Hace unos meses leí en el Twitter de un famoso influencer cristiano: «La familia tradicional no era perfecta. Necesitaba ser reformada, pero no destruida. Gracias a ella, los hijos crecían en un ambiente estable, los ancianos recibían cuidados e incluso se acogía a familiares que se habían quedado solos. No creo ser el único que la echa de menos». Esto me dio mucho que pensar sobre la cuestión de los roles en la familia, que ya de por sí me preocupaban. Intuyo que es un tema fundamental que necesita ser clarificado y matizado, así que voy a desarrollar esta idea a riesgo de que la reflexión sea larga, pues no es solo la noción de familia lo que puede cuestionarse, sino lo que subyace bajo las relaciones de familia.

Primero, es interesante preguntarse qué entendemos por familia tradicional y por familia cristiana y qué supone para las distintas personas que componen la familia asumir roles en ella. También constatar que algunos anhelen un modelo tradicional de familia. Segundo, analizando los roles de la familia tradicional desde un punto de vista antropológico y social, podemos interrogarnos qué implica para el modelo social de hoy las dinámicas internas familiares y cuáles son los diálogos que surgen hacia dentro y hacia fuera. En ellos, encontramos nociones que hoy son especialmente importantes: servicio, cuidado, disponibilidad, sacrificio… Todas ellas resuenan al fundamento último del Evangelio y, por tanto, imprescindibles para cualquier seguidor o seguidora de Jesús. La cuestión es cuál es su interpretación en la práctica. De todas estas nociones el servicio es una de las más centrales en el proyecto de Jesús y para los cristianos algo propio de la familia (entendido como proyecto sacramental). Tercero, la pregunta por el servicio no es cualquier cosa: cómo lo entendemos y cómo se pone en práctica, quien define ese servicio y quién lo asume, no solo en la familia, sino en lo que llamamos comunidad cristiana.

La familia como institución no ha desaparecido, pese a las quejas de algunos y los deseos de otros, sigue siendo la institución con mayor prestigio y con mayor influencia en las generaciones jóvenes. En las encuestas del INE y otra de instituciones privadas como en el último informe de la Fundación Santamaría la familia siempre aparece en el primer puesto de fiabilidad, referencia y lugar de gestación de valores. Y se encuentra con respecto a otras instituciones (amigos, sociales, iglesia…) a una diferencia de 20 puntos aproximadamente de distancia en influencia. Esto indica que la familia como institución sigue siendo la célula principal de las estructuras sociales, sea en la cultura que sea y en el lugar geográfico que sea. La cuestión no es tanto la presencia de la institución familiar, sino, qué entendemos por familia. Todos deseamos pertenecer a una familia. Los que rechazan la familia tradicional, los que la defienden, los que forman familias reconstituidas o las familias de parejas homosexuales que se casan para formar también familia. Incluso los que permanecen por opción solteros o solteras buscan de alguna manera ser familia con otros ya sea la familia de sangre u otras familias que se adquieren con el tiempo a través de vínculos de amor. Porque el deseo de familia no es un deseo de sangre, de descendencia o de progenie, es un deseo de pertenecer, de ser reconocido y cuidado, de soporte y de límites, de empoderamiento y de fidelidad, en definitiva, es desear el ejercicio permanente de la alteridad en la intimidad. 

Por eso, la institución de la familia, aunque algunos lo crean, no se ha debilitado, sino que se consolida como referencia en la pluralidad. Es lo único que permanece como referencia en un mundo en el que cada persona elige sus referencias. Sin embargo, la forma de expresarse de la familia sí ha cambiado. Su configuración interna, su reparto de roles, las relaciones compartidas y su forma de cohabitación han cambiado. La diversidad familiar nos muestra que no solo se consolida como referencia, sino que florece en muchas formas y maneras que permiten más fácilmente que toda persona pueda encontrar una expresión familiar para su vida, sea la que sea. Es condición de la familia hoy ser flexible, una característica que mejora con creces la familia tradicional. Porque la familia tradicional no es la familia cristiana, y aclaro esto porque frecuentemente se confunden estos términos. La familia tradicional se expresaba inflexible en una estructura de pater familias-esposa- progenie y en unas relaciones de autoridad–servicio–obediencia. El sistema patriarcal encontraba en la familia un lugar perfecto para entrenar las relaciones sociales de poder y opresión cuando el pater familias sometía a esposa, hijos y siervos a su autoridad. La familia era una propiedad del varón que organizaba y disponía de ella a su antojo. La esposa ejercía el papel de servicio y cuidado y los hijos obedecían y aprendían los roles que les correspondían por su sexo y género. La familia cristiana, se rige (o debería regirse) por otros parámetros que están presentes en el Evangelio: «aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, y hermana, y madre» (Mateo 12,49- 50). Por lo tanto, en la familia cristiana existen unas relaciones de doble direccionalidad de reconocimiento y servicio hacia el otro. Ser familia cristiana, como sacramento, es ser comunidad de servicio y cuidado, donde todos reconocen y cuidan. Servicio entendido como la voluntad de uno mismo de donarse. Cuidado como modo de expresión de ese servicio, es decir, practicando la equidad a través de los lazos de amor. Ser conscientes de que la familia cristiana empodera a todos sus miembros con el reconocimiento y cuidado de cada uno en su propia singularidad nos hace constatar que este modelo se distancia radicalmente del modelo patriarcal donde solo cuidaban por obligación unas (las mujeres) y eran cuidados otros (los hombres). El estilo cristiano es quizá el que deberíamos defender los cristianos y cristianas, un modelo de familia que valora al mismo nivel el reconocimiento y el cuidado, donde se distribuyen las tareas y no se descargan solo en las mujeres madres, reduciendo su espacio de reconocimiento y sus posibilidades de autorrealización. Algunos dirán que se reconoce su papel de madre, de cuidadora, sublimando la esencia de la maternidad como vocación natural. Pero esto no es más que una tergiversación del servicio. Porque cuando el servicio es obligado, ¿qué mérito tiene? Y sobre todo, ¿qué opción de gratuidad tiene para la persona obligada a servir? ¿No es más bien una carga que oprime? ¿No es más bien una excusa para el que es cuidado siga siendo cuidado a costa de los otros? Necesitamos nacer y crecer en un ambiente de seguridad y cuidado, pero aprendiendo a repartir ese cuidado entre los distintos miembros de la familia, de tal manera que todos (todos de verdad) aprendan a cuidar y opten por el cuidado de forma voluntaria, en gratuidad. Esta situación favorece la estabilidad en las familias que muchos añoran. Cuando se establecen diálogos más igualitarios entre progenitores e hijos e hijas, cuando el cuidado se ejerce independientemente del sexo, cuando la autoridad deviene de la gratuidad y no de la imposición, estamos hablando de la familia cristiana. El servicio está implícito en ese cuidado, pues solo la gratuidad puede ser llamada servicio. Cuando el servicio es obligado por la pareja, por los progenitores o los modelos sociales no podemos hablar de servicio. Y nunca de familia cristiana.

[Imagen de congerdesign en Pixabay]

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Doctora en Educación (UCM), Licenciada en Teología Fundamental (UPCO) y artista plástica www.silviamartinezcano.es. Es profesora de Artes y Educación en la Universidad Pontificia de Comillas, y profesora de distintas materias de Teología Fundamental y Pastoral en el Instituto Superior de Pastoral, Instituto San Pío X y Instituto Teológico de Vida Religiosa (todos de la Universidad Pontificia de Salamanca). Sus áreas de investigación son interdisciplinares, siendo éstas Teología trinitaria, Estética Teológica, Estudios visuales y culturales y religiones, Arte y género, Educación y género. Es presidenta de la Asociación de Teólogas Españolas (ATE) y miembro de la Asociación Europea de Mujeres Investigadoras en Teología. Actualmente dirige la colección Mujeres Bíblicas (Ed. San Pablo).
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