Mañana empezarán a volverse hacia Oriente esos vistosos secundarios del belén. Los iremos poniendo poco a poco más lejos del establo y dándole la espalda, y eso querrá decir que la Navidad terminó, dejándonos con la nostalgia del descanso, el «¿será verdad eso que hemos vivido?» y el desperezarse de un tiempo que se encamina hacia una Cuaresma para la que aún no estamos preparados.

Melchor, Gaspar y Baltasar son esos personajes que nacieron sin nombre y lo recibieron más tarde, bautizados por la imaginación y el cariño de alguien que no ha pasado a la historia. Hoy nadie duda de que esos sean sus nombres, y que hasta sus colores de pelo y de piel fueran así. Tampoco se dice en ninguna parte –en ninguna parte de la Biblia, vaya– que fueran reyes, pero la religiosidad popular encontró más verdadero convertir lo de magos en adjetivo e introducir el reinado como sustantivo. Como dice el filósofo Santiago Alba Rico, una cosa son las historias reales y otra las verdaderas, y supongo que a la mayoría de nosotros nos pasa como a él: preferimos las segundas. En el caso de los evangelios, además, lo real no tiene necesariamente que ver con la frase “ocurrió así”, sino con lo contado así. En el Evangelio, lo real tiene ya mucho que ver con la historia verdadera.

No es difícil, me parece, imaginar la lógica que siguió el antiguo pueblo cristiano para obrar ese cambio en la profesión y el título de los –a la postre– Reyes Magos. Es paralela a la que está detrás de la fiesta que celebra a Jesucristo como Rey del Universo, justo antes del Adviento: en el mundo hay reyes, pero nosotros hemos encontrado al verdadero rey. No bastaba con decir que unos magos –unos científicos– venían de Oriente siguiendo una estrella, la localizaron en Belén llenos de alegría, llegaron hasta Jesús –el rey de Israel–, le hicieron regalos y lo adoraron. Quien hacía eso, además de científico, además de buscar una verdad hallable con los instrumentos astronómicos de la época, tenía que haber encontrado otra cosa. Ellos mismos tenían que ser otra cosa. Si el mago que adora es también rey, entonces la verdad que ha encontrado no es solo una verdad medible, mostrable, enunciable, sino que es, por decirlo así, una verdad soberana. Los magos, ya coronados, encontraron, de este modo, al Soberano.

La emergencia de una verdad de este tipo, de una soberana verdad, nos hace reconocer que hay muchas clases de verdades, y el acuerdo sobre ellas no es en absoluto igual de sencillo. Si alguien me pregunta cuál es la fórmula química del agua, le contestaré sin vacilar que H2O, y será fácil que el otro esté de acuerdo. Si un amigo, indignado, me espeta: ¿es verdad que te gustó la última de Sorrentino? Yo le diré que sí, y esa es la verdad. Pero ya no es tan fácil llegar a saber si la última película de Sorrentino es o no una buena película y llegar a un acuerdo. Sobre gustos no hay nada escrito, se dice, y es una mentira como una catedral, pues si de algo se ha escrito, es sobre gustos. Pero es verdad su fondo: no existe un gusto verdadero. No hay tampoco voto verdadero, por mucho que yo pueda presentar la verdad de mis motivaciones y creer que coincide con el mío. La existencia de un voto verdadero supondría, en un mundo consciente, coherente y consistente, la disolución de la democracia, o al menos su conversión en dictadura cada equis años. Y así vamos tropezando a cada paso con las dificultades de entender la verdad como un enunciado referido a un tema concreto (para enfrentar ese trabajo ha nacido la transdisciplinariedad, y a ella se lo dejamos). Sin embargo, lejos de sacar la conclusión de que no existe una verdad, esta experiencia a veces muy frustrante –la frustración originaria de Don’t look up, podríamos decir– nos hace valorar más el tipo de verdad que se encontraron los magos, y por la que fue necesario convertirlos en reyes. Porque un rey no se inclina ante nadie, pero Baltasar, Gaspar y Melchor se postraron ante Jesús niño. Su poder se encontró con un límite, con algo superior. Una verdad soberana es aquella ante la cual la vida se inclina, y ninguna vida tiene la robustez y rigidez bastantes como para no inclinarse ante nada.

¿Por qué se inclinaron los Reyes Magos ante Jesús? ¿Bajo qué lógica un niño es más rey que un rey? ¿Por qué es mejor una vida inclinada hacia su parte más débil, hacia lo más pobre? ¿Qué emerge ahí con la verdad suficiente como para colocarse, de golpe, en el primer lugar, como algo prioritario? ¿Qué le pasa a la vida cuando entra en diálogo con eso? Porque se trata de entrar en diálogo, pues ninguna vida tiene la robustez ni la rigidez bastantes como para no inclinarse ante nada, pero suele tener lo suficiente de ambas como para no inclinarse total y definitivamente ante algo.

En unos días comienza el Tiempo Ordinario. Veremos qué razones trae Jesús –y la realidad– para creer que sí, que merece más la pena inclinarse hacia su parte más débil, hacia lo más pobre. Los magos lo hicieron. Así consiguieron su corona y su nombre.

[Imagen de natasevilla en Pixabay]

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Jesuita en formación. Estudia la Licencia en Teología Fundamental en la Pontificia Facoltà Teologica dell´Italia Meridionale de Nápoles. Colabora con la asociación Figli in famiglia en el barrio de San Giovanni a Teduccio.
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