entre personajes destacados de la Iglesia y líderes políticos o ideológicos, no necesariamente creyentes, ha tenido ejemplos destacables. Por haber vivido en Francia, recuerdo los encuentros entre el entonces presidente y agnóstico François Mitterrand y el arzobispo de París, el cardenal Lustiger. O bien la relación entre el cardenal Martini de Milán y el intelectual ateo Umberto Eco, que llegó a cristalizar en un libro escrito por ambos.

Son solo la punta del iceberg, pero ¿por qué en España cuesta tanto visibilizar algo parecido? Aunque en proporciones muy diversas, existen católicos afines a todas las formaciones políticas. Y un sano gobierno de la sociedad requeriría por parte de quien lo ostenta una mayor y fecunda interacción con aquellos colectivos que más contribuyen a configurar la variada realidad social, cultural, asistencial, educativa o religiosa del país. Con la Iglesia también.

Cuando termino de redactar este artículo, conocemos que, por vez primera, un presidente del gobierno, Pedro Sánchez, ha visitado la sede de la Conferencia episcopal española, recibido por su presidente, el cardenal Juan José Omella. Más allá de algunos titulares de prensa, no del todo afortunados y que únicamente cubren aspectos limitados del encuentro, parece que algo se está moviendo en la dirección mencionada. Esperemos que la corriente de intercambio continúe.

[Imagen de Vatican Media]

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