Recientemente la palabra reconciliación ha desbordado el ámbito religioso y se estudia en las universidades, forma parte de los procesos de paz entre naciones y se incluye en los sistemas de justicia de muchos países. El incansable esfuerzo del recientemente traspasado arzobispo anglicano Desmond Tutu, que impulsó y lideró la Comisión de la Verdad y la Reconciliación en Suráfrica después de años de apartheid, ayudó a incorporarla como un elemento clave en todo proceso de reconstrucción personal y colectiva.
Sin embargo, en el lenguaje común la reconciliación en el ámbito más personal a menudo se confunde con estar bien o encontrarse a gusto con un mismo. A veces también se entiende la reconciliación como una mera estrategia para buscar un común denominador, pactar unos mínimos, e intentar no degollarnos. Es bueno cesar las hostilidades y evitar las agresiones, pero el horizonte que plantea la reconciliación es más profundo y más totalizador. Para entender la riqueza de la palabra sugiero examinar tres relaciones propiamente humanas: la relación con uno mismo, con los otros/el otro y con Dios.
Primeramente, todos y todas tenemos siempre la ineludible tarea de acogernos a nosotros mismos como regalo (como don). Sobre todo necesitamos acoger aquellas partes de mi personalidad o de mi biografía que escondo, evito, o intento ignorar con mil y una estrategias. Dicho teológicamente, en palabras de Gregorio de Nacianceno (uno de los padres del cristianismo del s. IV en Capadocia), aquello que no es asumido, no es salvado, no es curado. Aquellas partes heridas, victimizadas e ignoradas de nosotros mismos piden ser reconocidas, acogidas y cuidadas. Porque solo desde la verdad es posible la armonía, el desarrollo de nuestro ser y así poder vivir algo más reconciliados. Siempre nos podemos preguntar: ¿cuáles son mis desvanes o cuartos oscuros y escondidos que esperan ser acogidos y escuchados?
En segundo lugar, lo que nos constituye como humanos no es tanto la individualidad, sino la relacionalidad y, por lo tanto, somos en la medida en que nuestras relaciones con la alteridad se despliegan. En este sentido conviene poner de manifiesto dos aspectos: el otro personal y el otro cósmico.
Por un lado, reconciliarme con mi hermano o hermana no se refiere tanto a tener paciencia y a ser tolerante, sino más radicalmente a reconocer que el otro, el extranjero, el desconocido, el que me incomoda y me disgusta, de hecho, me es fuente de revelación. Dicho de otro modo, aquel que me ha herido y que yo percibo como mi enemigo es carne de mi carne e intentar eliminarlo o ignorarlo es ir contra nuestra común humanidad. La capacidad transformadora de las largas sesiones de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación en Suráfrica se basaban en posibilitar el encuentro entre víctima y victimario desde el reconocimiento de que formamos un solo cuerpo. La palabra ubuntu, antes de ser usado como nombre de un software informático libre de Linux, es la expresión en lengua zulú para describir este vínculo esencial, esta profundo interconexionado que nos da el ser. Me puedo preguntar: ¿por qué me da miedo abrazar al hermano o la hermana?
Por otro lado, reconciliarme con el otro cósmico implica reconocer mi lugar en la creación. El cosmos no son una serie de objetos que puedo utilizar a mi antojo, no es un paisaje bucólico, ni tampoco es un simple escenario de las acciones humanas. Incluso el bienintencionado lema ecologista “salvemos el planeta” tiene un fondo de antropocentrismo y de omnipotencia claramente inadecuado. Se trata más bien de cultivar la humildad y la reverencia ante la alteridad radical de la madre naturaleza y hacerlo personalmente, socialmente y como humanidad, pues somos en ella y somos gracias a ella. Ante el evidente final del modelo capitalista crematístico nos deberíamos preguntar: ¿cómo nos tenemos que organizar socialmente y económicamente para encarnar esta reverencia y humildad?
Finalmente, el tercer aspecto que podemos tener en cuenta cuando hablamos de la reconciliación es nuestra relación con Dios, siempre tan próximo y siempre tan inabarcable. Paradójicamente “en Dios vivimos, nos movemos y somos” (Ac 17, 28) y, a la vez, como decía San Juan de la Cruz, “Dios es siempre noche oscura para el alma”. La relación con Dios es la más íntima y constitutiva y aun así es la más inefable, la más huidiza. Los cristianos confesamos que en Jesucristo Dios ha reconciliado toda la realidad. Decimos, aunque parezca aparentemente absurdo, que la totalidad del Misterio de Dios se ha hecho presente en la historia concreta, pequeña, e insignificante de un artesano de la remota palestina del siglo primero. Dios se ha hecho próximo en Jesús de Nazaret, pero sigue siendo el semper maior, desbordando todo límite o barrera. Por lo tanto, para poder vivir reconciliadamente con Dios, debería preguntarme cómo puedo dejar a Dios ser Dios abrazando el progresivo y doloroso, pero necesario, despojamiento de todas y cada una de las imágenes que me lo han acercado i a la vez reconocerlo en aquello pequeño y cotidiado.
Todo ello, ya hace casi treinta años que Raimon Panikkar nos explicó esta triple relacionalidad mucho más bellamente y más profundamente al hablar de la experiencia cosmoteàndrica (Kosmos – Theos – Anthropos) como fundamento de una vida plena y transfigurada, haciendo posible así una humanidad justa y pacificada. ¿Empezamos? De la mano de Desmond Tutu y Raimon Panikkar podemos emprender el camino de la reconciliación en buena compañía.
[Una versión más abreviada de este texto apareció anteriormente en Pregaria.cat/Imagen de wal_172619 en Pixabay]